Dado que al vestido de encaje rosa lo adornaban 265 piedras falsas, y que había que examinar cada una de ellas para verificar que no contenían huellas de más de una persona, presumiblemente de la costurera, pasaron seis días antes de que Carmine pudiera mostrar la prenda a Desdemona.
Llamó a su intercomunicador sintiéndose más torpe y nervioso de lo que había estado en el instituto cuando la chica de sus sueños de entonces le dijo que sí, que podía llevarla al baile de graduación. La boca seca, el corazón en un puño… sólo le faltaba el ramillete de flores.
– Desdemona, soy Carmine. Por trabajo. No abra la puerta, ya tecleo yo la combinación.
Entró en el piso de Desdemona y se deshizo de sus prendas de abrigo.
– ¿Cómo está? -preguntó, dejando la caja del vestido («¡Mierda! ¿Qué habrá pensado?») sobre la mesa.
Ella no pareció alegrarse ni lamentarse de verle.
– Estoy bien, pero muerta de aburrimiento -dijo. Luego, apuntando con el dedo a la caja-: ¿Qué es eso?
– Algo de lo que tuve que prometerle al comisario que no hablaría usted a nadie. Yo sabía que no lo haría; él, no. Supongo que ignorará que la última víctima, Margaretta Bewlee, fue hallada con un vestido de fiesta de niña puesto. No podemos rastrear su origen, pero he pensado que tal vez usted, con su ojo para el trabajo de fantasía, pueda decirnos algo sobre él.
Ella abrió la caja y desplegó el vestido de una sacudida en cuestión de un segundo, luego lo sostuvo ante sus ojos, le dio la vuelta y finalmente lo extendió sobre la mesa.
– ¿Puedo deducir que a la última chica no la cortaron en trocitos?
– No, sólo la decapitaron.
– Los periódicos decían que era alta. Esto no le cabría.
– Y no le cabía, pero la embutieron en él igualmente. Tenía la espalda demasiado ancha para abotonárselo, lo que me lleva a mi primera pregunta: ¿por qué botones? Hoy en día, todo lleva cremalleras.
Paul había abrochado los botones, que centelleaban como joyas auténticas bajo la luz de la mesa.
– Por eso -dijo ella, señalando uno con el dedo-. Una cremallera habría echado a perder el efecto. Éstos brillan.
– ¿Había visto alguna vez un vestido como éste?
– Sólo sobre un escenario, en una representación navideña, de niña, pero era un apaño, por el racionamiento de ropas. Esto es muy pretencioso.
– ¿Está hecho a mano?
– En parte, pero probablemente no en la medida que usted supone. La bisutería está cosida, sí, pero por un especialista capaz de enganchar todas las piedras en menos de lo que usted tarda en comerse un plato de estofado. Es un trabajo a destajo, así que la persona encargada de hacerlo mete la aguja por el agujero, da una vuelta con el hilo de algodón en torno a la piedra y luego lo hilvana a través del encaje hasta la siguiente piedra… ¿lo ve?
Carmine lo vio.
– Faltan algunas piedras, porque no estaban del todo bien cosidas, y se sueltan en una cadena tan larga como el hilo de algodón enhebrado en la aguja… ¿lo ve?
– Pensé que eso podía haberlo hecho Paul en el laboratorio.
– No, es más fácil que ocurriera por un trato descuidado, y no creo que fuera precisamente eso lo que recibiera en un laboratorio de patología.
– ¿Así que lo que viene a decir es que el vestido es asequible?
– Si está dispuesto a gastarse algo más de cien dólares en un traje que la niña no vaya a llevar probablemente más que una vez o dos, sí. Es un ejercicio dirigido a obtener un beneficio, Carmine. Quienquiera que haga y venda estos vestidos sabe que van a ser usados pocas veces, así que recorta el gasto todo lo que puede. El forro es sintético, no de seda, y la enagua es de redecilla barata reforzada con almidón espeso.
– ¿Qué me dice del encaje?
– Es francés, pero no de la mejor calidad. Hecho a máquina.
– En ese orden de precios, ¿deberíamos buscar en la sección de niños de grandes almacenes de Nueva York, como Saks o Bloomingdale's? ¿O tal vez en Alexander's, en Connecticut?
– En alguna tienda o unos almacenes tirando a caros, desde luego. Yo calificaría el vestido de vistoso, más que elegante.
– Estilo Mariquita Pérez -dijo él, distraídamente.
– ¿Disculpe?
– Nada, es un decir. -Inspiró hondo-. ¿Estoy perdonado?
La mirada de Desdemona se ablandó, centelleó incluso.
– Supongo que sí, zoquete grosero. No verle apenas es peor que verle demasiado.
– ¿Malvolio's?
– ¡Sí, por favor!
– Ahora cambiemos de tema -dijo él cuando estaban tomando el café-. Es tarde, podemos hablar aquí. Habilidad manual.
– ¿Quién la tiene y quién no de entre el personal del Hug?
– Exactamente.
– ¿Empezando por el Profe?
– ¿Qué tal está, por cierto?
– Encerrado en algún manicomio exclusivo de Bridgeport, del lado de Trumbull. Supongo que estarán encantados de tenerle como paciente. La mayor parte de su clientela son alcohólicos o drogadictos en desintoxicación, junto con montones de neuróticos con crisis de ansiedad. Mientras que el pobre Profe ha tenido una crisis nerviosa severa en toda regla: ilusiones, autoengaños, alucinaciones, pérdida de contacto con la realidad. En cuanto a sus habilidades manuales, son considerables.
– ¿Podría montar la instalación eléctrica y la fontanería de una casa?
– No querría, Carmine. Cualquier cosa que requiera un trabajo físico duro la considera por debajo de su dignidad. Al Profe le disgusta ensuciarse las manos.
– ¿Ponsonby?
– Sería incapaz de cambiar la arandela de un grifo.
– ¿Polonowski?
– Bastante manitas para las tareas caseras. No tiene dinero para contratar a un carpintero cuando los niños rompen una puerta, o a un fontanero si tiran un peluche por el váter.
– ¿Satsuma?
Ella elevó los ojos al cielo.
– ¡Teniente, por Dios! ¿Para qué cree que está Eido? Aparte de la mujer de Eido, que trabaja como una mula. Y Chandra tiene un ejército entero de lacayos con turbante.
– ¿Forbes?
– Yo diría que es hábil con sus manos. Hace arreglos en su casa, eso me consta. ¡Los Forbes sí que tuvieron suerte! Cuando la compraron, las hipotecas estaban al dos por ciento de interés, y tiene treinta años para pagarla. Ahora vale una fortuna, por supuesto: fachada orientada al mar, dos acres, sin depósitos de gasoil al lado.
– Que los reubicaran al fondo de la calle Oak le vino muy bien a todos los habitantes de la costa Este. ¿Finch?
– Construye él mismo sus invernaderos e invernáculos. Hay mucha diferencia, según me dice. No es más difícil que cavar un túnel para las setas. Pero yo diría que Catherine es incluso más competente. Figúrese, con sus miles de pollos…
– ¿Hunter y Ho, los ingenieros?
– Podrían construir el Empire State incorporando algunas mejoras.
– ¿Cecil?
– ¿No estará usted formulando cargos? -preguntó ella, frunciendo el entrecejo-. No sabría decirle, Carmine, la verdad. Es hábil, pero todos tendemos a considerarle ya no un machaca, sino un machaca negro además. No me extraña que nos odien. Nos merecemos que nos odien.
– ¿Otis?
– Ahora mismo, Otis no levanta objetos pesados. Personalmente, dudo que sus problemas tengan mucho que ver con lo duro que trabaja. Su pesadilla es Wesley, el sobrino de Celeste. Otis tiene pánico de que el chico se meta en líos, por Celeste. La Hondonada y la avenida Argyle andan algo revueltas.
– Pues espérese a la primavera -dijo Carmine, en tono grave-. Hemos ganado algo de tiempo con el clima, pero cuando llegue el calor se va a armar la de Dios es Cristo.
– El marido de Anna Donato es fontanero.
– Anna Donato… Refrésqueme la memoria.
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