Una vez en lo alto de la cresta, era sorprendentemente fácil ver la casa de los Ponsonby. Las laderas que la rodeaban se habían despejado drásticamente de árboles, como formulando un manifiesto arbóreo: un grupo de abedules norteamericanos trifurcados; un hermoso olmo viejo de saludable aspecto; diez arces agrupados de modo que en otoño sus hojas caídas formaran alfombras espectaculares; y ejemplares jóvenes de cornejo que en primavera transformarían el terreno en un paisaje de ensueño, rosa y blanco. El raleado del bosque debía de haberse efectuado muchos años antes, ya que los tocones de los árboles cortados habían desaparecido de la vista.
Levantando sus prismáticos, observó la casa como si estuviera a quince metros de ella. Allí estaba Chuck subido a una escalera con un formón y un soplete, desprendiendo la pintura vieja como es debido. Claire estaba desmadejada en una silla de exterior de madera, cerca del porche del lavadero, con Biddy a sus pies; la escasa brisa que soplaba le acariciaba la cara a Carmine, de forma que la perra no olfateó su presencia. Entonces, Chuck llamó a Claire. Ella se puso en pie y dio la vuelta hasta el lateral de la casa con tal seguridad que Carmine sintió asombro. Y, sin embargo, sabía que Claire era ciega.
¿Cómo lo sabía con tanta certeza? Porque Carmine no dejaba una piedra sin levantar, y la ceguera de Claire era una piedra en su camino. A veces recurría a los servicios de una celadora de la cárcel de mujeres, Carrie Tallboys, que luchaba por sacar adelante a un hijo prometedor, y por ello estaba disponible para hacer trabajitos fuera de su horario laboral. Carrie tenía un curioso talento para interpretar un papel tan convincentemente que la gente acababa contándole muchas cosas que no debían. Así que Carmine mandó a Carrie a visitar al oftalmólogo de Claire, el eminente Carter Holt. Su excusa fue que estaba pensando en hacer una donación a favor de la investigación de la retinitis pigmentosa, porque su querida amiga Claire Ponsonby la había sufrido antes de quedar completamente ciega. Ah, sí, él recordaba muy bien el día en que Claire se presentó con desprendimiento bilateral de retina… ¡era tan raro que ocurriera en ambos ojos a un tiempo! Su primer caso importante, y había de ser uno cuya curación no estuviera a su alcance. Pero sin duda, objetó Carrie, podría curarse hoy en día. No, en absoluto, dijo el doctor Holt. Claire Ponsonby estaba irremediablemente ciega de por vida. Él había mirado el fondo de sus ojos y comprobado el daño personalmente. ¡Muy triste!
Carmine observó a la ciega Claire hablar animadamente con Chuck, que bajó de su escalera, tomó a su hermana del brazo y la condujo al interior por el porche del lavadero. La perra les siguió; después sonaron los débiles acordes de una sintonía de Brahms. Ya estaba: los Ponsonby habían tenido ya su ración de aire fresco. Aunque… ¡un momento, un momento! Chuck reapareció, recogió sus herramientas y se las llevó al garaje, junto con la escalera, antes de volver a entrar en la casa. Era de esas personas a las que le gusta tener todo en su sitio, pero ¿en grado de obsesión?
Carmine dejó caer los prismáticos y se dio la vuelta para emprender el camino de regreso a Deer Lane. Resultaba más difícil caminar cuesta abajo a través de masas de hojas embarradas y en descomposición; ni siquiera habían empezado los ciervos a abrir caminos, aunque habría muchos para el verano. Absorto en sus pensamientos sobre Charles Ponsonby y sus contradicciones, Carmine apretó el paso, ardiendo en deseos de llegar a su despacho y darle vueltas a placer al rompecabezas. Y también por echarle el diente a algo en el Malvolio's.
Súbitamente, sus pies patinaron y se vio proyectado hacia delante, estirando los brazos para amortiguar el impacto de la caída. Las hojas muertas salieron volando apelmazadas en grupos mojados al aterrizar sobre sus palmas con un ruido sordo y hueco. Avanzó resbalando, buscando algo a que agarrarse, hasta que el impulso de su inercia fue agotándose y pudo detenerse. Dos surcos pronunciados en el humus señalaban el avance de sus manos. Maldiciendo en voz baja, giró sobre sí mismo y se puso en pie, sintiendo la punzada de la abrasión de su piel, pero aliviado al comprobar que no había sufrido más daño que ése.
«¡Estúpido, Carmine, estúpido! Tan ocupado estás pensando que no puedes mirar dónde pisas, ceporro.» Pero ¿por qué un ruido hueco? Con curiosidad, porque era un hombre curioso, se agachó y escarbó en uno de los surcos que había formado con las palmas de sus manos; a quince centímetros de profundidad, destapó una tabla de madera. Excavando ya frenéticamente, apartó las hojas hasta que pudo ver lo que había allí: la superficie de lo que podía ser la vieja trampilla de un sótano.
«¡Oh, Dios, Dios, Dios!» Galvanizado de pronto, se puso a rastrillar las hojas con las manos, devolviéndolas a donde estaban, apretándolas, amazacotándolas, con la frente perlada de sudor, respirando sonoramente. Cuando quedó más o menos convencido de que había disimulado las señales de su caída, retrocedió nerviosamente sobre su trasero antes de ponerse de nuevo en pie a evaluar su trabajo. No, no acababa de estar bien. Si alguien examinara la zona con atención, lo notaría. Se quitó la chaqueta y la utilizó para recoger más hojas a treinta metros de distancia, volvió con ellas al sitio y las distribuyó, luego puso la chaqueta en el suelo y la usó a modo de amplia escoba para borrar cualquier rastro de su incursión. Finalmente, tragando saliva y boqueando, dio por hecho que nadie podría sospechar lo ocurrido. «¡Ahora sal de aquí echando leches, Carmine!» Lo hizo a cuatro patas, esparciendo hojas tras de sí; casi había llegado al aparcamiento cuando por fin se puso en pie. Con un poco de suerte, los ciervos acabarían de borrar sus huellas en su búsqueda constante de alimento invernal.
De vuelta en el Ford, rezó porque el extraordinario oído de Claire no alcanzara a detectar el quejoso ruido de un motor en Deer Lane. Puso el pie suavemente en el acelerador y fue ronroneando, en primera, hasta la curva. Una parte de él se moría por transmitir las nuevas a Silvestri, Marciano y Patrick, pero decidió no llamarles desde el nido de amor del mayor Menor, rematando un domingo fructífero. No se moriría por esperar un poco. Mejor girar al noreste y marcharse por donde había venido.
«¡No es un paseo tan largo a dieciocho bajo cero después de todo, Chuckie, cariño! Y no necesitas una linterna para ir por la vertiente de la cresta que da a la casa, porque tienes un túnel que no sale a la superficie hasta bien entrada la pendiente de la reserva. Alguien -¿fuiste tú, o fue hace mucho más tiempo?- excavó muy por debajo de la cresta, acortando la distancia. En Connecticut, a cientos de kilómetros de la línea Mason-Dixon, está claro que no fue excavado para que pudieran fugarse los esclavos. Yo apuesto a que lo excavaste tú mismo, Chuckie, cariño. La noche en que te llevaste a Faith Khouri, no tuviste más que salir; para cuando volviste con ella, nosotros nos habíamos ido del barrio. Ése fue uno de nuestros errores. Debimos haber mantenido la vigilancia. Aunque, para hacernos justicia, tampoco te habríamos pescado de vueltas estábamos vigilando Ponsonby Lane y tu casa, no sabíamos nada del túnel. Así que esa vez te acompañó la suerte, Chuckie, cariño. Pero esta vez la suerte está de nuestro lado. Sabemos lo del túnel.»
Como se moría de hambre y quería tener un poco más de tiempo para pensar, Carmine comió en el Malvolio's antes de convocar a sus huestes.
– Ahora entiendo plenamente el significado de cierta frase hecha -dijo cuando Patrick, el último en llegar, entró por la puerta del despacho de Silvestri.
– ¿Y qué frase hecha es ésa? -preguntó Patrick, tomando asiento.
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