Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– «Preñado de noticias.»

– Estás ante tres expertas comadronas, así que ya puedes dar a luz.

Con palabras vibrantes, enunciando los hechos de forma lógica y correcta, Carmine expuso a su auditorio paso a paso lo sucedido desde su entrevista con Eliza Smith.

– Ella me dio las claves: lo que dijo, cómo lo dijo. Fue mi catalizador. Para acabar con un resbalón por una ladera… ¡Menuda suerte! He tenido mucha suerte en este caso -dijo al finalizar, cuando su público había conseguido cerrar sus pasmadas bocas.

– De suerte, nada -objetó Patrick, con los ojos brillantes-. Terca determinación; empecinamiento, Carmine. ¿Quién más se habría molestado en seguir la pista de la muerte de Leonard Ponsonby? ¿Y quién más se habría molestado en buscar una caja de pruebas de hace treinta y seis años? En hurgar en un caso clasificado como no resuelto, porque eres una de las pocas, poquísimas personas que conozco que saben que si cae un rayo dos veces en el mismo sitio es que algo lo atrae.

– Todo eso está muy bien y es muy bonito, Patsy, pero no bastaba para ir con ello al juez Thwaites. Las pruebas válidas de verdad las encontré por puro accidente… una caída por una ladera resbaladiza.

– No, Carmine. Puede que la caída fuera un accidente, pero que encontraras lo que encontraste no lo fue. Cualquier otro se habría levantado, se habría sacudido la suciedad de la ropa -Patrick retiró unas hojas muertas de la chaqueta de Carmine, echada a perder- y se habría ido. Tú encontraste la puerta porque tu cerebro registró un ruido incoherente, no porque tu caída destapara la trampilla. No lo hizo. Y de todas formas, no habrías estado en esa ladera, de entrada, de no haber dado con la cara que buscábamos en una foto hecha hacia 1928. ¡Venga, hombre, admite que parte del mérito es tuyo!

– ¡Vale, vale! -exclamó Carmine, levantando las manos en el aire-. Lo importante es decidir qué vamos a hacer ahora.

El ambiente en el despacho de Silvestri bullía casi visiblemente de júbilo, de alivio, de la alegría maravillosa e inimitable que acompaña al momento en que se hace la luz en un caso. Sobre todo en un caso como el de los Fantasmas, tan hermético, tan obsesivo, que se les resistía de forma tan tediosa. Por más obstáculos que hubieran de sortear todavía -estaban todos demasiado bregados para pensar que no los habría-, tenían ya suficiente para seguir adelante, para sentir que el final no estaba lejos.

– En primer lugar, no podemos dar por sentado que el sistema legal esté de nuestro lado -dijo Silvestri a través de su cigarro-. No quiero que esta mierda se nos escurra entre los dedos por algún tecnicismo… sobre todo por algún tecnicismo que su defensa pueda achacar a la policía. Aceptadlo, es a nosotros a quienes suelen tirar los huevos podridos. Habrá un juicio sonado, con cobertura nacional. Lo que significa que la defensa de Ponsonby no correrá a cargo de ningún leguleyo de mala muerte, aunque él no tenga mucho dinero. Cualquier matado con formación jurídica que conozca las leyes de Connecticut y las federales hará lo que sea para formar parte de la defensa de Ponsonby. Y para acribillarnos con huevos podridos. No podemos permitirnos un solo error.

– Lo que estás diciendo, John, es que si ahora conseguimos una orden judicial y entramos por el túnel de Ponsonby, lo único que tendremos en realidad será algo parecido a un quirófano en casa de un médico -dijo Patrick-. Siempre he pensado, como Carmine, que este pájaro no ejecuta sus asesinatos en un local sucio, inmundo y embadurnado de sangre: tiene un quirófano. Y si pone la mitad de cuidado en no dejar huellas en su quirófano que en sus víctimas, puede que salgamos con las manos vacías. ¿Vas por allí?

– Justo -dijo Silvestri.

– Nada de errores -dijo Marciano-. Ni uno.

– Y ya hemos cometido montones -añadió Carmine.

Se hizo el silencio; su júbilo se había evaporado por completo. Finalmente, Marciano hizo un ruido de exasperación y rompió a hablar.

– Si no vais a decirlo, lo haré yo. Tenemos que coger a Ponsonby in fraganti. Y si es eso lo que tenemos que hacer, tendremos que hacerlo.

– ¡Joder, Danny, por el amor de Dios! -exclamó Carmine-. ¿Poner en peligro la vida de otra chica? ¿Hacerla pasar por el espanto de ser secuestrada por ese hombre? ¡No lo haré! ¡Me niego a hacerlo!

– Se llevará un susto, sí, pero lo superará. Sabemos quién es, ¿no? Sabemos cómo opera, ¿no? Así que le cercamos; no hay necesidad de vigilar a nadie más…

– No podemos hacer eso, Danny -intervino Silvestri-. Tenemos que vigilar a todo el mundo, igual que hicimos hace un mes. Si no, se dará cuenta. No podemos hacerlo sin montar todo el dispositivo de vigilancia.

– Vale, eso te lo concedo. Pero sabemos que es él, así que redoblamos la atención sobre él. Cuando se mueva, allí estaremos. Le seguimos a casa de su víctima y le dejamos cogerla antes de cogerle nosotros a él. Entre el secuestro, el túnel y el quirófano, no tendrá ninguna posibilidad de salir libre del juicio -dijo Marciano.

– El problema es que es todo circunstancial -refunfuñó Silvestri-. Ponsonby ha cometido al menos catorce asesinatos, pero nuestro recuento de cadáveres es sólo de cuatro. Sabemos que las diez primeras víctimas fueron incineradas, pero ¿cómo vamos a demostrarlo? ¿Os parece que Ponsonby sea de los que confiesan? A mí no, y que me aspen si lo es. Dado que todos los días se fuga de casa alguna chica de dieciséis años, hay diez asesinatos por los que nunca le condenaremos. Nuestras bazas son Mercedes, Francine, Margaretta y Faith, pero nada le vincula a ellas aparte de una suposición tan frágil como el vidrio soplado. Danny tiene razón. Nuestra única esperanza es cazarle in fraganti. Si entramos allí ahora, se irá de rositas. Sus abogados serán lo bastante buenos para persuadir a un jurado de que dejaran irse de rositas a Hitler o Stalin.

Se miraron los unos a los otros con expresiones de perplejidad y enfado.

– Tenemos otro problema -dijo Carmine-. Claire Ponsonby.

El comisario Silvestri no era un hombre blasfemo, pero en ese día -domingo, para más inri- se saltaba sus propias reglas.

– ¡Mierda! ¡Hostia! -profirió entre dientes. Y luego, ladrando ya-: ¡Joder!

– ¿Cuánto crees que sabe, Carmine? -preguntó Patrick.

– No sabría decirlo, Patsy, lo cierto es eso. Lo que sí sé es que está ciega de verdad, lo dice su oftalmólogo. Y es el doctor Carter Holt, que ahora es catedrático de oftalmología en la Chubb. Sin embargo, no he visto nunca a un ciego que se desenvuelva tan bien como ella. Si ella es el cebo que ponen delante a las monjiles chicas de dieciséis años ansiosas de hacer el bien, entonces es cómplice de violación y asesinato, aunque nunca ponga el pie en el quirófano de Ponsonby. ¿Qué mejor cebo que una mujer ciega? No obstante, una mujer ciega no pasa en absoluto desapercibida, y por eso me inclino a descartar esa teoría. Tendría que andar por unos terrenos que no conoce igual que conoce el número seis de Ponsonby Lane, así que ¿con qué rapidez podría moverse? ¿Cómo reconocería a sus objetivos si no está Chuck a su lado? ¡Ah, he pasado gran parte de la mañana haciéndome preguntas sobre Claire! No dejo de imaginarla en el exterior del colegio St. Martha, en Norwalk… ¿Sabíais que la acera lleva un año en muy mal estado, debido a que el Ayuntamiento está reparando las cañerías? Con dos chicas desaparecidas en el mismo lugar, alguien se habría fijado en ella. Claire necesitaría practicar previamente para andar por una acera llena de socavones. He llegado a la conclusión de que Claire sería más un lastre para Chuck que un apoyo. Supongo que podría vigilar a la víctima mientras él conduce el coche de vuelta a su guarida, pero resulta una hipótesis bastante endeble. Y, sin embargo, Chuck debía de contar con un cómplice con vista… ¿Quién hacía de chófer, por ejemplo?

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