Leonardi acababa de abrir la boca, pero la cerró enseguida, con un suspiro contenido.
– Aparte de que -prosiguió De Luca- no sabemos qué coño tiene que ver el tal Baroncini, porque no tenía que estar allí esa noche, pero estaba… ¿es que no podemos hablar con ese hombre? ¿Dónde está?
Leonardi abrió los brazos:
– Ya no está. Baroncini se marchó ayer, se fue a Bolonia, pero no sé adónde.
– Vale… Pues aparte de todo esto, entonces, la primera pregunta es por qué, por qué recibió Delmo ese broche. ¿Había algo que podía hacer para recibirlo como pago? Me imagino que no, tal como era.
Leonardi sacudió la cabeza, aún sin hablar. Parecía casi que contuviese el aliento.
– Entonces la cosa cambia, porque se puede cobrar por hacer algo, pero también por no hacer algo. Por ejemplo, contar lo que se sabe. Nosotros, los ingenieros, lo llamamos chantaje.
Leonardi abrió la boca, pero sólo profirió un gemido ronco. Se levantó mientras se aclaraba la voz y dio una vuelta alrededor del escritorio, sacudiendo la cabeza.
– ¿Qué pasa, acaso no cuadra? -preguntó De Luca.
– ¡Claro que cuadra! ¡Pero en Bolonia o en Milán, no aquí! Es decir, ¿qué podía tener que callar ese bruto de Delmo?
– Pues, por ejemplo, que cuando iba a cazar por la noche vio… -De Luca se detuvo, arrugando la frente, y Leonardi asintió, decidido:
– ¡Eso es! Que vio que liquidaban al conde… Ingeniero, eso, aunque no lo diga nadie, lo sabíamos todos. Hasta lo sabía yo, que soy policía… Y no voy a arrestar a Carnera ni a Pietrino ni a Baroncini porque se cargaran a un espía de mierda, ni mucho menos.
– Bueno, pero si hubiera llamado a los carabineros…
– La última vez que dos carabineros vinieron por aquí fue por un baile, el 1 de mayo. Los desarmamos y los mandamos a casa. ¿Ve mi pistola? Pues es un regalo de la benemérita. No, ingeniero, aquí los únicos que se han labrado un respeto son los aliados, pero ésos están en Bolonia, y gracias a Dios no se meten en los asuntos de los demás. ¡Anda que no lloverá hasta que los carabineros puedan asustar a gente como Pietrino o Baroncini!
– O Carnera.
Leonardi se encogió de hombros:
– Ya veremos -dijo.
– Pues ya veremos. Entonces, mire, otro buen motivo para un chantaje… Guerra sabía que alguien se había quedado con las cosas del conde y quería una parte. Le dieron un broche para hacerlo callar y luego lo mataron.
– Sí, puede ser…
– Hombre, por fin…
– ¡Pero Carnera no! ¡Estoy dispuesto a jurarlo!
– Ah, Dios mío… pero ¿es que ese hombre es un santo?
Leonardi descargó el puño sobre el escritorio, seco, con los nudillos.
– Un santo no, ingeniero, un héroe. Carnera jamás se quedaría una lira del Comité de Liberación Nacional, ni permitiría que lo hicieran otros… -Se calló y guardó silencio un instante, luego se volvió y se acercó con dos pasos tan rápidos que De Luca al abrir los ojos tuvo que alzar la cabeza de golpe. El cuello, entumecido, le hizo de nuevo croc.
– ¡Ése sí que sería un buen motivo! -Leonardi lo cogió por una manga del gabán, sacudiéndolo-. Si Carnera hubiera sabido que Baroncini o Pietrino o cualquier otro había mangado algo mientras él estaba arriba con el conde, lo habría matado en el acto… ¡lo ha hecho otras veces! ¡Eso es lo que no tenía que decir Guerra!
– Sí, sí, es posible…, así algunos detalles cuadrarían mejor, como la motocicleta de Pietrino, que estaba en casa de los Guerra esa noche. Hay como para detenerlo…
– ¿Para detenerlo? -Leonardi dejó de frotarse las manos, impaciente, y miró a De Luca, preocupado-. ¿Tanto como detenerlo?
De Luca se levantó de la silla, alisándose el impermeable.
– Brigadier, no se puede hacer una investigación así, sobre el papel, sin siquiera un interrogatorio o un registro. Y no olvidemos que queda todavía ese anillo por ahí, y si se encontrara justamente en casa de Pietrino…
Quería añadir «resolvería todos nuestros problemas», pero no lo hizo. Sin embargo, Leonardi lo entendió solo, porque asintió decidido:
– Vamos a detener a Pietrino -dijo, dirigiéndose a la puerta-. Aunque, mecachis, no será fácil…
Pietrino Zauli no estaba en casa. Pararon el jeep en medio de la era y Leonardi fue a llamar, seguido por un agente con una metralleta en bandolera, pero una mujer que apenas asomó el rostro por la puerta dijo algo en dialecto. De Luca sólo entendió que Pietrino no estaba y un instante después Leonardi volvió al jeep corriendo y saltó al volante. Arrancó con una sacudida, mientras el agente delgado de aire somnoliento estaba todavía medio fuera, y condujo rápido, sin decir una palabra, De Luca aferrado al salpicadero para no salir disparado al exterior por los baches del camino. Cuando se detuvieron, bruscamente, delante de un caserón alargado, con un cobertizo bajo, vieron a un chico llegar corriendo de los campos y meterse por una puerta lateral. Leonardi dio un puñetazo en el volante:
– ¡Me cago en la puta! -gruñó-, ¡ya lo han advertido! Hacíamos eso con los alemanes, un chico y andando… Esperemos que todavía esté.
Bajaron del jeep y De Luca hizo una mueca, notando de pronto un olor intenso y penetrante que le sacudió el estómago y lo hizo palidecer. De repente, del caserón surgió un grito agudo, seguido por otro y otro, cada vez más agudos y fuertes. De Luca se quedó tan petrificado que Leonardi se dio cuenta y le puso una mano en el brazo:
– Son cerdos, ingeniero -gritó para cubrir los chillidos-, esto es una pocilga y están matando a un cerdo. ¿En su tierra no se hace?
De Luca tragó saliva, cabeceando. Siguió a Leonardi hasta la puerta y esperó a su lado, mientras el agente entraba a buscar a Pietrino. El ruido era tan fuerte que les llenaba los oídos y les perforaba el cerebro con aquellos chillidos agudísimos, y cuando cesaron, en seco, con un silencio tan pesado como el olor que lo rodeaba, casi sintió dolor, tanto que de pronto le salió sangre por la nariz. De Luca se llevó el dorso de la mano a la boca, mientras una oleada de calor húmedo le bajaba por los labios, y se tambaleó. Se sentó en una piedra, con la espalda apoyada en la estaca de un cercado, respirando lentamente por la boca.
– ¿Qué pasa?
Pietrino Zauli era un hombre menudo, con una boina negra calada en la frente y un pañuelo rojo anudado en torno al cuello delgado y rugoso. Tenía un ojo medio cerrado por una cicatriz blanca que le partía la ceja y bajaba hasta la mitad de la mejilla, y en la mano, todavía sucia de sangre, llevaba un hocino con la punta curvada. Leonardi tragó saliva y se pasó la lengua por los labios.
– Tengo que preguntarte una cosa, Pietrino -dijo-, una cosa importante.
– Ahora tengo faena. Vuelve más tarde.
– ¿Fuiste a casa de Guerra el día que murió?
– ¿Por qué?
– Tu moto estuvo en el patio de Delmo ese día… ¿qué fuiste a hacer?
– ¿Por qué?
Leonardi apretó los puños y cerró los ojos durante un segundo, un segundo sólo.
– Pietrino -masculló-, si no me contestas aquí me vas a contestar en el cuartelillo, porque te arrestaré.
– ¿Ah, sí? ¿Es que te has convertido en carabinero? -Pietrino Zauli dio un paso adelante y Leonardi dio uno atrás. Pietrino señaló a De Luca con el hocino, apuntado como una espada-. ¿Y éste quién es? ¿Otro carabinero?
De Luca hizo una mueca, percibiendo en los labios el sabor dulzón de la sangre, y levantó la cabeza, sorbiendo por la nariz. Tras una de las ventanas de la casa, medio sentado en el alféizar, había un hombre con un fusil en las rodillas. Leonardi también lo advirtió, y de nuevo cerró los ojos, durante un segundo más largo.
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