– Vaya, ¿qué te parece? -preguntó Marciano, reclinándose en su asiento para evitar el puro de Silvestri… ¿por qué acababa siempre metiéndosele a él debajo de las narices?-. ¿Elimina eso a los Kyneton? ¿O a Tamara Vilich?
– No del todo, Danny, aunque nunca han estado entre los primeros de mi lista. Ella pinta unos cuadros enfermizos y es una dominatriz.
– O sea, que a Keith le pone que le calienten el culo.
– Eso parece. De todas formas, Tamara no puede dejarle muchas marcas, o su amantísima esposa se daría cuenta. La que más pena me da es su madre.
– Otra que te gusta -dijo Silvestri.
– Sí, vaya, mal iremos el día que no me guste nadie.
– ¿Qué piensas hacer ahora? -preguntó Marciano.
– Presionar a Tamara con el asunto Kyneton.
– Eso no te dolerá. Ella sí que no te gusta.
La encaró en su oficina.
– Encontré la foto del doctor Keith Kyneton que tiene detrás de la de su madre -le dijo crudamente, admirando su presencia de ánimo; sus ojos, más caquis con aquella luz, se elevaron sin miedo hacia el rostro de Carmine.
– Follar no es asesinar, teniente -dijo-. Ni siquiera es delito entre adultos que consienten.
– No me interesa lo de follar, señorita Vilich. Lo que quiero saber es dónde se reúnen para hacerlo.
– En mi apartamento.
– ¿Con la mitad del barrio trabajando en la Facultad de Medicina de la Chubb o en la colina de la Ciencia? Cualquiera que conozca a Kyneton o su coche acabaría viéndole antes o después. Creo que tienen ustedes un escondite en alguna parte.
– Se equivoca, no es así. Soy soltera, vivo sola, y Keith se asegura de que no haya nadie si llega antes de anochecer. Aunque nunca llega antes de anochecer. Por eso me encanta el invierno.
– ¿Qué hay de las caras que miran tras visillos de encaje? Su aventura con el doctor Kyneton le confiere una doble relación con el Hug. Su mujer y su amante trabajan allí. ¿Lo sabe su mujer?
– Vive en la más completa ignorancia, pero supongo que usted voceará lo mío con Keith a los cuatro vientos -dijo Tamara, malhumorada.
– Yo no voy voceando nada, señorita Vilich, pero tendré que hablar con Keith Kyneton y asegurarme de que no hay un escondite por algún sitio. Huelo a violencia en su relación, y la violencia pide normalmente un escondite seguro.
– Donde no se oigan los gritos. Nunca llegamos tan lejos, teniente, la cosa va más de representar una situación -dijo ella-. Profesora estricta con niño travieso; mujer policía con sus esposas y su porra… ya sabe. -La expresión de Tamara cambió, al tiempo que se estremecía-. Me dejará. Ay, Dios, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer cuando me deje?
«Lo que no hace sino demostrar -pensó Carmine, al marcharse- lo equivocadas que llegan a estar las suposiciones que uno hace. Pensaba que la única persona a la que quería era a ella misma, pero está loca por ese pavo de Keith Kyneton, lo que podría explicar sus cuadros. Así es como ella siente el amor… ¡Qué triste, odiar el amor! Porque sabe que Keith está allí sólo por el sexo. Él a quien quiere es a Hilda… suponiendo que sea capaz de amar.»
Tamara le alcanzó en el ascensor.
– Si se da prisa, teniente, encontrará al doctor Kyneton entre dos operaciones -dijo-. Hospital de Holloman, décima planta. La mejor forma de llegar es a través del túnel.
Era tan fantasmagórico como todos los túneles; después de explorar la maraña de túneles en que habían vivido los japos en las islas del Pacífico durante la guerra, Carmine les tenía miedo. En Londres, tenía que obligarse a descender a las entrañas de la tierra para andar por los túneles en los transbordos del metro. Era como si los túneles gruñeran, transmitiendo la ira de la tierra afrentada, invadida. Por más seco e iluminado que estuviera, un túnel sugería terrores latentes. Recorrió los noventa metros del túnel del Hug, tomó el desvío de la derecha y entró en el hospital cerca de la lavandería.
Todos los quirófanos se encontraban en la décima planta, pero el doctor Keith Kyneton le esperaba junto a la fila de ascensores, vestido de verde, con un par de máscaras de algodón colgándole del cuello.
– En privado, insisto en que tratemos este asunto en privado -le dijo el neurocirujano en un susurro-. ¡Entre aquí, rápido!
«Aquí» era un cuarto de almacenamiento repleto de cajas de suministros, desprovisto de sillas o de cualquier ambiente del que Carmine pudiera sacar partido.
– La señorita Vilich se lo ha contado, ¿eh? -exclamó-. ¡Nunca quise que me tomara esa maldita fotografía!
– Debió romperla.
– ¡Por Dios, teniente, no lo entiende! ¡Ella la quería! ¡Tamara es… fantástica!
– Le creo, si le va el vicio. Sor Catéter y su maletín de poner enemas. ¿Quién empezó, usted o ella?
– La verdad, no me acuerdo. Estábamos los dos borrachos, en una fiesta del hospital a la que no pudo venir Hilda.
– ¿Cuánto hace de eso?
– Dos años. Fue en las Navidades de 1963.
– ¿Dónde se ven?
– En casa de Tamara. Tengo mucho cuidado al entrar y salir.
– ¿Y en ningún otro sitio? ¿No tienen un pequeño escondite en el campo?
– No, sólo en casa de Tamara.
De pronto, Kyneton se agarró con ambas manos del antebrazo de Carmine y se dejó caer, tembloroso y con el rostro surcado de lágrimas.
– ¡Teniente! ¡Señor! ¡Por favor, se lo ruego, no se lo cuente a nadie! ¡Mi participación en Nueva York está casi cerrada, pero si se enteran de esto la perderé! -exclamó.
Sin poder dejar de pensar en Ruth y Hilda, en sus constantes sacrificios por ese crío mimado y crecido, Carmine se zafó de una sacudida furiosa.
– ¡No me toque, capullo egoísta! Su preciosa consulta de Nueva York me trae sin cuidado, pero sucede que me caen bien su madre y su mujer. ¡No se merece a ninguna de las dos! Yo no mencionaré esto a nadie, pero no puede ser tan estúpido para pensar que la señorita Tamara Vilich será tan considerada. Usted la dejará, por fantástico que sea el sexo exótico con ella, y ella se vengará como cualquier mujer despreciada. Mañana se habrán enterado todos cuantos le importan. Su profesor, su madre, su esposa y la cuadrilla de Nueva York.
Kyneton flaqueó, buscó en vano una silla con la mirada y optó por sujetarse a una caja de muestras.
– ¡Ay, Dios, Dios, Dios, es mi ruina!
– ¡Enderécese, Kyneton, por el amor del cielo! -le espetó Carmine-. No es su ruina… todavía. Encuentre a alguien que lleve a cabo su próxima operación por usted, mande a su mujer a casa y vaya después. Una vez que esté a solas con su madre y con ella, confiese. Póngase de rodillas y pídales perdón. Jure que no volverá a hacerlo. Y no se calle nada. Es usted un engatusador de mucho cuidado, las ablandará. Pero que Dios le ayude si no trata bien a esas dos mujeres en el futuro, ¿me ha oído? No le acusaré de nada por el momento, pero no crea que no puedo encontrar nada de qué acusarle si quiero, y no voy a perderle de vista en todos los años que me queden de poli. Una última cosa: la próxima vez que vaya de compras a Brooks Brothers, cómpreles algo bonito a su mujer y su madre en Bonwit's.
¿Le había escuchado el muy bastardo? Sí, pero sólo a lo que adivinaba que podía salvarle.
– Nada de eso me ayuda con la participación en la clínica.
– ¡Claro que sí! Siempre que su mujer y su madre le respalden. Entre los tres, seguro que pueden hacer quedar a Tamara Vilich como una mujer frustrada que cuenta una sarta de mentiras.
Los engranajes de su cabeza iban a toda velocidad; Kyneton se animó visiblemente.
– ¡Sí, sí, ya veo qué quiere decir! ¡Ésa es la forma de hacerlo!
Al cabo de un instante, Carmine estaba solo. Keith Kyneton salió como una bala a reparar sus defensas, sin una palabra de agradecimiento.
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