– Convierte tus talismanes en mariposas.
Los dos técnicos habían llegado para echar un vistazo, pero no estuvieron mucho rato; les correspondería a ellos bajar cada una de las cabezas y embalarlas como prueba. Antes, sin embargo, había que fotografiar el lugar pulgada a pulgada, dibujar bocetos y clasificarlo todo.
– Echemos una ojeada al cuarto de baño -sugirió Patrick.
– Se trajo a Delice Martin -dijo Carmine, después de mirar-, la tumbó en la cama, luego entró aquí y se dio una ducha. Eso es lo que se puso para secuestrarla.
Era un traje de buzo de goma, del tipo de los que usan los que no descienden a mucha profundidad: fino y ligero. Ponsonby le había quitado las tiras y franjas de color y había matado su brillo. En el suelo, puestas remilgadamente la una junto a la otra, había un par de botas de goma sin tacones y con la suela lisa, y sobre un taburete, cuidadosamente doblados, descansaban un par de guantes de goma.
– Muy flexible -dijo Carmine, retorciendo una de las botas entre sus manos enguantadas-. Puede que fuera un investigador fracasado, pero como asesino, Ponsonby es un fenómeno. -Dejó la bota exactamente en su lugar.
Regresaron a la habitación principal, donde Paul y Luke habían comenzado a tomar fotografías; iban a pasarse muchos días con las incontables tareas que Patrick les encomendaría.
– Las cabezas son la única prueba que necesitamos para imputarle catorce cargos de asesinato -dijo Carmine, cerrando la cortina-. Tiene gracia, en cierto modo, que las tuviera tan ostensiblemente a la vista, pero parece que no se le pasó nunca por la cabeza que alguien fuera a dar con este lugar. Ponsonby se freirá en la silla eléctrica. O bien le caerán catorce cadenas perpetuas consecutivas. Espero que nuestro Fantasma muera en prisión, y que hasta entonces le viole cada día el resto de los presos. ¡Cómo van a odiarle!
– Una idea muy reconfortante, pero sabes tan bien como yo que los celadores le aislarán.
– Sí, una pena, pero cierto. Es que lo que quiero es que sufra, Patsy. ¿Qué es la muerte, sino un sueño eterno? ¿Y qué supone que te aíslen en una prisión, sino la oportunidad de leer libros?
Jueves, 3 de marzo de 1966
Por razones que prefería no explorar, Wesley le Clerc nunca consiguió pensar en sí mismo como Alí el Kadi en casa de su tía. De modo que fue Wesley le Clerc quien se arrastró fuera de la cama a las seis en punto; tía Celeste insistía en que lo hiciera. Cuando hubo extendido su esterilla y rezado sus oraciones, fue al cuarto de baño para su sesión diaria de higiene: lavarse el pelo, ducharse, afeitarse y defecar.
Para el mitin de Mohammed ya estaba todo listo, y de todas formas, Mohammed decía que debía ser un empleado modélico de Suministros Quirúrgicos Parson además de su espía en el Hug. En su lugar de trabajo, había pasado de los fórceps de mosquito Halstead a instrumentos para microcirugía, y su supervisor le hablaba de no sabía qué adiestramiento especial que permitiría a Wesley perfeccionar e incluso inventar instrumentos. Con el Gobierno federal apostando decididamente por el empleo en igualdad de oportunidades, un obrero negro con talento era valioso más allá de su simple excelencia; era una estadística con la que mantener al Congreso a raya. Nada de lo cual le importaba al frustrado Wesley, que ardía en deseos de asestar un golpe en favor de su pueblo ya, no en algún remoto futuro, cuando tuviera el puto trozo de papel que acreditase que había aprobado el examen de ingreso en el Colegio de Abogados de Connecticut.
Otis ya salía camino del Hug cuando Wesley entró en la cocina. La tía Celeste estaba haciéndose la manicura en las uñas, que llevaba largas, de color carmín y más bien puntiagudas, para realzar sus dedos finos y afilados. Sonaba la radio a todo volumen; ella la apagó y se levantó para servirle a Wesley el desayuno, consistente en un zumo de naranja, copos de maíz y una tostada de pan integral.
– Han cogido al Monstruo de Connecticut -comentó, mientras extendía mantequilla sobre la tostada.
A Wesley se le cayó la cuchara en sus cereales empapados, salpicando la mesa.
– ¿Que han qué? -preguntó, pasando una servilleta por la leche antes de que ella viera lo que había hecho.
– Han cogido al Monstruo de Connecticut, hace unos quince minutos. Las noticias no hablan de otra cosa, aún no han puesto ni una canción.
– ¿Quién es, un hugger?
– No lo han dicho.
Él extendió el brazo para encender la radio.
– ¿O sea que estarán hablando del asunto ahora?
– Supongo. -Volvió a aplicarse con sus uñas.
Wesley escuchó el boletín conteniendo la respiración, sin dar apenas crédito a sus oídos. Pese a que no se había revelado la identidad del Monstruo, la WHMN estaba en situación de afirmar que se trataba de un veterano profesional de la medicina, y que había una cómplice de sexo femenino. Ambos comparecerían ante el juez Douglas Thwaites en el juzgado del distrito de Holloman a las nueve de la mañana para fijar fianza.
– ¿Wes? ¿Wes? ¡Wes!
– ¿Eh? ¿Sí, tía?
– ¿Estás bien? ¿No te me irás a desmayar, no? Con un enfermo del corazón en la familia es suficiente.
– No, no, tía, estoy bien, en serio. -La besó en la mejilla y fue a su habitación a ponerse su chaqueta más holgada, guantes y un gorro de punto. Aunque el día era soleado, la temperatura no pasaba mucho de cero.
Cuando llegó al número 18 de la calle Quince, encontró a Mohammed y seis de sus más íntimos en un corrillo histérico; no les quedaban más que tres días para reorganizar el tema del mitin y sacar partido de algún modo a ese giro imprevisto de los acontecimientos. ¿Quién hubiera podido soñar siquiera que aquellos cerdos incompetentes detendrían al culpable?
Con una tímida sonrisa de disculpa, Wesley pasó de largo junto a ellos y entró en lo que Mohammed llamaba su «sala de meditación». A Wesley le parecía más bien un arsenal, con sus paredes repletas de armeros que exhibían escopetas, ametralladoras y rifles automáticos; las pistolas se guardaban en varios armarios metálicos salidos de una armería, con cajones específicamente diseñados para exponer pistolas. Por el suelo, en cualquier rincón en que cupieran, se amontonaban en pilas las cajas de munición.
A pesar del armamento, o quizá debido a él, ése era siempre el sitio más tranquilo de la casa, y tenía lo que Wesley necesitaba ahora: una mesa y una silla, planchas de cartón pluma blanco, pinturas, rotuladores, pinceles, tijeras, una guillotina. Wesley cogió un trozo de cartón pluma de 45x75 y marcó con una línea una sección de veinte centímetros de ancho, que cortó luego con un cúter apoyado en una regla. No había mucho espacio para un mensaje, pero no iba a ser largo. Letras negras, fondo blanco. ¿Y dónde estaba el equipo de hockey del niñato mimado que tenía Mohammed por hijo? Lo había visto tirado por alguna parte, después de que el chaval descubriera que Alá no le había destinado a convertirse en una estrella del hockey. Últimamente le daba por el salto de altura, influido por un campeón del instituto Travis.
– ¡Eh, Alí! ¿Estás ocupado, tío? -preguntó Mohammed, entrando en la habitación.
– Sí, estoy ocupado haciéndote un mártir, Mohammed.
– ¿Convirtiéndome a mí en uno, quieres decir?
– No, fabricándote uno a partir de alguien menos importante.
– ¿Estás de broma?
– Nada de eso. ¿Dónde están las cosas de hockey de Abdullah?
– Dos cuartos más allá. Cuéntame más, Alí.
– Ahora mismo no tengo tiempo, tengo mucho que hacer. Pero asegúrate de que tu tele esté sintonizada en el Canal seis a las nueve de la mañana. -Wesley agarró un pincel, pero no lo untó en la pintura negra-. Necesito un poco de privacidad, Mohammed. Así no podrán probar que tú estuvieras al tanto, tío.
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