Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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Entró con todo el aplomo que pudo reunir, pero parecía -y se sentía- absolutamente fuera de lugar. Al parecer, tenía un letrero luminoso en la frente que decía POLI encendiéndose y apagándose, ya que las mujeres se apartaban rápidamente de su camino y los dependientes empezaron a hacer corrillos.

– ¿Puedo ver al encargado, por favor? -preguntó a una infeliz muchacha que no se había unido a tiempo a un corrillo.

¡Ah, estupendo, así podrían quitárselo de en medio! La muchacha le guió inmediatamente detrás de la mercancía y llamó a una puerta sin ningún letrero.

La señora Giselle Dobchik le recibió en un pequeño cubículo atestado de cajas de cartón y vitrinas; había una caja fuerte a un lado de la mesa que servía de escritorio a la señora Dobchik, pero no quedaba espacio para una silla para las visitas. Su actitud al mostrarle él su placa fue de sereno interés; por otra parte, la señora Dobchik parecía de las que no acostumbran a perder la serenidad. Cuarenta y tantos, muy bien vestida, pelo rubio y uñas pintadas de rojo, no tan largas que pudieran engancharse en los artículos.

– ¿Reconoce esto, señora? -le preguntó, sacando de su maletín el vestido de encaje rosa nacarado que llevaba puesto Margaretta. A continuación sacó el vestido lila de Faith-. ¿O esto?

– Son de Campanilla, casi con seguridad -dijo, mientras comenzaba a palpar las costuras interiores y los fruncidos-. Han quitado nuestra etiqueta, pero sí, puedo asegurarle que son Campanillas auténticos. Usamos algunos trucos propios con las cuentas.

– Me imagino que no sabrá quién los compró.

– Ha podido ser mucha gente, teniente. Los dos son de talla diez, es decir, para chicas de entre diez y doce años. Después de cumplidos los doce, las chicas tienden a preferir parecerse más a Annette Funicello que a un hada. Siempre tenemos en existencias uno de cada modelo, color y talla, pero dos sería excesivo. Venga, acompáñeme.

Al seguirla fuera de la oficina hasta una amplia zona de vestidos de fiesta centelleantes y recargados dispuestos en docenas de largos colgadores, Carmine comprendió lo que había querido decir con que dos del mismo modelo y talla era excesivo; debía de haber allí más de dos mil vestidos, en tonos que iban del blanco al rojo oscuro, todos recamados de piedras falsas o perlas o cuentas opalinas.

– Seis tallas, para niñas de tres a doce años, veinte modelos diferentes y veinte colores diferentes -dijo ella-. Verá, somos famosos por estos vestidos. Nos los quitan de las manos. -Una risa-. ¡Después de todo, no podemos permitir que haya dos niñas con el mismo modelo y del mismo color en la misma fiesta! Llevar un Campanilla es un signo de estatus social. Pregúntele a cualquier madre o niña del condado de Westchester. Nuestro prestigio se extiende hasta Connecticut; un buen número de nuestras dientas vienen en coche desde los condados de Fairfield o Litchfield.

– Si me permite antes recoger mis vestidos y mi maletín, señora Dobchik, ¿puedo invitarla a almorzar? ¿O a un café? Aquí me siento como un elefante en una cacharrería, y no debo de ser bueno para su negocio.

– Gracias, me vendría bien un descanso -dijo la señora Dobchik.

– Lo que ha dicho sobre que dos niñas luzcan el mismo Campanilla en la misma fiesta me lleva a suponer que sí llevan ustedes un registro más o menos detallado -dijo, sorbiendo un chocolate malteado con una pajita… demasiadas cosas de niños.

– Oh, sí, no nos queda otro remedio. Lo que ocurre es que los dos modelos que me ha enseñado fueron clásicos durante algunos años, así que habremos vendido un montón de ellos. El de encaje rosa se retiró hace cinco años; el lila hace cuatro. Sus muestras están tan ajadas que es imposible decir con certeza cuándo fueron hechas.

– ¿Dónde los hacen?

Ella mordisqueó una rosquilla; era obvio que estaba disfrutando en su papel de experta.

– Tenemos una fábrica pequeña en Worcester, Massachusetts. Mi hermana lleva la tienda de Boston, yo la de White Plains, y nuestro hermano dirige la fábrica. Es un negocio familiar… somos los únicos propietarios.

– ¿Alguna vez vienen hombres a comprar?

– A veces, teniente, pero en general los clientes de Campanilla son mujeres. Los hombres compran lencería para sus esposas, pero suelen evitar comprar vestidos de fiesta para sus hijas.

– ¿Alguna vez venden dos vestidos de la misma talla y color al mismo comprador en un día? ¿Para gemelas, por ejemplo?

– Sí, ocurre, pero implica una espera de un día para que podamos encargar el segundo vestido. Las mujeres que tienen gemelas hacen el pedido por adelantado.

– ¿Y alguien que compre, digamos, mi vestido de encaje rosa y el lila de… lo-que-sea?

Broderie anglaise -aclaró ella.

– Gracias. Voy a tomar nota de eso. ¿Se da el caso de que alguien compre dos modelos de distinto color, de la misma talla, el mismo día?

– Sólo una vez -dijo ella, y suspiró, recreándose en el recuerdo-. ¡Ah, menuda venta hicimos! Doce vestidos de la talla de diez a doce años, cada uno de distinto modelo y color.

A Carmine se le erizaron los pelos del cuello.

– ¿Cuándo?

– Hacia finales de 1963, creo que fue. Puedo comprobarlo.

– Antes de que volvamos y le pida que lo haga, señora Dobchik, ¿recuerda quién hizo aquella compra? ¿Qué aspecto tenía?

– Me acuerdo muy bien -dijo la perfecta testigo-. No de su nombre… pagó en efectivo. Pero estaba en el grupo de edad de las abuelitas. Tendría unos cincuenta y cinco. Llevaba un abrigo de marta cibelina y un sombrero de marta muy airoso, el pelo teñido de azul, iba bien maquillada, pero sin pasarse, tenía la nariz grande, ojos azules, gafas bifocales muy elegantes y una voz agradable. Los zapatos y el bolso eran de Charles Jourdan, a juego, y llevaba guantes de seda, más bien largos, del mismo marrón que los zapatos y el bolso. Un chófer de uniforme llevó las cajas a su limusina. Una Lincoln negra.

– No da la impresión de que necesitara vales de alimentos.

– ¡Cielo santo, no! Sigue siendo a día de hoy la mayor venta individual de trajes de fiesta que hayamos hecho jamás. A ciento cincuenta dólares cada uno, mil ochocientos dólares. Pagó en billetes de cien dólares que sacó de un fajo de cinco centímetros de grosor.

– ¿Se le ocurrió preguntarle por qué compraba tantos vestidos de fiesta de la misma talla?

– Claro que sí, ¿a quién no se le ocurriría? Sonrió y dijo que era la representante local de una organización de caridad que iba a enviar los vestidos a un orfanato de Buffalo como regalos de Navidad.

– ¿La creyó usted?

Giselle Dobchik sonrió.

– Resulta tan verosímil como que alguien compre doce vestidos de la misma talla, ¿no cree?

– Supongo que sí.

Volvieron a Campanilla, donde la señora Dobchik sacó el registro de aquella venta. Sin nombre, pagado en efectivo.

– Tomó usted nota de los números de serie de los billetes -dijo Carmine-. ¿Por qué?

– Había una alarma por falsificaciones por aquel entonces, así que los comprobé con mi banco mientras las chicas lo metían todo en cajas.

– ¿Y eran falsos?

– No, eran auténticos, pero al banco le llamaron la atención, porque habían sido emitidos en 1933, justo después de que abandonáramos el patrón oro, y estaban prácticamente nuevos. -La señora Dobchik se encogió de hombros-. ¿Que si me importó? Eran de curso legal. El director de mi banco pensó que eran de ahorros guardados en casa.

Carmine repasó la lista de dieciocho números.

– Estoy de acuerdo. Son correlativos. Bastante infrecuente, pero tampoco me ayuda en nada.

– ¿Todo esto tiene que ver con algún caso importante y emocionante? -preguntó la señora Dobchik mientras le acompañaba a la puerta.

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