Tras una inspección infructuosa por el Hug, Carmine volvió a subirse al Ford y tomó la carretera Merrit, que discurría entre árboles hacia Nueva York pasando por Bridgeport, del lado de Trumbull. Aunque no esperaba que le permitiesen ver al Profe, no veía razón alguna para no inspeccionar Marsh Manor en la medida de lo posible, para comprobar por sí mismo lo que le dijo la policía de Bridgeport: que sería fácil para cualquier interno escaparse del lugar.
Sí, decidió al cruzar la imponente verja rematada por piñas de forja, la agorafobia haría más por mantener en su interior a los pacientes de Marsh Manor que las patrullas de seguridad. No había patrullas de seguridad.
«Bien. ¿Y ahora, adónde? Los Chandra.» Su finca estaba a la salida del cruce de Wilbur, donde el curso aparentemente errabundo de la carretera 133 la conducía a través de una zona de granjas y graneros entre amenos campos y manzanares. Era tarde para mantener otra charla con Nur Chandra en el Hug: había acabado allí el viernes anterior, al igual que Cecil.
La casa no tenía las dimensiones de la encantadora granja de Marsh Manor, pero la finca le recordaba a Carmine una urbanización del cabo Cod, con media docena de residencias diseminadas por allí; sólo que ésta, con sus diez acres, era mucho más grande. Si por algo impresionó a Carmine, fue porque le hizo ver cuánta organización exigía llenar de lujos la vida de dos personas y un puñado de niños con dinero que gastar a espuertas. Sin duda, los Chandra tenían empleados a un gerente, un vicegerente y un gerente especializado, además de a un ejército de lacayos con turbante. Todo estaba montado de forma que los Chandra no tuvieran que desperdiciar ni un segundo en valorar tanto esfuerzo. Con un metafórico chasquear de sus dedos, cualquier cosa que desearan se materializaba de inmediato.
– Es muy embarazoso -dijo Nur Chandra, hablando con Carmine en su imponente biblioteca-, pero necesario, teniente. El Hug resultaba perfecto para mis necesidades, incluido Cecil.
– ¿Por qué se va, entonces?
Chandra le lanzó una mirada desdeñosa.
– Vamos, hombre, por Dios, sin duda se hace usted cargo de que el Hug está acabado. Robert Smith no va a volver, y tengo entendido que los Parson están buscando la manera de dejar de financiarlo. Así que prefiero irme ahora, mientras la cosa está aún en proceso, a esperar a tener que pasar por encima de más cadáveres. Tengo que irme mientras ese monstruo sigue matando, para quedar libre de toda sospecha. Porque usted no va a atraparle, teniente.
– Eso tiene mucho sentido y es razonable, doctor Chandra, pero sospecho que la verdadera razón por la que está ansioso por desaparecer de la escena cuanto antes tiene que ver con sus monos. Sus posibilidades de llevárselos con usted son mucho mayores en mitad del caos actual que después de que la situación del Hug atraiga la atención de los Parson más allá de un simple testamento. El hecho es que usted se despide con cerca de un millón de dólares en bienes que son propiedad del Hug, sea cual sea la redacción de su contrato.
– ¡Ah, muy perspicaz, teniente! -dijo Chandra, no sin admiración-. Por eso precisamente me voy ahora. Cuando me haya ido con mis macacos, será un hecho consumado. Desenmarañar la situación, desde el punto de vista legal y logístico, sería una tarea ímproba.
– ¿Los macacos están todavía en el Hug?
– No, están aquí, provisionalmente alojados. Con Cecil Potter.
– ¿Y cuándo se va usted a Massachusetts?
– Todo está ya en marcha. Yo personalmente me iré el viernes con mi mujer e hijos. Cecil y los macacos se van mañana.
– Tengo entendido que se ha comprado una casa estupenda en las afueras de Boston.
– Sí. Muy similar a ésta, de hecho.
Entonces apareció Surina Chandra, ataviada con un sari escarlata recamado de bordados e hilo de oro, y los brazos, el cuello y el pelo refulgiendo de joyas. Tras ella venían dos niñas de unos siete años; gemelas, pensó Carmine, admirado de su belleza. Pero su emoción se disipó en cuestión de un segundo, cuando sus ojos se posaron sobre su atuendo. Dos vestidos de encaje, a juego, cubiertos de bisutería, con largas faldas rígidas y manguitas abombadas. Ambos de un etéreo verde escarchado.
No supo muy bien cómo superó la fase de las presentaciones. Las chicas, Leela y Nuru, eran gemelas, efectivamente; almas recatadas de enormes ojos negros y pelo azabache recogido en trenzas gruesas como maromas, que se derramaban sobre sus hombros. Al igual que su madre, olían a algún perfume oriental que no podía gustarle a Carmine: almizclado, intenso, tropical. En los lóbulos de las orejas llevaban diamantes que hacían palidecer la bisutería.
– Me encantan vuestros vestidos -dijo a las gemelas, agachándose hasta su nivel sin acercarse demasiado a ellas.
– Sí que son bonitos -repuso su madre-. Es difícil encontrar esta clase de vestidos para niñas en América. Claro que tienen muchos que les mandan desde casa, pero cuando vimos éstos, nos encaprichamos de ellos.
– Si no es una grosería preguntarlo, señora Chandra, ¿dónde encontró los vestidos?
– En un centro comercial, no lejos de donde vamos a vivir. Una tienda para niñas estupenda, mejor que ninguna que haya encontrado en Connecticut.
– ¿Puede decirme dónde está ese centro comercial?
– Ay, señor, me temo que no. Yo los encuentro todos prácticamente iguales, y todavía no conozco bien la zona.
– ¿No recordará entonces el nombre de la tienda?
Ella rió, y sus blancos dientes centellearon.
– ¡Claro que sí, me educaron con J. M. Barrie y Kenneth Graham! Campanilla.
Y con eso partieron, las gemelas despidiéndose tímidamente con la mano.
– Le ha caído bien a mis hijas -dijo Chandra.
Agradable, aunque irrelevante.
– ¿Puedo usar su teléfono, doctor?
– Por supuesto, teniente. Le dejaré a solas.
«Desde luego, no se les pueden reprochar sus modales, aunque su ética sea distinta», pensó Carmine mientras marcaba el número de Marciano, con dedos temblorosos.
– Sé de dónde han salido los vestidos -dijo sin preámbulos-. Campanilla. Campanilla, como suena. Tienen una tienda en un centro comercial en las afueras de Boston, pero puede que haya otras. Ponte a buscar.
– Dos tiendas -dijo Marciano al entrar Carmine-. En Boston y en White Plains, las dos en centros comerciales más bien caros. ¿Estás seguro de esto?
– Completamente. Dos de las hijas pequeñas de Chandra llevaban vestidos idénticos al de Margaretta, sólo que de color verde. La cuestión es: ¿de qué Campanilla serían clientes nuestros Fantasmas?
– White Plains. Está más cerca, salvo que viva cerca de la frontera con Massachusetts. Lo que también es posible, claro.
– Entonces, Abe puede ir a Boston mañana, mientras yo me ocupo de White Plains. ¡Jesús, Danny, por fin tenemos de dónde tirar!
Lunes, 21 de febrero de 1966
La Campanilla de White Plains estaba ubicada en un centro comercial de tiendas de ropa elegante y muebles, entremezcladas con los inevitables delis y locales de comida rápida y limpieza en seco. Había, asimismo, varios restaurantes, más de servir comidas que cenas. Era un edificio nuevo de dos plantas, pero Campanilla era demasiado astuta para emplazarse en el piso de arriba. Planta calle, y cerca de la entrada.
Era, según observó Carmine al inspeccionar Campanilla desde fuera, un local muy grande, dedicado enteramente a ropa para niñas. Tenían en aquel momento rebajas en abrigos y ropa de invierno; nada de prendas baratas de nailon: todo de fibra natural. Vio que había incluso una sección dedicada a pieles auténticas tras un arco con un rótulo que decía CHIQUIVISÓN. Varias docenas de clientas, algunas tirando de niños, otras solas, repasaban los colgadores, pese a lo temprano de la hora. Ningún hombre. «¿Cuántas de ellas robarán en un sitio como éste?», se preguntó el poli.
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