Los dos archiveros llevaban una vida plácida en un remolque suelto, aparcado junto a la entrada del almacén; la mitad no cualificada de la plantilla pasaba la escoba por el suelo del almacén de tanto en tanto y hacía viajes a un deli cercano para traer café y algo de comer, mientras que la mitad cualificada hacía su tesis doctoral sobre el desarrollo de los usos criminales en Holloman desde 1650. Ninguna de ambas mitades tenía el menor interés en aquel teniente tan raro que hasta venía personalmente a la calle Caterby. La mitad cualificada se limitó a decirle por dónde debía buscar y volvió a su tesis, y la no cualificada se esfumó en una furgoneta de la policía.
Los archivos de 1930 ocupaban diecinueve cajas grandes, mientras que los archivos del forense de 1939 casi alcanzaban ese número: el crimen había aumentado mucho durante los nueve años de la gran Depresión. Carmine desenterró el caso de Morton Ponsonby, de octubre de 1939, y luego buscó en la primera de las cajas de 1930 el de Leonard Ponsonby. El formato de los expedientes no había cambiado apenas. Sólo hojas de papel de tamaño reglamentario, algunas grapadas, sueltas otras, encartadas en carpetas de papel manila. En 1930, no contaban con un sistema para que las hojas no se salieran de la carpeta; ni, posiblemente, con personal de oficina que se ocupara de los expedientes una vez que se cerraban y se sacaban de los cajones de los asuntos en curso.
Pero allí estaba, donde le correspondía: PONSONBY, Leonard Sinclair; hombre de negocios; Ponsonby Lane n° 6, Holloman, Conn. Edad, 35. Casado, tres hijos.
Alguien había colocado una mesa y una silla de oficina bajo un tragaluz de plástico transparente; Carmine llevó allí los dos expedientes de los Ponsonby y otro más, muy delgado y sin nombre, que contenía los detalles de los asesinatos de la estación.
Estudió primero el expediente de Morton Ponsonby. Al haberse producido su muerte tan repentina e inesperadamente, el médico de los Ponsonby había declinado firmar el certificado de defunción. Aquello no sugería por sí mismo que el hombre se oliera algo sucio; simplemente, que quería que se practicara una autopsia para ver si se le había pasado algo por alto durante los años en que era casi imposible acercarse a Morton Ponsonby, y mucho menos tratarlo. Un típico informe patológico que empezaba con la manida frase de la época: «Éste es el cuerpo de un adolescente varón bien alimentado y ostensiblemente sano.» Pero la causa de la muerte no era una hemorragia cerebral, como dijera Eliza Smith. La autopsia no había revelado esta causa, lo que implicaba que el patólogo la atribuyera en su informe a un paro cardíaco, posiblemente a consecuencia de un síncope vagal. El tipo no jugaba en la misma liga que Patsy, pero sí que cubrió todo el espectro de pruebas de detección de venenos sin encontrar ninguno, y subrayó la presencia de psicosis en la historia clínica. No se observaron alteraciones en el cerebro que indicaran la causa de la psicosis. El pene del muchacho, escribió, era incircunciso y muy grande, mientras que los testículos sólo habían descendido parcialmente. Para ser de 1939, un trabajo concienzudo. Carmine se quedó con la impresión de que Morton Ponsonby fue nada más y nada menos que la víctima indefensa de la propensión de los Ponsonby a la tragedia. O tal vez la aportación genética de Ida Ponsonby a su descendencia era deficiente.
Bien, adelante con Leonard Ponsonby. El crimen tuvo lugar a mediados de enero de 1930, sobre sesenta centímetros de nieve: debió de ser un invierno muy frío, para que hubiera ventiscas en enero. El tren, procedente de Washington D.C., venía de la estación de Penn, en Nueva York, y llevaba dos horas de retraso debido a las heladas que afectaban a varios puntos del trayecto y al desprendimiento de nieve de un talud con mucha pendiente sobre las vías. Antes que quedarse sentados y perecer, los pasajeros habían optado por coger las palas y despejar la línea de nieve. Uno de los vagones llevaba a un grupo de unos veinte borrachos, hombres sin trabajo que esperaban encontrarlo en Boston, destino final del tren; habían sido los más reticentes a cavar; ajumados, malhumorados, agresivos, trabajaron lo justo para no congelarse. Cuando el tren llegó a Holloman, hizo una parada de un cuarto de hora para permitir a los pasajeros en tránsito comprar algo de comer en el bar de la estación, una alternativa más económica que el poco concurrido vagón restaurante.
¡Ah, ahí estaban las noticias más interesantes! ¡Leonard Ponsonby no bajó de aquel tren! Iba a tomarlo para viajar a Boston, según afirmaba su billete. Había decidido esperar fuera, y según un pasajero que le vio, tenía un aspecto sospechoso. ¿Sospechoso? Ponsonby no se dejó ver al calor de la sala de espera de la estación, ni tampoco se apresuró a subir al tren en cuanto éste se detuvo. No, se quedó fuera, en la nieve.
Eran las nueve de la noche, y aquel tren a Boston era el último del día. Prosiguió su viaje entre nubes de vapor mientras el personal de la estación hacía la ronda para cerrar las salas de espera y los lavabos al ejército de vagabundos que erraban por el país en busca de trabajo o limosna, aunque los aproximadamente veinte borrachos no abandonaron el tren en Holloman. Se bajaron en marcha en plena noche en algún punto entre Hartford y la frontera con Massachusetts, y por eso, tras estériles indagaciones, habían acabado cargando con la culpa.
Leonard Ponsonby apareció tendido en la nieve con la cabeza reducida a pulpa; cerca de él yacían una mujer y una niña, con las cabezas igualmente deshechas. A Ponsonby le identificaron por el contenido de su cartera, pero la mujer y la niña no llevaban nada encima que indicara quiénes eran. El bolso, viejo y barato, de la mujer contenía un dólar y noventa centavos en monedas, un pañuelo sin planchar y dos galletas. En un maletín de tela de alfombra portaba ropa interior limpia, pero muy barata, de mujer y de niña, calcetines, medias, dos bufandas y un vestido de niña. La mujer era bastante joven, la niña tenía unos seis años. A Ponsonby se le describía como bien vestido y próspero, con dos mil dólares en billetes en la cartera, un alfiler de corbata con un diamante y cuatro más, muy valiosos, en cada uno de sus gemelos de platino, mientras que la información de la mujer y la niña había sido condensada en un sumario y expresivo «indigentes».
Para el fino olfato de Carmine, resultaban tres asesinatos muy extraños. Un hombre pudiente, solo, más una mujer indigente y una niña sin relación alguna con él. El robo, descartado como móvil. Los tres tratando de pasar desapercibidos en la nieve, cuando deberían estar dentro de la estación calentándose las manos con un radiador de vapor. De una cosa estaba seguro: la panda del tren no había tenido nada que ver con esos asesinatos.
La pregunta capital era: ¿cuál de los tres era el objetivo de los asesinos? Los otros dos eran simples testigos, y habían muerto por ver a quien blandió el objeto contundente que acabó con todos ellos, con un grado de salvajismo subrayado en un informe policial que era por lo demás lacónico y descuidado. Cara, el objetivo era Leonard Ponsonby. Cruz, lo era la mujer. Si la moneda caía de canto, es que era la niña.
No había fotografía alguna. La información sobre la mujer y su presunta hija o pariente de algún tipo se incluía en su magro expediente, guardado junto al más grueso de Ponsonby en el archivo «Enero-caja 2». Los tres habían muerto por golpes con un objeto contundente recibidos exclusivamente en sus cráneos, reducidos a pulpa, pero el detective no había tenido las luces de comprender que Ponsonby tuvo que ser la primera víctima; la mujer y la niña se quedarían mirando, paralizadas de terror, hasta que le tocó el turno a la mujer, y luego a la niña. De no haber sido Ponsonby el primero, habría opuesto resistencia. Así que quienquiera que fuese el que blandiera el objeto contundente -el experimentado criterio de Carmine se inclinaba por un bate de béisbol- se había deslizado furtivamente por la nieve y golpeado a Ponsonby antes de que notara que alguien se acercaba. Otro fantasma, qué cosa más extraordinaria.
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