El tiempo seguía siendo agradable, con temperaturas por encima de cero; ideal para un secuestro. Ni lluvia, ni viento.
Carmine había procurado prever cualquier posible contingencia. Además de estar Abe, Corey y él escondidos en un punto desde el que disfrutaban de una vista despejada de la trampilla del túnel, había coches sin distintivo policial en cada esquina de Deer Lane y Ponsonby Lane, uno más frente a la recepción del Mayor Menor, uno en el punto en que se había escondido Carmine el mes anterior y varios más en la carretera 133. Estos vehículos eran para disimular; Ponsonby esperaría que estuvieran allí, porque debió de ver los apostados en Deer Lane treinta días antes. Los encubiertos de verdad se hallaban ocultos en los caminos de acceso a las cuatro casas de Deer Lane. No se veían otros coches aparcados; Carmine conjeturaba que el coche utilizado por Ponsonby estaría definitivamente en la carretera 133, y a una distancia considerable. Aunque no era ninguno de los dos que guardaba en su garaje, la furgoneta y el Mustang rojo descapotable; no se habían movido de allí durante el mes anterior, y allí seguían ahora. ¿Tal vez su cómplice proveyera el medio de transporte? En ese caso, Ponsonby acudía a la cita a pie.
– Al menos vosotros lleváis tapones para la nariz -consolaba Carmine a sus compañeros mientras ascendían los tres por la ladera, confiados en que Ponsonby aún estaría volviendo en coche del Hug-. Puede que yo no lleve eau de mofeta, pero tengo que oleros a vosotros dos. ¡Tíos, vaya peste que echáis!
– Respirar por la boca no ayuda mucho -refunfuñó Corey-. ¡Noto el sabor de esta puta mierda! Y por fin sé por qué vuelve locos a los perros.
Recurriendo al talento del avistador de pájaros del departamento, Pete Evans, habían construido un buen escondite a seis metros de la trampilla, sin un solo tronco de árbol por medio. Estaban los tres tumbados, pero podían girar sobre el costado por turnos para evitar que se les durmieran los músculos; era suficiente con que vigilara un hombre si los otros dos estaban al quite.
Resultó no haber dispositivos de alarma, ni siquiera un alambre; considerando su propio tropezón, Carmine creía poco probable que los hubiera. Ponsonby estaba convencido de que el túnel era su secreto. Su confianza al respecto era interesante, como si radicara en una parte de su psique ajena al doctor Charles Ponsonby, investigador y bon vivant. De hecho, Ponsonby era un cúmulo de contradicciones: le daba miedo agarrar una rata, pero no que le pillara la policía.
Mientras esperaba a que transcurrieran tediosamente las horas, caviló sobre el túnel. ¿Quién lo había excavado? ¿Qué antigüedad tenía? Aunque atajara la distancia adicional que implicaba ascender y descender la cresta, tenía que tener al menos doscientos setenta metros de longitud, posiblemente más. Aunque su sección fuera tan pequeña que permitiera a un hombre poco más que reptar sobre su estómago, ¿qué se había hecho de la tierra y las pequeñas rocas extraídas de él? Connecticut era un territorio surcado de secos muros de piedra, porque sus granjeros habían sacado las piedras de sus campos al labrarlos. ¿Cuántas toneladas de tierra y pequeñas rocas? ¿Cien? ¿Doscientas? ¿Cómo estaba ventilado, ya que forzosamente debía estarlo? ¿Había salido la madera para apuntalarlo de esos dos viejos graneros del norte del Estado de Nueva York?
A las dos de aquella nubosa noche les llegó un ruido leve, un gruñido que fue ganando en intensidad y dio paso al suave quejido de unos goznes bien lubricados entorpecidos por partículas de suciedad.
La cubierta de hojas muertas, más secas ahora que cuando Carmine había tropezado, cayó en cascada del lado más alejado al abrirse la portezuela hacia los tres hombres tumbados en su escondite. La forma que emergió de la negra cavidad era igualmente negra; se equilibró, puesto en cuclillas, y soltó un bufido de disgusto al traerle el aire un fuerte olor a mofeta.
La cabeza de la perra asomó de improviso para desaparecer acto seguido. Biddy se negaba a hacer guardia aquella noche. Podían oír a Ponsonby animándola a salir, pero no apareció por ningún lado.
Mofeta.
Lo convenido era que Carmine seguiría a Ponsonby mientras Corey y Abe permanecían junto a la entrada del túnel; esperó, conteniendo la respiración, a que la silueta se enderezara hasta alcanzar la altura de un hombre, tan negra que se hacía difícil distinguirla en medio de la oscuridad preñada de sombras de aquella noche sin luna ni estrellas. «¿Qué lleva puesto?», se preguntó Carmine. Hasta la cara era invisible. Y cuando la silueta comenzó a moverse, lo hizo sigilosamente, sin apenas el murmullo de pisadas sobre el suelo del bosque. Carmine también iba de negro, se había tiznado de negro la cara y puesto zapatillas, pero no se atrevió a acercarse demasiado a la silueta… un mínimo de seis metros, y rezando porque lo que cubría la cabeza de Ponsonby le hiciera más difícil oír nada.
Ponsonby echó a andar con presteza pendiente abajo, hacia el extremo circular de Deer Lane. Justo antes de llegar al aparcamiento, Ponsonby giró en dirección a la carretera 133, oculto aún por el bosque, que de ese lado se extendía hasta la misma 133. Ahora que el terreno estaba más nivelado, a Carmine le resultaba más difícil, de hecho, ver a su presa. Estuvo tentado de desviarse la escasa distancia que le separaba de la carretera, pero la parsimonia del Consejo de Holloman se lo impedía. Gravilla.
Chorreaba sudor, que le cegaba; se lo apartó de los ojos rápidamente, pero cuando miró a donde había estado la silueta, ésta se había esfumado. No porque Ponsonby hubiera notado que le seguían, de eso Carmine estaba seguro. Un capricho del destino. Había dejado abierta la puerta de su túnel; en el momento en que pensara que le seguían, habría dado media vuelta y regresado allí, y, decididamente, no se había marchado en esa dirección. Seguía encaminándose a la carretera 133, perdido en la oscuridad.
Carmine hizo lo más sensato, bajó a la gravilla y corrió todo lo deprisa que pudo hacia el vulgar Chrysler aparcado en el rincón arbolado de Deer Lane.
– Ha salido, pero le he perdido -les dijo a Marciano y Patrick tras subir al coche y cerrar suavemente la puerta de atrás-. Fantasma es la palabra justa para él. Va de negro de pies a cabeza, no hace ruido, y debe de tener mejor vista que un ave nocturna. También debe de conocerse cada centímetro de este bosque. Ahora mismo no hay nada que hacer, a no ser esperar a que regrese con alguna pobre chica aterrorizada. ¡Dios, no quería que la cosa llegara a este punto!
– ¿Damos la alarma por radio? -preguntó Marciano.
– No, puesto que no tenemos ni idea de qué clase de vehículo usa. Podría llevar en el salpicadero algún trasto lo bastante bueno para sintonizar todas nuestras frecuencias. Esperad aquí hasta que os avise por el intercomunicador de que está de vuelta en el túnel, me dais diez minutos y luego vosotros y los demás cercáis la casa. Será lo mejor.
Carmine salió del coche y se adentró entre los árboles, para dirigirse trabajosamente hacia el aparcamiento y de allí al escondite.
– Le he perdido, así que ahora nos toca esperar -dijo.
– No puede ir muy lejos -añadió Corey en voz baja-. Es demasiado tarde para que consiga llegar más allá del condado de Holloman.
Cuando Ponsonby volvió, sobre las cinco de la madrugada, era un poco más fácil distinguirle, pese a que el cuerpo que cargaba sobre los hombros estaba envuelto en negro; hacía su silueta más voluminosa, más sonoras sus pisadas. No llegó subiendo por Deer Lane, sino que se acercó a la portezuela aún abierta desde un lateral, dejó caer su carga en el suelo frente al hueco y se escurrió en su interior antes de arrastrar el fardo tras de sí. La portezuela se cerró, accionada aparentemente por una palanca, y la noche volvió a quedar sumida en los habituales ruidos del bosque.
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