De Luca se encogió de hombros, apurado:
– Bueno… -empezó, pero la voz profunda de Carnera lo tapó y tapó también el murmullo de la sala:
– ¡Abajo los fascistas y abajo los alemanes, eso es! Y ahora que todo ha terminado podemos volver a casa. ¿Cómo dices tú, Savioli? «Normalización»…
– La guerra ha terminado, Learco… -dijo el alcalde, duro, con voz trémula.
– Vaya, ¿ha terminado? No me había dado cuenta… porque yo veo por ahí a las mismas personas que antes y tanto aquí como en Roma las mismas caras de capullos o de curas. ¡Sólo unos zoquetes como vosotros podéis decir ciertas cosas! -y golpeó con el puño cerrado la frente del que tenía al lado, mirando al alcalde, que apartó la cabeza, instintivamente.
– Las cosas cambiarán, Learco -dijo Bedeschi, con una sonrisa indulgente-, cambiarán, ya verás, y más rápido de lo que crees… Pero hace falta un sistema adecuado.
– Yo tengo un sistema -Carnera se golpeó la chaqueta, cerca del cinturón- y hace tiempo que lo aplico.
El alcalde sacó del bolsillo un periódico doblado a lo largo y lo levantó, agitándolo.
– En L’Unità de hoy -dijo- hay un artículo de Togliatti que dice: «Queremos un estado democrático fuerte y ordenado, con un solo ejército, una sola policía…».
Carnera se levantó sobre los brazos, arrancó el periódico de manos del alcalde y lo arrojó a la mesa con violencia. De Luca lo atrapó al vuelo, deteniéndolo antes de que volcara su vaso.
– ¡Que venga aquí Togliatti! -rugió Carnera-, ¡yo también tengo un discursito que hacerle a Palmiro! Si de verdad quiere mi pistola, aquí la tiene, ¡que venga a buscarla!
Se metió una mano en la chaqueta y sacó una pistola, dejándola con estrépito sobre la mesa.
– ¡Contigo no se puede hablar! -masculló el alcalde, tieso contra el respaldo de la silla.
De Luca tragó saliva, incómodo. El ambiente se estaba caldeando, a pesar de que Bedeschi agitara las manos, sonriente; y él tenía miedo. Hubiera querido levantarse y marcharse, pero no era posible, así que abrió el periódico y pasó la mirada por los negros titulares, fingiendo interesarse por las noticias: «El cierre del congreso de los Comités de Liberación Nacional: La Italia del Norte por la Constituyente Republicana» y, más abajo, «Hoy a las 3.30 en la bahía de Tokio la firma de la rendición nipona», y luego «“Siete de noviembre”: relato de Vasco Pratolini, Empiezan a volver los prisioneros italianos de Rusia, Fiesta del pueblo…». Pasó la página y se detuvo en «Crimen por celos: aplasta el cráneo de su marido con una barra de hierro» y estaba a punto de leerlo de verdad, con interés, cuando una columnilla aislada, abajo a la izquierda, captó su atención. Leyó el titular con los ojos antes de que la mente lograra asimilar el sentido de las palabras: «Arrestado verdugo fascista» decían las letras más grandes, y debajo, en cursiva: «El capitán Rassetto, reconocido en Pavía. ¿Cuántos criminales de la escuadra política se esconden todavía?».
De Luca cerró el periódico de golpe, tan rápidamente que arrancó la página. Carnera dejó de hablar, levantando los ojos hacia él, y Bedeschi le puso una mano en el brazo:
– ¿Qué le ocurre, ingeniero? ¿Se encuentra mal? Se ha puesto pálido…
– No es nada -dijo De Luca-, es la tensión, el calor…
– ¡Entonces tome un vaso de vino!
Le sirvieron un vaso de tinto y, aunque sacudía la cabeza, tuvo que beberlo, mientras Carlino le empujaba el codo para que lo apurara. Carnera sonreía, mirándolo fijamente. Se estiró a lo largo de la mesa y le sirvió otro, y cuando De Luca quiso apartar el vaso, él sirvió también a los demás y alzó su vaso:
– Por el pueblo -dijo. De Luca repitió «por el pueblo» junto con los demás y bebió. Acababa de dejar el vaso en la mesa, cuando ya volvía a estar lleno.
– Por el progreso -dijo el alcalde, y De Luca repitió «por el progreso». El vaso se llenó en un abrir y cerrar de ojos.
– Por Carlino, que ha vuelto de Rusia -dijo Bedeschi.
– Por Carlino, eso.
– Ahora le toca a usted, ingeniero -dijo Carnera, alargándole la botella-. Haga un brindis, oigamos.
De Luca cogió la botella, pero la mano le resbaló sobre el vidrio y logró que no cayera agarrándola por el cuello. Estaba mareado. El murmullo de la sala se había hecho más fuerte, casi insoportable, y el humo parecía una niebla compacta que lo empañaba todo. Carnera lo miraba fijamente, lejano, con los ojos huraños clavados en los suyos.
– Por la salud -logró decir De Luca, pero no dio tiempo a que lo cogieran y cayó hacia atrás, derribando la silla.
Lo despertó un dolor seco, como un bastonazo en la cabeza, que le resonó entre las orejas y le hizo abrir los ojos, con la clara sensación de estar todo ensangrentado. Sin embargo, estaba sentado en la cama, ileso, y la Alemanita trataba de aguantarlo derecho.
– Si sigue cayéndose así, ingeniero, acabará por abrirse la cabeza. ¿Por qué bebe, si no lo aguanta?
– ¡Ay, Dios…! -murmuró De Luca. Cerró los ojos, bajando la barbilla sobre el pecho, pero ella le levantó la cabeza, bruscamente.
– Aguante derecho, ingeniero, si no, ¿cómo voy a quitarle la camisa? ¿Es que quiere acostarse vestido?
De Luca levantó el mentón, dócil como un niño, y soportó las cosquillas de aquellos dedos que se movían rápidos en torno al cuello. La Alemanita acabó de desabrocharle la camisa, la sacó de los pantalones tirando fuertemente y luego trató de levantarle los brazos para quitarle también las mangas, pero él perdió el equilibrio y cayó hacia atrás, de través sobre la cama.
– Muy bien -dijo ella bruscamente-, ¡pues ahí se queda, adiós muy buenas!
De Luca oyó el ruido de los zuecos alejarse e hizo un esfuerzo por levantarse. No quería quedarse solo, con la cabeza doblada hacia atrás, en aquel cuarto que daba vueltas.
– Francesca -murmuró-, Francesca…
La puerta, recién cerrada, volvió a abrirse. Francesca subió a la cama de rodillas, con un suspiro. Se puso a tirar hasta que pudo sacarle una manga, luego levantó los ojos y se vio reflejada en el espejo del armario, junto a la cama.
– ¡Uy, mira! -dijo sorprendida, con una sorpresa infantil que la hizo sonreír con una sonrisa de verdad. De Luca también levantó la cabeza y se vio en el espejo, un rostro pálido, hirsuto y maltrecho, con los ojos tan abiertos como los de un búho. La Alemanita arqueó la espalda, alisándose la blusa sobre las caderas y levantó la barbilla, mientras se observaba, volviendo la cabeza a un lado y otro.
– Estás guapa -dijo De Luca, sin malicia, y ella se encogió de hombros, tocándose el cabello corto.
– Estás guapa igualmente -dijo él-, aun así.
Ella lo miró indiferente y él se sintió avergonzado, medio borracho y medio vestido, ridículo. Intentó quitarse el resto de la camisa, pero todo su peso se apoyaba en el codo que no debía. La Alemanita sonrió, luego se inclinó sobre él, pasándole un brazo por la espalda para levantarlo y sacarle la otra manga. Por el cuello abierto de la blusa, De Luca notó su olor cálido, fuerte, un poco ácido, y se estremeció, con un suspiro. Ella se dio cuenta.
– No me parece que estés en forma para ciertas cosas -dijo, maliciosa-; además, como lo sepa el Carnera, te mata.
– ¡Basta ya con el Carnera ese!
De Luca se incorporó de un tirón que lo dejó sin aliento. Se dio un impulso sobre la cama hacia la almohada, hasta apoyar los hombros en la cabecera de madera. Ella quedó lejos, mirándolo, con las manos apoyadas y las rodillas dobladas, balanceando las piernas.
– No quería que me quedara aquí contigo -dijo-. Te subió hasta aquí cuando te caíste y luego cerró la puerta. Pero yo he venido igualmente.
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