– Gracias por esto, doctor Finch. Vuelva con su mujer.
Finch hizo lo que se le indicaba sin protestar, mientras Carmine iba en busca de Abe y Corey, a explicarles por dónde debían buscar el rastro del Fantasma. «Es un fantasma, ha vuelto a entrar y salir como un fantasma, pero es un fantasma muy bien informado, el Fantasma. Maurice Finch ha entretejido su propiedad de caminos caseros, pero el Fantasma los conoce todos. Y ha hecho usted una buena pregunta, doctor Finch: ¿Por qué a mí? Eso, ¿por qué?»
Carmine se aseguró de estar de vuelta en el depósito del condado antes de que Patrick trajera el cuerpo de Margaretta; en esa autopsia quería estar presente de principio a fin.
– La puso encima de un talud helado, pero sospecho que ella ya estaba congelada cuando la dejó allí -dijo Patrick mientras Paul y él sacaban delicadamente su larga estructura de la bolsa-. El suelo está helado por todas partes, habría hecho falta una excavadora para romperlo y enterrarla, pero esta vez no se ha preocupado por esconderla, ni siquiera un rato. La dejó tirada al aire libre, con un vestido reluciente.
Los tres hombres se quedaron mirando a Margaretta y su peculiar vestido.
– No vi lo suficiente a Sophia durante los años en que se ponía vestidos de fiesta -dijo Carmine-, pero con tantas niñas como tienes, Patrick, tú has debido de ver docenas de ellos. Esto no es el vestido de una jovencita, ¿verdad? La han embutido en un vestido de fiesta de niña.
– Sí. Cuando la levantamos, descubrimos que no se lo habían abotonado por la espalda. Margaretta tenía los hombros demasiado anchos, pero los brazos delgados, por lo que pudo hacer que le quedara bien por delante.
El vestido tenía unas manguitas abombadas con puños estrechos, y una cintura que permitía ponerlo en un cuerpo de niña: ancha y un poco rechoncha. A una niña de diez años le hubiera llegado probablemente hasta las rodillas; a esta joven apenas le cubría la parte superior de los muslos. Los encajes, de un rosa nacarado, eran de fabricación francesa, sospechó Carmine; encaje caro, auténtico, bordado sobre una base de rejilla fina y fuerte. Luego alguien había cosido lo que parecían varios centenares de piedras falsas transparentes por todo el vestido, según un patrón que evocaba el del encaje; cada piedra estaba perforada en la punta para poder coserla con una aguja fina e hilo. Una labor manual meticulosa que añadiría muchos pavos a la etiqueta del precio. Tendría que enseñarle aquello a Desdemona para hacerse una idea realmente precisa de su calidad y coste.
Observó a Patrick y Paul despojar suavemente a Margaretta de su extraño atuendo, que debía conservarse intacto. Una de las razones por las que quería tanto a su primo era el respeto que Patrick mostraba por los muertos. Por más repulsivos que fueran algunos de los cuerpos que se encontraba -materia fecal, vómitos, porquerías que mejor no mencionar-, Patrick los manipulaba como si fueran obras de Dios, hechas con amor.
Desprovista de su vestido, Margaretta quedó con sólo un par de panties de seda rosa que le llegaban a la cintura por arriba y hasta la mitad del muslo por abajo: panties modestos. Tenían la entrepierna manchada de sangre, pero no demasiado. Cuando se los quitaron, allí estaba la zona púbica depilada.
– Es nuestro hombre, seguro -dijo Carmine-. Antes de que empecéis, ¿alguna idea de cómo murió?
– Desde luego, no por pérdida de sangre. Tiene la piel más o menos de su color y sólo hay una incisión en el cuello, la que la decapitó. No hay marcas de ataduras en los tobillos, aunque creo que la inmovilizaron con la clásica tira de lienzo cruzada sobre el pecho. Puede que le pusiera otra en torno a la parte inferior de las piernas entre las violaciones, pero tendré que examinarla con más detalle para comprobarlo. -Apretó los labios-. Creo que esta vez la violó hasta matarla. No hay mucha sangre por fuera, pero tiene el abdomen muy hinchado para ser alguien que no había tenido tiempo de entrar en decadencia. Cuando estuvo muerta, la metió en un congelador hasta que pudiera tirar el cadáver.
– Entonces -dijo Carmine, apartándose de la mesa-, te esperaré en tu despacho, Patsy. Pensaba quedarme a ver hasta el final, pero no creo que pueda.
Afuera se encontró con Marciano.
– Se te ve blanco como un papel, Carmine. ¿Has desayunado?
– No, ni quiero.
– Ya lo creo que sí. -Le olió el aliento a Carmine-. Lo que te pasa es que has estado bebiendo.
– ¿A un Manischevitz lo llamas beber?
– No. Hasta Silvestri lo calificaría como mosto. Vamos, amigo, me lo puedes contar todo en el Malvolio's.
No había podido con la tostada con jarabe de arce, pero volvió al despacho sintiéndose mejor por haber intentado comer. El día iba a traerle torturas mentales peores que las que le había deparado hasta el momento; tenía el presentimiento de que el señor Bewlee insistiría en ver los restos mortales de su hija, dijera lo que dijese el ministro de su religión, o fuera quien fuese el que se prestara a esa terrible tarea. Algunas partes de ella no podían dejárselas ver de ninguna manera, pero él conocería cada línea de la palma de sus manos, tal vez alguna pequeña cicatriz allí donde le sacara una vez una astilla de un pie, la forma de sus uñas… Las dulces y hermosas intimidades de la paternidad que Carmine nunca había experimentado. «Qué extraño resulta ser padre de una criatura a la que no reconoces, que ha vivido lejos de ti y en cuya compañía te sientes un exiliado.» Ahora que había tomado por costumbre llamar Fantasma al asesino, algunos rincones y grietas de su cerebro se habían reacomodado para permitir que débiles rayos de luz alcanzaran sus profundidades; Carmine se encontró de pronto pensando por canales nuevos, desde aquella noche en que estuvo contemplando el puerto de Holloman bajo la nieve, y ver a Margaretta Bewlee con su vestido de fiesta en aquel talud de hielo había desbloqueado otro cauce que le atraía con cantos de sirena, a punto de tomar forma, el fantasma de una idea. Un fantasma…
Entonces lo vio claro. No un fantasma. Dos fantasmas.
¡Cuánto más sencillo sería todo si fueran dos! La rapidez, el silencio, la invisibilidad. Dos de ellos: uno para mostrar un señuelo, otro para ejecutar el secuestro. Tenía que haber un señuelo, algo que una muchacha de dieciséis años, pura como la nieve recién caída, cogiera con el mismo apetito que un salmón el anzuelo adecuado. ¿Un gatito abandonado, un cachorro de perro maltratado y sucio?
Éter… ¡Éter! Uno de ellos mostraba el anzuelo, el otro se acercaba por detrás como el rayo y le tapaba la cara con una almohadilla empapada en éter… no tiene ocasión de gritar, no hay riesgo de que le muerda o se le escurra un momento de la mano permitiéndole lanzar un grito. La chica perdería el conocimiento en segundos, inhalando éter en sus pulmones al resistirse. Luego los dos se la llevan, le ponen una inyección, la meten en un vehículo o en un escondite provisional. Éter… El Hug.
Sonia Liebman estaba en el quirófano del Hug, haciendo limpieza tras una sopa de cerebro de rata. Cuando vio a Carmine, su rostro se ensombreció… pero no por su causa.
– ¡Ah, teniente, me he enterado! ¿Está bien el pobre Maurice?
– Está bien. No podría estar de otra manera, con esa mujer que tiene.
– Así que al Hug sigue lloviéndole mierda, ¿no?
– O alguien pretende dar esa impresión, señora Liebman. -Hizo una pausa; no tenía sentido disimular-. ¿Tienen éter en el quirófano? -preguntó.
– Desde luego, pero no es éter anestésico, sólo anhídrido de éter corriente. Venga -dijo, y lo guió hasta una antesala, donde señaló una fila de latas que descansaban sobre una alta estantería.
– ¿Puede actuar como anestésico? -preguntó Carmine, y cogió una lata de la estantería para examinarla. Tenía el tamaño aproximado de una lata grande de melocotones, pero con un cuello corto y estrecho aprisionado por una perilla metálica. No una tapa, sino un cierre sellado. «La sustancia debe de ser tan volátil -pensó- que ni el más hermético de los cierres impide que se evapore.»
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