Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– La señora Khouri no deja de rascarse y sangrar. Por eso estoy aquí fuera, y no ahí dentro -dijo Carmine, con un suspiro-. Y no es que importen los pelos o la sangre que corra. Los Fantasmas no habrán dejado rastros de ninguna de las dos cosas tras de sí.

– La familia ya ha dado por muerta a Faith.

– ¿Puedes reprochárselo, Patsy, de corazón? Les somos tan útiles como las tetas a un toro, y eso está afectando a Abe y Corey. Les escuece mucho, sólo que no pueden exteriorizarlo.

Patrick bizqueó y soltó una exhalación ahogada de alivio.

– Aquí llega nuestro cura con su cohorte. Puede que ellos sepan calmarles un poco a todos.

Si no llegó a tanto, al menos el padre Hannigan y las tres monjas que le acompañaban fueron capaces de facilitar a Carmine la información que necesitaba. Faith medía uno cincuenta y siete, y pesaba unos treinta y ocho kilos. Esbelta, no muy desarrollada todavía. Un encanto de niña, devota, mantenía una media de sobresaliente en todas sus asignaturas, que tiraban por las ciencias; su ambición era estudiar Medicina. Pensaba unirse a las filas de las voluntarias del hospital de St. Stan el verano entrante, pero hasta ahora su padre y su madre la retenían en casa, no querían que se metiera en caridad demasiado joven. Anthony, el hermano ausente, estudiaba primer ciclo de Medicina en la Brown; al parecer, a todos los chicos les interesaban las ciencias humanísticas. La familia en sí estaba muy unida y era muy respetada. Tenían la tienda en un barrio bueno de Norwich y nunca les habían atracado, ni entraron a robar en casa, ni fueron importunados o atacados.

– Volvemos a encontrarnos con la inocencia intachable, un cierto rostro y la edad, y posiblemente la religión -le dijo Carmine a Silvestri de regreso a Holloman-. Últimamente, el color no parece preocupar a los Fantasmas, ni la estatura, pero siempre tenemos los tres primeros criterios, y en la mayor parte de los casos también el cuarto. A Margaretta Bewlee, por su decimosexto cumpleaños, su madre le regaló una visita al salón de belleza para que le alisaran el pelo y se lo peinaran como a Dionne Warwick: iba a interpretar una de sus canciones en un concierto escolar. Esa noticia me hizo plantearme algunas dudas sobre ella, pero después de hacer algunas comprobaciones comprendí que no era prueba de… ¿cómo expresarlo…? ¿virtud declinante? Aunque Margaretta me sigue intrigando, John. Es la única perla negra en una colección de perlas cremosas. Demasiado alta, demasiado negra, demasiado inadecuada.

– Tal vez los Fantasmas se quieran subir al carro del descontento racial. Sus actividades, desde luego, no contribuyen precisamente a desactivar el conflicto.

– Entonces, ¿por qué no han ido ahora por otra víctima igual de oscura? Hace poco venía en el crucigrama del Times esta pista: «Vuelve a apretar.» Siete letras. La solución era «Repulsa». Cuando caí, me partía de risa. Allí adonde voy, la siento.

Silvestri no dijo lo que estaba pensando: «Necesitas unas vacaciones en Hawai, Carmine. Pero todavía no. No puedo permitirme apartarte de este caso. Si tú no eres capaz de resolverlo, nadie lo es.» -Es hora de que dé una conferencia de prensa -dijo-. No tengo nada que contarles a esos cabrones, pero tengo que mortificarme en público. -Se aclaró la garganta y mordisqueó la punta de un cigarro medio deshecho-. El gobernador coincide conmigo en que debo mortificarme en público.

– Hemos perdido el favor de Hartford, ¿eh?

– No, todavía no. ¿Cómo crees que paso la mayor parte de los días? Hablando por teléfono con Hartford, asilos paso.

– Ninguno de los huggers asomó la nariz a la calle anoche. Aunque eso no quiere decir que no piense volver a vigilarles de aquí a treinta días, John. Todavía tengo la corazonada de que el Hug está más que implicado, y no sólo como víctima de una venganza -dijo Carmine-. ¿Cuánta verdad vas a revelar a la prensa?

– Un poco de esto, un poco de aquello. Ni mención del vestido de fiesta de Margaretta. Y tampoco de que pudiera haber dos asesinos.

21

Lunes, 14 de febrero de 1966

El Holloman City Hall era famoso por su acústica, y desde que las dependencias administrativas de la alcaldía se trasladaran a un edificio propiedad del condado diez años antes, el Holloman City Hall había quedado reservado para lo que mejor servía: acoger a los mayores virtuosos y más destacadas orquestas sinfónicas del mundo.

Detrás del auditorio había una sala de ensayos pensada para que esos artistas pudieran efectuar grabaciones además de ensayar; el montón de atriles y sillas dispuestos en filas semicirculares no sugería un asesinato más espantoso que el de la música. John Silvestri se situó en el estrado del director vestido con su mejor uniforme, con la medalla de honor del Congreso colgada del cuello. Eso, sumado a las condecoraciones de guerra de su pecho, proclamaba que no era un hombre común.

Acudieron unos cincuenta periodistas, la mayoría de periódicos y revistas, pero también un equipo de televisión de la emisora local de Holloman, y un reportero de la cadena WHMN de radio. Los principales diarios nacionales enviaron corresponsales; aunque el Monstruo de Connecticut era noticia de primera plana, cualquier editor avispado sabía que ese ejercicio policial no desvelaría novedades alarmantes. Lo único que sacarían de la rueda de prensa sería una oportunidad de redactar mordaces editoriales sobre la incompetencia policial.

Pero Silvestri se desenvolvía muy bien de cara al público, sobre todo si de mortificarse se trataba. Nadie, pensó Carmine mientras le escuchaba, se mortificaba con tal gracia, con mayor fruición aparente.

– Pese a las condiciones de frío intenso, diversos departamentos de policía de todo el Estado han tenido a un total de noventa y seis posibles sospechosos bajo vigilancia las veinticuatro horas del día desde el pasado jueves hasta el secuestro de Faith Khouri. Treinta y dos de estas personas estaban en o cerca de Holloman. Ninguna de ellas pudo estar implicada, lo que significa que no estamos más cerca de conocer la identidad del hombre que ustedes llaman el Monstruo de Connecticut, pero a quien nosotros nos referimos ahora como el Fantasma.

– Buen nombre -dijo la redactora de la sección criminal del Holloman Post -. ¿Tienen alguna prueba que pueda implicar a alguien? ¿Alguna mínima evidencia?

– Acabo de responder a eso, señora Longford.

– Este asesino, el Fantasma (creo que esto me gusta), debe de disponer de un lugar especial en el que retiene a sus víctimas. ¿No va siendo hora de que empiecen a buscarlo un poco más en serio? ¿Registrando los sitios, por ejemplo?

– No podemos registrar propiedades particulares sin una orden judicial, señora, como usted sabe. Es más, sería usted la primera en ponernos a caldo si lo hiciéramos.

– En circunstancias normales, sí. Pero esto es distinto.

– ¿Distinto, en qué sentido? ¿Por la naturaleza espantosa de los crímenes? Estoy de acuerdo a título personal, pero como hombre de leyes no puedo estarlo. Una fuerza de policía puede ser el brazo de la ley, pero en una sociedad libre como la nuestra está sometida también a unas limitaciones que la propia ley a la que sirve establece. El pueblo norteamericano goza de unos derechos constitucionales que nosotros, la policía, estamos obligados a respetar. Las sospechas que no se fundamentan en pruebas no nos facultan para entrar en casa de nadie a buscar las pruebas que hemos sido incapaces de encontrar en otra parte. Tenemos que ir con las pruebas por delante. Tenemos que presentar al brazo judicial de la ley un caso fundamentado para que nos concedan permiso para efectuar un registro. Porque hablemos hasta que se nos quede la boca seca no vamos a convencer a ningún juez de que dicte una orden sin hechos concretos. Y no tenemos hechos concretos, señora Longford.

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