– Lista para pavonearse con sus trapos de Nueva York -dijo Carmine con una sonrisa-. Me agrada pensar que algo de lo que le dije a Kyneton le entró en la mollera. -Cambió de postura en su butaca-. Corre el rumor por este edificio de que Satsuma no va a renovar el contrato del ático ni el del apartamento de Eido.
– Eso bien podría ser cierto. Está dudando entre ofertas de Stanford, Washington State y Georgia. Lo que significa que probablemente acabará en Columbia.
– ¿Cómo has llegado a esa conclusión?
– Hideki es hombre de ciudad, y si va a Nueva York no tendría que renunciar a su refugio de fin de semana en el cabo Cod. El viaje en coche será más largo, pero no deja de ser practicable. Se hubiera ido a Boston si Nur Chandra no le hubiera pisado la plaza de Massachusetts. Otra universidad que no sea Harvard sería un descenso de categoría tremendo. Y sin embargo, en mi opinión, Hideki tiene más probabilidades de recibir algún día el Nobel. Puede que los investigadores más llamativos fascinen a la prensa científica, pero rara vez merecen un seguimiento constante. -Se puso en pie de un brinco, ágilmente-. Hora de acostarme. Gracias por la pizza, Carmine.
A falta de una respuesta adecuada, la acompañó hasta su puerta de acero, dos pisos más abajo, con su cerrojo de seguridad y su combinación, se aseguró de dejarla encerrada bajo llave y volvió a sus propios dominios sintiéndose extrañamente deprimido. Estuvo en un tris de preguntarle si había alguna posibilidad de que su relación progresara hacia un plano de mayor intimidad, pero las palabras se detuvieron en sus labios al plantarse ella de pie tan atléticamente y despedirse de aquella forma expeditiva, sin más miramientos.
Lo cierto era que los movimientos de aproximación de Carmine no habían sido tan obvios que Desdemona hubiera podido sospechar siquiera que se producían, y si sus propias emociones se inclinaban más bien a suspirar por él, no se atrevía tampoco a demorarse en su presencia cuando ya habían dicho todo lo que podía decirse sobre el Hug o los temas de conversación acostumbrados. Lo que ella temía era que se produjera un silencio prolongado, ante el que no estaba segura de saber reaccionar.
Además, estaba muy cansada. Después de acaloradas discusiones, había conquistado el privilegio de retomar sus paseos de fin de semana, a condición de que la condujeran a su punto de partida en un coche patrulla cuya dotación policial se asegurara de que no la seguía nadie, y de que luego la recogieran en algún punto que ella señalara como su destino. Así que se pasó el sábado y el domingo de excursión por la esquina noroccidental del Estado, acusando los efectos de un ejercicio que se había vuelto desacostumbrado. La senda de los Apalaches tenía sus encantos invernales, pero en algún momento lamentó no haber metido en la mochila sus botas de nieve.
Así las cosas, tras un largo baño caliente, se secó bien y se puso su indumentaria de dormir habitual: un pijama de hombre de franela y unos calcetines gordos de lana. No era su estilo instalarse un termostato de aire caliente. En lo que se parecía mucho a Carmine Delmonico, aunque ella lo ignorara.
Se quedó dormida en cuanto se acostó, y luego no recordó haber soñado nada, tan sólo cierto ruido peculiar que la despertó cuando su despertador marcaba las cuatro de la madrugada. Un ruido de rascar, ligeramente chirriante.
Se incorporó como un rayo y empezó a pensar que no era el ruido lo que la había despertado, sino una sensación atávica de peligro inminente. La puerta del dormitorio estaba abierta, dejando a la vista el pequeño salón del apartamento, sumido en la oscuridad. Como lo estaba el dormitorio. No había cocos que acecharan el sueño de Desdemona e hicieran necesarias luces nocturnas. Sin embargo, una franja de luz proveniente del rellano parpadeó por un instante con una sombra en medio, de la altura de un hombre, con forma de hombre. Desapareció de inmediato, al cerrarse la puerta de entrada.
«No estoy sola. Él está aquí; ha venido a matarme.»
Sobre una silla cercana a la cama descansaba la ropa interior del día, que no había puesto a lavar: bragas, sujetador, medias, un solitario par de guantes de lana tejidos a mano. Desdemona salió de la cama sin el menor ruido, se acercó a la silla y buscó los guantes a tientas. Cuando los encontró, se puso uno en cada mano y se deslizó, esforzándose por evitar cualquier reflejo de luz, hasta la puerta corrediza del balcón, cerrada y asegurada con una barra de acero atravesada a lo largo del raíl de apertura. Se inclinó, retiró la barra, abrió el pestillo y corrió la puerta lo justo para pasar a través del hueco al balcón, una repisa de cemento coronada por una estructura de hierro de barrotes de metro y veinte de altura y un pasamano.
Carmine estaba dos pisos más arriba, en la cara nororiental del edificio de Seguros Nutmeg, casi exactamente en el punto opuesto a donde ella se encontraba. Eso significaba que para llegar hasta él debía escalar dos pisos, y aún les separarían doce apartamentos. ¿Subía primero los dos pisos, o recorría los balcones de su propia planta hasta llegar justo debajo del de Carmine? «¡No, Desdemona, sube primero! Sal de esta planta cuando antes. Pero ¿cómo?»
Cada planta ocupaba tres metros de espacio vertical: dos setenta hasta el techo más treinta centímetros de cemento correspondientes al suelo del piso inmediatamente superior, con su entramado de tuberías de conducción de agua y desagües y tendidos eléctricos. Mucha distancia para llegar, demasiada…
El viento silbaba, pero cuando cerrase su puerta corrediza no entraría en el interior del apartamento, protegido por dobles cristales. El frío se ensañaba en su carne, atravesando su pijama como si estuviera hecho de gasa. Sólo podía hacer una cosa al respecto. Levantó una de sus largas piernas en tijereta y se encaramó al pasamano del balcón, y allí se detuvo un inestable equilibrio, diez plantas por encima de la calle, azotada por el viento, tanteando la plataforma de treinta centímetros de espesor hasta tocar el suelo del balcón del piso de arriba. ¡Conseguido! Sólo una gran altura y unas aptitudes adolescentes para la gimnasia podrían hacerlo posible, y ella tenía esa altura y esas aptitudes. Aferrada con ambas manos a los bajos de la barandilla del balcón de encima, despegó los pies del pasamano, se retorció en el aire hasta que su cuerpo quedó horizontal y entonces lanzó las piernas hacia dentro para atrapar la barandilla entre sus rodillas plegadas. Con un gran impulso, se plantó sobre el balcón encima del suyo.
Uno menos; quedaba otro. Le castañeteaban los dientes, y bajo el calor generado por su actividad gimnástica sentía su cuerpo frío como el hielo; sin pararse a descansar, se encaramó a esa barandilla y se estiró para alcanzar la parte inferior de la barandilla de la planta de Carmine. «¡Hazlo, Desdemona, hazlo antes de que ya no puedas!» Arriba otra vez, a salvo de nuevo en el balcón situado a dos alturas por encima del suyo.
Ahora lo único que tenía que hacer era pasar, a lo largo de ese mismo nivel, de un balcón a otro: algo más fácil de decir que de hacer, dado que entre el final de uno y el principio del siguiente se extendía un hueco de tres metros. Decidió salvar el hueco balanceando los pies sobre el pasamano y saltando con todas sus fuerzas hasta la siguiente barandilla. ¿Cuántas veces? Doce. Los pies se le estaban durmiendo, y bajo los guantes de lana las manos se le habían vuelto insensibles. Pero podía hacerlo… tenía que hacerlo, considerando lo que la esperaba abajo si se demoraba. ¿Cómo podía estar segura de que él no fuera al menos tan ágil como ella?
Finalmente, lo logró; se encontró de pie en el balcón de Carmine y empezó a aporrear la puerta corrediza que daba a su dormitorio.
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