– ¿Deja usar el sótano a sus inquilinos? -preguntó él.
Ella bajó sus delicados párpados y curvó levemente los labios.
– No. El sótano es mío.
– No tengo orden judicial, pero ¿le importa que eche un vistazo?
Sus pezones se marcaron de pronto, como si le hubiera entrado frío.
– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? -preguntó bruscamente.
– Otro secuestro. Anoche, en Groton.
– Y usted cree que, porque pinto lo que pinto, soy una psicópata con un sótano bañado de sangre. Mire cuanto quiera, me importa un carajo -dijo ella, y se fue a lo que Carmine adivinó que había sido en tiempos una segunda habitación, pero que ahora era su estudio.
Carmine le tomó la palabra y anduvo husmeando por el sótano, pero no encontró nada peor que una rata muerta en una trampa. Si Tamara le cayese bien, la hubiera tirado por ella; como no era el caso, no lo hizo.
Su dormitorio era muy interesante: cuero negro; sábanas de satén negro sobre una cama cuya estructura era lo bastante robusta como para atarle unas esposas; una piel de cebra sobre la alfombra negra, con la cabeza intacta y un par de ojos resplandecientes de cristal rojo. «Apuesto que no eres tú la que recibe los latigazos, cariño -pensó Carmine, paseando silenciosamente-. Eres una dominatriz; me pregunto a quién estarás azotando.»
Sobre la mesilla de noche del lado que él supuso sería el suyo, descansaba una fotografía en un recargado marco de plata; una anciana de expresión severa que se parecía a Tamara lo bastante para ser su madre. Carmine la cogió de un modo que habría parecido distraído de haber entrado ella en la habitación, y luego retiró la parte de atrás rápidamente. ¡Bingo! Un filón. Detrás de mamá había una foto de cuerpo entero de Keith Kyneton; estaba en pelota picada, exhibiendo un tipo digno de Mister Universo, y empalmado como un quinceañero. Al cabo de treinta segundos, mamá estaba de vuelta en la mesilla. «¿Cuándo aprenderán que esconder una foto detrás de otra es el truco más viejo que hay en el libro de los engaños? Ahora lo sé todo de ti, señorita Tamara Vilich. Puede que azotes a otros, pero no a él… su trabajo se resentiría. ¿Jugáis a cosas juntos, entonces? ¿Le vistes de bebé y le das con una pala en el trasero? ¿Haces de enfermera que le pone un enema? ¿O de maestra estricta que le inflige humillaciones? ¿De fulana que lo engancha en un bar? ¡Vaya, vaya!»
Como no le quedaba nadie más por visitar, volvió a casa, pero bajó del ascensor en el piso diez y llamó al intercomunicador de Desdemona. Respondió su voz carente de tono; no era síntoma de desagrado, era efecto de la tecnología.
– Ha habido otro -dijo escuetamente, mientras se deshacía de sus prendas de abrigo.
– ¡Carmine, no! ¡Sólo ha pasado un mes!
Él echó un vistazo alrededor, localizó la cesta de labor y un mantel que ella estaba terminando más rápidamente que en sus días de excursionista.
– ¿Por qué es usted tan tacaña, Desdemona? -preguntó Carmine, cuyo humor se había enrarecido hasta caer en el absoluto desánimo, y necesitaba descargarlo en alguien-. ¿Por qué no se gasta dinero en sí misma? ¿A qué viene esta vida estoica? ¿No se puede comprar un vestido bonito de vez en cuando?
Ella se quedó de pie, petrificada, con una línea blanca dibujada en torno a sus labios apretados y un fulgor de dolor en los ojos que no le había mostrado ni siquiera por Charlie.
– Soy una solterona, ahorro para mi vejez -dijo sin levantar la voz-. Pero hay algo más. De aquí a cinco años me vuelvo a casa… a un lugar sin violencia, sin polis que juegan con pistolas y sin Monstruo de Connecticut. Por eso.
– Lo siento, no tenía derecho a hacerle esa pregunta. Perdóneme.
– No será hoy, y puede que nunca -dijo ella, abriendo la puerta. Las prendas de abrigo salieron detrás de su propietario, hechas un amasijo arrojado al suelo-. Buenas noches, teniente Delmonico.
Martes, 4 de enero de 1966
El primer día laborable del año nuevo se levantó nevado y ventoso, pero el tiempo no había impedido a alguno embadurnar el Hug con pintadas: ASESINOS, ENEMIGOS DE LOS NEGROS, CERDOS, FASCISTAS, esvásticas, y, a lo largo de la fachada principal: HOLLOMAN KU KLUX KLAN.
Cuando llegó el Profe y vio lo que le habían hecho a la niña de sus ojos, se desplomó. No por un infarto; las crisis de Robert Mordent Smith eran de orden anímico. Se lo llevó una ambulancia, cuya dotación tuvo muy claro que cuando llegaran a Urgencias, el edificio de al lado, estarían llamando a gritos no a los cardiólogos, sino a los psiquiatras. El hombre lloraba, gemía, despotricaba y balbuceaba encadenando palabras incoherentes.
Carmine se acercó a ver el Hug por sí mismo, tan agradecido como John Silvestri porque el invierno resultase riguroso después de todo; los verdaderos disturbios raciales no estallarían hasta la primavera. Sólo dos negros desafiaban los elementos enarbolando pancartas que el viento ya había hecho jirones. La cara de uno de ellos le era familiar; se detuvo junto a la entrada y la estudió. Su propietario era pequeño, delgado, insignificante, muy oscuro de piel, ni guapo ni sexy. Pero ¿dónde, dónde, dónde? Los recuerdos enterrados tendían a asomar a la superficie de repente, como hizo éste; cualquier cosa registrada en la cabeza de Carmine permanecía allí, para ser desenterrada cuando la ocasión lo requiriera. El sobrino de la mujer de Otis Green. Wesley le Clerc.
Cruzó pesadamente por la nieve hasta donde estaban Le Clerc y su compañero, otro me-gustaría-ser-alguien-si-pudiera que parecía menos resuelto que Wesley.
– Idos a casa, tíos -dijo cordialmente-, o tendremos que sacaros a rastras o meteros en el trullo. Aunque antes, señor Le Clerc, quisiera hablar con usted un momento. Venga adentro, aquí hace frío. No voy a arrestarlo, sólo quiero hablar, palabra de scout.
Para su sorpresa, Wesley lo siguió dócilmente mientras el otro tipo se escabullía como un crío a la salida del colegio.
– Tú eres Wesley le Clerc, ¿no? -le preguntó una vez que estuvieron dentro, sacudiéndose la nieve de las botas.
– ¿Y qué si lo soy, eh?
– El sobrino de Louisiana de la señora Green.
– Sí, y tengo antecedentes, le ahorraré la molestia de investigarme. Soy un conocido agitador. En otras palabras, un incordio negro.
– ¿Cuánto tiempo has pasado a la sombra, Wes?
– En total, cinco años. Pero no por robar tapacubos o asalto a mano armada. Siempre por zurrar a paletos racistas que odian a los negros.
– ¿Y qué haces en Holloman aparte de manifestarte pacíficamente con una cazadora de la Brigada Negra?
– Hago instrumentos en Suministros Quirúrgicos Parson.
– Es un buen trabajo, requiere cierta habilidad tanto manual como intelectual.
Wesley se hinchó para nivelarse con el mucho más corpulento Carmine, como un pollito ante un gallo de pelea.
– ¿Y a usted qué le importa lo que haga, eh? ¿Cree que he pintado yo lo de afuera, eh?
– ¡Venga, Wes, madura! -dijo Carmine, aburrido-. Las pintadas no las ha hecho la Brigada Negra, son críos del instituto Travis, ¿crees que no lo sé? Lo que quiero saber es por qué estás ahí congelándote el culo con un tiempo que no atrae precisamente al público.
– Estoy allí para decir a los blancos que empiecen a preocuparse, señor poli listo. Usted no va a atrapar a ese asesino porque no quiere. Por lo que a mí respecta, señor policía listo, es usted el que anda matando chicas negras.
– No, Wes, no soy yo. -Carmine se apoyó en la pared y contempló a Wesley con inequívoca simpatía-. ¡Renuncia al camino de Mohammed! Es el camino equivocado. La violencia no va a traer una vida mejor a los negros, diga lo que diga Lenin sobre el terror. Después de todo, muchos blancos han aterrorizado a los negros americanos durante dos siglos, y ¿han conseguido aplastar su espíritu? Vuelve a estudiar, Wesley, licénciate en Derecho. Eso ayudará a la causa de los negros más de lo que puede ayudar Mohammed el Nesr.
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