– Iré a ver al señor Bewlee igualmente -dijo Carmine, obstinado.
– Si has de hacerlo, hazlo. Pero seguirá sin encajar, porque el patrón que tú ves es producto de tu imaginación. Padeces fatiga de combate.
Guardaron silencio; menos de tres horas por delante, y el turno habría concluido.
Poco antes de las siete de la mañana, la radio emitió un sonido distinto y furtivo: el que advertía que debían abandonar sus puestos discretamente y acudir a los puntos de reunión, porque se habían llevado a una chica.
El punto de reunión de Carmine era el motel Mayor Menor, donde Patrick y él requisaron el uso del teléfono de la recepción. El mayor atendía el mostrador personalmente, ansioso por enterarse de lo que ocurría. La policía de Holloman había reservado todas sus habitaciones por una suma que ellos -y él- sabían exorbitante, sobre todo porque nadie las usaba. El cartel de COMPLETO sin iluminar servía de camuflaje adicional para los coches aparcados, y el mayor no tenía intención de encenderlo a menos que reflejara la verdad.
Mientras Carmine hablaba, Patrick observó al mayor Menor, preguntándose distraídamente si, como tanta gente en posesión de nombres sugerentes, el joven F. Sharp Menor habría ido a West Point decidido a alcanzar el rango que convertiría su nombre en una paradoja. Estaba ya en la cincuentena, y tenía la nariz amoratada e hinchada de quien bebe más de la cuenta, y la actitud de un guerrero de oficina: si has cumplimentado debidamente los impresos y el papeleo es correcto, haz lo que te venga en gana, ya sea darle una paliza a un soldado o robar armas de fuego de la armería. Esta singularidad del carácter del mayor Menor resultaba útil en un negocio en el que los huéspedes acudían a media tarde para pasar una hora; el aparcamiento principal estaba en la parte trasera, para que ninguna esposa que pasara por la carretera 133 reparara en que el coche de su marido estaba estacionado delante. En algún momento, la desesperación había llevado a Carmine a clasificar al mayor F. Sharp Menor como sospechoso, por el solo motivo de que en todas las habitaciones se había practicado un agujero para espiar. El viejo canalla se deshizo de las cámaras después de que un detective privado le sorprendiera grabando al director de una compañía con su secretaria, pero el mayor Menor todavía podía mirar.
– Norwich -dijo Carmine-. Corey, Abe y Paul estarán aquí en cosa de un minuto. -Se apartó un poco del mayor-. Ella es de origen libanés, pero la familia lleva en Norwich desde 1937. Se llama Faith Khouri.
– ¿Son musulmanes? -preguntó Patrick, con expresión incrédula.
– No, católicos de rito maronita. Dudo que allí haya una iglesia maronita, así que acudirán a la católica ordinaria.
– Norwich es una ciudad bastante grande.
– Sí, pero ellos viven bastante en las afueras. El señor Khouri regenta una tienda de electrodomésticos en Norwich. Su casa está al norte, como a medio camino de Willimantic.
Abe detuvo su Ford, y Paul la furgoneta negra sin señalizar de Patrick, justo detrás de él.
– No sé ni por qué nos vamos a molestar en subir hasta allí -dijo Corey mientras el Ford avanzaba a velocidad discreta; nada de sirenas o luces hasta que se hubieran alejado prudencialmente de Ponsonby Lane.
«Ésa -pensó Carmine, suspirando para sus adentros- es una observación propia de un hombre que desespera. No soy el único que sufre un cuadro agudo de fatiga de combate. Empezamos a creer que nunca atraparemos a los Fantasmas. Ésta es la cuarta chica desde que sabemos de su existencia, y no hemos avanzado ni un milímetro, ni un milímetro. Corey ha tocado el fondo de su pozo particular, y yo no sé lo cerca que estoy del mío.» -Vamos a subir, Cor -dijo como si la afirmación de Corey hubiera sido rutinaria-, porque tenemos que ver el escenario del secuestro en persona. Abe, si vamos hacia el norte por la I-91 hasta Hartford y luego nos desviamos en dirección este, tendremos mejores condiciones de tráfico que por la I-95 hasta New London.
– No puedo -dijo lacónicamente Abe-. Hay cinco camiones con el tráiler plegado por un accidente.
– Al menos -dijo Carmine, repantigándose cómodamente en su amado asiento trasero- tenemos la calefacción puesta. Voy a ver si duermo un poco.
La casa de los Khouri estaba al borde de un camino sinuoso que discurría a no mucha distancia del río Shetucket, y era tan encantadora como su entorno. La casa misma era tradicional, pero había sido construida por etapas, lo que le confería ángulos cautivadores además de tres niveles diferentes. Entre la casa y la carretera se extendía un enorme estanque, totalmente congelado en esa época del año, al igual que lo estaba el arroyo que descendía desde él hasta el río bloqueado por el hielo; habían retirado la nieve de su superficie para que pudiera usarse como pista de hielo, pero un pequeño embarcadero de madera proclamaba igualmente a las claras que en verano había allí canoas. Un puñado de juncos repiqueteaban entre sí con un ruido hueco, y en la distancia, en todas direcciones, el reflejo dorado del sol recubría el blanco inmaculado de los campos. En torno a la casa se alzaban los esqueletos invernales de sauces y abedules, con un imponente roble viejo en lo alto de una elevación más allá del pequeño lago. Hablaba de picnics a la sombra. ¿Podía pensarse en un entorno más hermoso para los niños que aquel perfecto sueño americano?
Eran siete hermanos, según supo Carmine: el único que estaba lejos de casa era Anthony, un chico de diecinueve años. Su hermano Mark tenía diecisiete, luego venía Faith con dieciséis, Nora con catorce, Emily con doce y Matthew con diez; Philippa, de ocho años, era la más joven.
El desgarrador dolor de la familia hizo imposible interrogar a ninguno de ellos, incluido el padre. Los casi treinta años pasados en Estados Unidos no habían atemperado su levantina reacción a la pérdida de un hijo. Cuando Carmine consiguió dar con una fotografía de Faith, entendió lo que Patrick había intentado hacerle ver en Ponsonby Lane. Faith parecía hermana de las otras víctimas, empezando por su mata de negro pelo rizado y acabando por sus enormes ojos oscuros y su boca exuberante. De color de piel, era la más clara; más o menos como una chica de Sicilia o del sur de Italia, de un moreno mediterráneo.
Patrick parecía frustrado cuando se encontró en el frío porche con Carmine.
– La nieve se ha congelado de tal forma que han podido tender una tira de estera de paja desde la carretera al porche trasero… parece recubrimiento barato para escaleras -dijo-. Rastrillaron y salaron la carretera en el lugar donde aparcaron, así que no hay huellas de neumático que los polis locales no hayan borrado. Abrieron la puerta de atrás con una llave o un juego de púas, y yo diría que sabían exactamente cuál era el dormitorio de Faith. Tenía un cuarto para ella sola, cada crío tiene el suyo, en el segundo piso, que es el piso de dormir para todo el mundo. Debieron de encontrarla dormida. Los únicos indicios de forcejeo son algunas revueltas de las sábanas al pie de la cama, tal vez de unas pocas patadas débiles. Luego se la llevaron por donde habían entrado, por la alfombra de paja hasta la carretera y su vehículo. Por lo que hemos averiguado, nadie oyó nada. La echaron a faltar cuando no apareció a la hora del desayuno, que la madre sirve temprano en esta época del año: hay una hora en coche hasta Norwich si no han despejado bien de nieve las carreteras. Los chicos van con su padre y esperan en la tienda hasta que se hace la hora de ir al colegio, que está a un paseo corto de distancia.
– Estás haciendo mi trabajo, Patsy. ¿Tenemos idea de cuánto mide? ¿De cuánto pesa?
– No hasta que lleguen el padre Hannigan y sus monjas. El dolor allí dentro es de locura, y no me dejan hacer preguntas. Se están arrancando el pelo a puñados.
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