Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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Cuando salió a ver a los archiveros, habían cerrado el remolque y se habían ido a casa… con media hora de adelanto. «Hora, John Silvestri, de enfocar el rayo cegador de tus inspectores de trabajo en los archivos policiales de la calle Caterby.» Los tres expedientes que Carmine llevaba en la mano izquierda partieron con él: aquellas cucarachas no los echarían en falta hasta que a él le viniera en gana devolverlos. Un par de burócratas sinvergüenzas confiados en que, mientras los archivos no ardieran, nadie se interesaría por ellos lo bastante como para tener que preocuparse. Error, error, error.

De vuelta a las oficinas de la Administración del condado, se detuvo en la hemeroteca del Holloman Post, donde descubrió que la extraña y horrible muerte de Leonard Ponsonby había sido noticia de primera plana. La violencia gratuita, fuera del ámbito del crimen doméstico, era prácticamente inaudita en 1930; era la clase de cosa que hacía a los periódicos lanzar alarmas sobre lunáticos fugados. Hubo matanzas entre gánsteres en abundancia durante los largos años de la Prohibición, pero no entraban en la categoría de violencia gratuita. El caso es que, incluso después de que se demostrara que ningún lunático se había escapado de un psiquiátrico, el Holloman Post se mantuvo en sus trece e insistió en que el asesino era un lunático fugado de algún sitio fuera del Estado.

Entre unas cosas y otras, Carmine llegó tarde a su cita con Desdemona en el Malvolio's.

– Lo siento -dijo al sentarse frente a ella en un compartimento-. Ahora puedes hacerte una idea de lo que puede ser tu vida con un novio policía. Montones de citas fallidas, cenas que se quedan frías a espuertas. Me alegro de que no cocines. Comer fuera es la mejor alternativa, y en ningún sitio mejor que en el Malvolio's, un comedor para polis. No tienes más que llamar a la ventana y te meten en una bolsa lo que sea, desde una comida completa a una porción de tarta de manzana.

– Me gusta bastante tener un novio policía -dijo ella, sonriendo-. Ya he pedido, pero le he dicho a Luigi que esperara un rato. Te pasas de generoso, no dejándome pagar nunca ni siquiera mi parte de la cuenta.

– En mi familia, a un hombre que deja que pague una mujer le linchan.

– Da la impresión de que has tenido un buen día, para variar.

– Sí, he averiguado un montón de cosas. El problema es que creo que todo son pistas falsas. Aun así, se agradece averiguar algo. -Extendió el brazo por encima de la mesa para cogerle la mano-. También se agradece averiguar cosas de ti.

Ella le apretó los dedos.

– Lo mismo digo, Carmine.

– A pesar de este caso espantoso, Desdemona, mi vida ha mejorado estos últimos días. Tú formas parte de ella, preciosa dama.

Nadie la había llamado «preciosa dama» hasta entonces; sintió que la invadía una oleada de confusa satisfacción, se puso de un colorado brillante, no supo dónde mirar.

Seis años antes, en Lincoln, se había creído enamorada de un hombre maravilloso, un médico; hasta que, al pasar junto a su puerta, oyó su voz a través de ella: «¿Quién, Desdemona la desesperada? Querido amigo, las feas te quedan siempre tan agradecidas que merece la pena cortejarlas. Son buenas madres, y no hay que preocuparse por el fontanero, ¿no? Después de todo, uno no mira la repisa de la chimenea cuando está atizando el fuego, así que pienso casarme con Desdemona. El trato incluye que nuestros hijos serán listos. Además de altos.»

Había empezado a hacer planes para emigrar al día siguiente, jurándose a sí misma que nunca volvería a exponerse a esa clase de pragmática crueldad.

Ahora, gracias a un monstruo sin rostro, allí estaba ella viviendo con Carmine en su apartamento, y tal vez dando por hecho que él la amaba igual que le amaba ella. Las palabras salían gratis… ¿no lo había demostrado aquel médico de Lincoln? ¿Cuánto de lo que él le había dicho estaba motivado por su trabajo, por su afán protector, por el susto que se había llevado con lo que estuvo a punto de pasarle? «¡Oh, Carmine, por favor, no me falles!»

25

Domingo, 27 de febrero de 1966

Faltaba una semana para que se cumplieran treinta días del rapto de Faith Khouri, y nadie, ni siquiera Carmine, tenía razones para creer que podía evitarse otro asesinato. ¿Cuándo se había prolongado tanto un caso ante las narices de tal cantidad de efectivos, con tantas precauciones, tantas advertencias, tal cantidad de publicidad en todo el Estado?

Habían convenido que seguirían el mismo procedimiento general: se sometería a vigilancia permanente a todos los sospechosos del Estado desde el lunes 28 de febrero hasta el viernes 4 de marzo. Eso incluía a los treinta y dos sospechosos de Holloman. Su dispositivo se había hecho más impermeable, menos imperfecto; en el caso del profesor Bob Smith, por ejemplo, la deplorable seguridad de Marsh Manor sería contrarrestada por cuatro equipos de vigilantes de la policía de Bridgeport. A menos que tuviera una víctima del mismo Bridgeport en el punto de mira, el Profe tendría que atravesar a nado el río Housatonic, si se dirigía al este, o eludir seis controles de carretera si lo hacía al oeste. Eso representaba la mayor diferencia entre el plan del mes pasado y el nuevo: coches patrulla y efectivos uniformados además de agentes de paisano y coches sin distintivos, y controles de carretera por todas partes. Se habían puesto de acuerdo en una reunión de nivel estatal en que si se detenía a los Fantasmas en un control de carretera, no pasaba nada. Pillar a cualquier sospechoso conocido en un control de carretera conllevaría una gran señal roja en su expediente y redoblar su vigilancia. Si ello se traducía en que los Fantasmas perdían comba entre febrero y marzo, el paso de marzo a abril vería nuevos métodos policiales y posibles sospechosos.

Carmine había decidido no asignarse personalmente ningún puesto de vigilancia; no era probable que a principios de marzo la temperatura llegara a dieciocho grados bajo cero, así que estaría mejor en algún sitio con amplia cobertura de radio, en contacto con todos los demás, y con un mapa gigante de Connecticut clavado en una pared a su lado. Dos golpes consecutivos de los Fantasmas en el extremo este sugerían que esta vez se dirigirían al norte, al oeste o al sudoeste. Las policías estatales de Massachusetts, Nueva York y Rhode Island habían accedido a patrullar sus fronteras con Connecticut como moscas sobre un cadáver. Era la guerra a cara de perro.

A última hora de la tarde, pensando más en una cena con Desdemona que en un caso que se había vuelto tan correoso que le tenía aburrido, Carmine fue a devolver los expedientes de los Ponsonby a la calle Caterby.

– ¿Conservan aún efectos privados no reclamados de hasta 1930? -preguntó a una licenciada del dúo del archivo; a la mitad no cualificada no se la veía por ninguna parte. Como tampoco se veía la furgoneta de la policía. Y, mierda, se le había olvidado decirle a Silvestri lo que pasaba allí.

– Deberíamos tener hasta el sombrero de Paul Revere -dijo ella sarcásticamente; no le había hecho gracia que le birlara sus expedientes, y no parecía preocuparle su propia ausencia del pasado lunes.

– Estas dos víctimas de asesinato -dijo él, agitando el escuálido expediente sin nombre ante sus narices-. Quiero ver sus efectos personales.

Ella bostezó, se examinó las uñas, echó un vistazo al reloj.

– Me temo que se le ha hecho tarde, teniente. Son las cinco, y el lugar está cerrado por hoy. Vuelva mañana.

Mañana pensaba ir con todo el asunto a Silvestri, así que ¿por qué no quitarle a esa zorra el sueño aquella noche, antes de que cayera el hacha sobre su cuello?

– En ese caso -dijo en tono cordial-, le sugiero que a primera hora de la mañana haga que su ayudante dé algún uso legal a su furgoneta y entregue la caja con los efectos personales al teniente Carmine Delmonico en las oficinas de la Administración del condado. Si la caja solicitada no llega a entregarse, mi sobrina Gina acabará sentada ante su escritorio. Está deseando conseguir un trabajo por cuenta del condado en algún rincón olvidado, porque necesita estudiar. Quiere entrar en el FBI, pero el examen de ingreso es jodidísimo para una mujer.

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