La mujer estaba sentada en una silla; la niña -de unos cuatro años- sentada en sus rodillas. Allí, la mujer estaba mucho mejor vestida, llevaba una sarta de perlas alrededor del cuello y perlas también en los lóbulos de las orejas. La pequeña llevaba un vestido similar al del maletín, con el nombre «Emma» bien visible. Y ambas tenían la cara. Incluso en blanco y negro, en su piel se apreciaba un matiz de café con leche; tenían el pelo denso, negro y rizado, los ojos oscuros, los labios carnosos. Carmine, que las miraba a través de un velo de lágrimas, las encontraba exquisitas. Destrozadas en la plenitud de su juventud y su belleza, reducidas a una pulpa sanguinolenta.
Un crimen pasional. ¿Cómo no se había dado cuenta nadie? Ningún asesino se habría empleado tan a fondo, en un torrente de golpes, por otro motivo que el odio. Sobre todo si el cráneo aplastado por la porra era el de una niña pequeña. Era impensable de todo punto que aquellas dos femeninas criaturas no estuvieran relacionadas con Leonard Ponsonby. Ellas estaban allí porque él estaba allí; él estaba allí porque ellas estaban allí.
Así que era Charles Ponsonby, después de todo. Aunque no era lo bastante mayor para haber sido él. Ni Morton, ni Claire. Era obra de la loca de Ida, más de una década antes de volverse loca. Lo que significaba que Leonard y la madre de Emma eran… ¿amantes? ¿Parientes? Tan probable era una cosa como la otra; Ida era ultra-conservadora, para ella ni la menor pincelada de chocolate. ¡Tantas preguntas que hacer! ¿Por qué estaban Emma y su madre en la indigencia en enero de 1930 si Leonard estaba con ellas y llevaba encima dos mil dólares y ostentosas joyas con diamantes? ¿Qué les había ocurrido a Emma y a su madre entre la prosperidad de la fotografía de Windsor Locks de 1928 y su miseria de enero de 1930?
«¡Basta, Carmine, basta! Mil novecientos treinta puede esperar, 1966 no. Chuck Ponsonby es un Fantasma… ¿o es el Fantasma, y lo ha hecho todo él solo? ¿Cuánta ayuda recibe de Claire? ¿Cuánta ayuda es capaz ella de darle? ¿Puede un Ponsonby ser un Fantasma y el otro no? Sí, por la ceguera de Claire. ¡Sé que es ciega! Chuck podría moverse por un sótano secreto e insonorizado y ella ni se enteraría. Está insonorizado, seguro. Hay que sofocar los gritos, y son gritos muy escandalosos.
»Charles Ponsonby… Un soltero hogareño incapaz de llevar a cabo una investigación original aunque le vaya la vida en ello. Siempre a la sombra de alguien: de una madre loca, de un hermano loco, de una hermana ciega, de un mejor amigo con más éxito que él. No le preocupa llevar desparejados los calcetines, ni el pelo despeinado, ni se molesta en comprarse una chaqueta nueva de tweed. El típico científico despistado, demasiado apocado para agarrar una rata sin ponerse unos guantes de protección, anodino en esa forma que sugiere un fracaso radical del ego, a pesar del barniz de esnobismo intelectual.
»Pero ¿coincide este Charles Ponsonby con el retrato de un violador/asesino múltiple, tan brillante que viene burlándose de nosotros desde que supimos de su existencia? Parece imposible de creer. El problema es que nadie tiene el retrato de un asesino múltiple, salvo que el sexo parece tener siempre algo que ver. Por ello, cada vez que nos encontramos con un espécimen tenemos que diseccionarlo meticulosamente. Su edad, su raza, su credo, su aspecto, el tipo de víctimas que elige, la personalidad que exhibe ante el mundo, su infancia, de dónde viene, lo que le gusta y lo que le desagrada… un millón de factores. De Charles Ponsonby podemos decir con certeza que por parte de su madre tiene un historial familiar de locura, aparte de de ceguera.»
Carmine volvió a guardar el contenido de la caja exactamente como lo había encontrado y la llevó al mostrador.
– Larry, pon esto a buen recaudo ahora mismo -dijo, tendiéndosela-. Nadie debe acercarse siquiera.
Luego, antes de que Larry tuviera tiempo de responder, Carmine desapareció por la puerta. Era hora de echar otra ojeada al número 6 de Ponsonby Lane.
Las preguntas se arremolinaban en su cabeza, un enjambre de avispas en busca de un avispero llamado respuestas: ¿cómo, por ejemplo, se las había apañado Charles Ponsonby para ir del Hug al instituto Travis y volver, y convencer a todo el mundo de que había estado de charla en la azotea? Habían pasado treinta minutos preciosos antes de que Desdemona les encontrara allí a él y a los demás, y sin embargo los seis que estaban en la azotea juraban que ninguno se había ausentado el tiempo suficiente para ir al servicio. ¿En qué medida podía uno fiarse de la capacidad de atención prolongada de un investigador despistado? ¿Y cómo salió Ponsonby de su casa la noche en que se llevaron a Faith Khouri, estando estrechamente vigilado? ¿Constituía el contenido de la caja de pruebas de 1930 una evidencia lo bastante concluyente para arrancarle al juez Douglas Thwaites una orden de registro? Las preguntas se apelotonaban.
Bajó por la carretera 133 desde el nordeste, pasando así primero por Deer Lane. A juicio del Consejo, las cuatro casas de su lado más alejado no merecían asfaltado; los quinientos metros de Deer Lane eran de gravilla. Al llegar al final, se abría en una rotonda con espacio suficiente para que aparcaran seis o siete coches. Por todos lados, el bosque bajaba hasta la carretera; crecimiento secundario, por supuesto. Doscientos años antes, aquello lo habrían talado y cultivado, pero a medida que se hizo sentir la llamada de los suelos, más fértiles, de Ohio y de más al oeste, la agricultura dejó de ser para los yanquis de Connecticut tan rentable como la industria de cadenas de montaje de precisión fundada por Eli Whitney. De modo que los bosques habían vuelto a extenderse profusamente: robles, arces, hayas, sicomoros, algunos pinos. Cornejo y laurel de montaña, que florecían en primavera. Manzanos silvestres. Y también habían vuelto los ciervos.
Sus neumáticos hacían crujir sonoramente la gravilla, lo que reforzó su opinión de que los coches que vigilaban Deer Lane en la intersección con la 133 la noche en que desapareció Faith Khouri hubieran oído cualquier vehículo, además de ver el vapor blanco de su tubo de escape. Y los únicos coches apostados en Deer Lane aquella noche no llevaban distintivos policiales. De modo que aunque fuera posible que Chuck Ponsonby subiese por la pendiente trasera de su casa sin una linterna, ¿adónde podía ir después? Tenía que haber dejado su vehículo a una cierta distancia, subiendo por la 133, o, si el vehículo pertenecía a un cómplice, éste tampoco habría podido recogerlo más cerca. ¿Semejante paseo a dieciocho bajo cero? Improbable. Se estaba más caliente en un congelador. ¿Cómo lo había hecho, entonces?
Carmine tenía una norma: si un día bonito te ves obligado a dar un paseo, hazlo cerca de un sospechoso; y si el paseo pasa por un bosque, lleva contigo un par de prismáticos para observar los pajaritos. Con sus prismáticos al cuello, Carmine ascendió entre los árboles por la pendiente en dirección a la cresta que se elevaba sobre el número 6 de Ponsonby Lane. El suelo estaba cubierto por treinta centímetros de hojas húmedas, la nieve se había fundido por todas partes, salvo al abrigo de alguna roca aislada o en grietas donde el calor no llegaba. Varios ciervos se apartaron de su camino mientras avanzaba, pero no asustados; los animales siempre sabían si estaban en una reserva. Era, se dijo Carmine, un hermoso lugar, lleno de paz en esa época del año. En verano, el zumbido quejumbroso de los cortacéspedes y los gritos y risas de los domingueros lo arruinarían. Él sabía, por anteriores rastreos de la policía, que nadie se aventuraba más allá del aparcamiento, ni siquiera para furtivos encuentros sexuales; no había en los veinte acres de la reserva latas de cerveza, ni anillas de lata, botellas, desechos de plástico o condones usados.
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