Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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Lo que eran cilindros, martillos y bielas, había en cantidad, pero pese a que estuvo gateando por todos los rincones bajo la mesa, Carmine no pudo encontrar trampillas secretas ni compartimentos ocultos; el suelo era de cemento, lo mantenían muy limpio, y que existiera un vínculo entre trenes y jovencitas parecía cuando menos improbable.

El niño que había en él habría estado en la gloria de haberse pasado el resto del día jugando con los trenes del Profe, pero en cuanto se hubo convencido de que el sótano de los Smith no guardaba más que trenes, trenes y más trenes, Carmine se despidió. Eliza le guió a través de la casa tras pedirle él permiso para inspeccionarla. La única cosa que la puso nerviosa en algún momento fue una vara que había sobre un aparador del comedor, con la punta ominosamente astillada. «Así que el Profe pega a sus hijos, y no flojo. Bueno, mi padre me pegó a mí hasta que fui más grande que él, menudas pulgas se gastaba el alfeñique. Después de él, los sargentos instructores del ejército de Estados Unidos fueron peritas en dulce.»

De casa de los Smith fue a la de los Ponsonby, no lejos de allí, pero no había nadie. Las puertas abiertas del garaje dejaban ver un Mustang escarlata, pero no la furgoneta que Carmine había visto en el aparcamiento del Hug. ¡Era curioso, la de gente que conducía descapotables de ocho cilindros en V! «Desdemona, y ahora Charles Ponsonby. Hoy ha debido de salir con su hermana en la furgoneta; probablemente, la hermana y su perro guía necesitaban espacio.»

Decidió no visitar a los Polonowski; lo que hizo fue pararse en una cabina telefónica y llamar a Marciano.

– Danny, envía a alguien al norte del Estado a visitar la cabaña de Polonowski. Si está ahí con Marian, que no le molesten, pero si está solo o no está, tus hombres deberían echar un vistazo, con toda educación, para que Polonowski no piense en cosas como órdenes de registro.

– ¿Cuál es tu veredicto sobre el secuestro de Groton, Carmine?

– Ah, es nuestro hombre, pero haciendo una demostración de que esto va a ser duro. Ha variado su patrón, ha saludado el Año Nuevo con una canción nueva. Habla con Patrick en cuanto vuelva. Yo estoy dándome una vuelta por las casas de los huggers. ¡No, no te asustes! Sólo un vistazo. Aunque si encuentro a alguien en casa les pediré que me dejen inspeccionar lugares como sótanos y áticos. ¡Danny, tendrías que ver lo que tiene el Profe en su sótano! ¡Increíble!

Aprovechó que estaba en la cabina para llamar a los Finch, cuyo teléfono sonó y sonó sin respuesta. Los Forbes, según descubrió, tenían un servicio de contestador, probablemente por el gran número de pacientes humanos que Forbes veía. La voz melosa de la operadora le informó de que el doctor Forbes se encontraba en Boston ese fin de semana y le dio un teléfono de Boston. Cuando llamó a éste, el doctor Addison Forbes le habló con irritación.

– Acabo de enterarme de que se han llevado a otra chica -dijo Forbes-, pero a mí no me mire. Mi mujer y yo estamos aquí arriba con nuestra hija Roberta. Acaban de admitirla en Obstetricia y Ginecología.

«Estoy quedándome sin sospechosos», pensó Carmine, colgó y regresó al Ford.

Entrando en Holloman por Sycamore, decidió ver a qué dedicaba Tamara Vilich los fines de semana.

Tras mirar quién era desde detrás de los cristales de la puerta principal, Vilich la abrió envuelta en ropas nada propias de una hugger: un vestido de fina seda, vaporoso, a la altura de la cadera por ambos lados, muy sexy, que no dejaba gran cosa a la imaginación. «Es una de esas mujeres -pensó Carmine- que nunca llevan bragas. Una exhibicionista.»

– Tiene usted todo el aspecto de estar necesitando un buen café. Entre -dijo, sonriente, mientras el escarlata de su atuendo volvía sus ojos camaleónicos bastante rojos y demoníacos.

– Bonito nido tiene usted aquí -dijo él, echando una mirada general.

– Eso -dijo ella- suena tan manido que no parece sincero.

– Era por darle conversación.

– Pues désela usted mismo un momento mientras me ocupo del café. -Desapareció en dirección a la cocina, dejándole libre para apreciar su decoración a placer. Sus gustos se decantaban por lo ultramoderno: colores brillantes, asientos de cuero bueno, más cromados y cristal que madera. Pero no se detuvo mucho en ello: concentró su atención en los cuadros que asaltaban sus indefensas paredes. El lugar de honor lo ocupaba un tríptico. La tabla izquierda mostraba una mujer desnuda pintada en carmín, con un rostro grotescamente feo, arrodillada para adorar una estatua de aspecto fálico de Jesucristo; la tabla central mostraba a la misma mujer tendida de espaldas, abierta de piernas y con la estatua en la mano izquierda; la tabla derecha la mostraba con la estatua introducida en su vagina y el rostro estallando en pedazos como si lo hubiera alcanzado una bala con punta de mercurio.

Captado el mensaje, eligió un asiento desde el que no tuviera que ver aquella cosa repulsiva.

Los demás cuadros exhibían más ira y violencia que obscenidad, pero él no colgaría ninguno de ellos en su casa. Un ligero tufo a óleo y trementina le indicó que Tamara debía de ser la artista, pero ¿qué la impulsaba a elegir aquellos temas? El cadáver en putrefacción de un hombre colgado cabeza abajo de un patíbulo; una cara que no llegaba a humana gruñendo y babeando; un puño apretado rezumando sangre entre los dedos… Puede que Ponsonby los aprobara, pero Carmine tenía el ojo lo bastante certero para juzgar que su técnica no era excelente; no, esto no era lo bastante bueno como para interesar a un entendido tiquismiquis como Chuck. No tenía otro poder que el de ofender.

«O está enferma o es más cínica de lo que sospechaba», pensó.

– ¿Le gusta mi trabajo? -preguntó ella al reunirse con él.

– No, me parece enfermizo.

Ella echó atrás su impecable cabeza y rió con ganas.

– Confunde usted mis motivos, teniente. Pinto lo que cierto mercado busca y busca sin tener nunca suficiente. El problema es que mi técnica no es tan buena como la de los maestros del género, por lo que sólo puedo vender mi obra por los temas que trata.

– O lo que es lo mismo, por una miseria, ¿no?

– Sí. Aunque tal vez un día pueda ganarme la vida con ello. Lo que da dinero son las ediciones limitadas de grabados, pero yo no soy litógrafa. Debería tomar unas clases que no me puedo permitir.

– Todavía está pagando por el desfalco del Hug, ¿eh?

Ella se levantó de la silla como disparada por un resorte y volvió a la cocina sin responder.

Su café era muy bueno; Carmine bebió con avidez y se sirvió una danesa de manzana recién salida del congelador.

– Es usted propietaria del edificio, tengo entendido -dijo, sintiéndose ya mejor.

– ¿Ha estado investigando al personal?

– Claro. Es parte de mi trabajo.

– Pero aún tiene el atrevimiento de sentarse a juzgar mi obra. Sí -prosiguió, acariciándose la garganta con una mano larga, bellísima-, la casa es mía. Alquilo el segundo piso a un residente de Radiología y su mujer, que es enfermera, y el piso de arriba a una pareja de ornitólogas lesbianas que trabajan en la torre Burke de Biología. Los alquileres me han asegurado el pan desde mi pequeño… eh… desliz.

«Eso es, Tamara, niega la evidencia, te queda mejor que fingir indignación.» -El profesor Smith me dio a entender que fue su entonces marido el cerebro de la operación.

Ella se inclinó hacia delante, con los pies recogidos debajo de sí, y elevó desdeñosamente un labio.

– Dicen que uno no hace aquello que no quiere, así que ¿a usted qué le parece?

– Que le quería usted mucho.

– ¡Qué perspicaz por su parte, teniente! Supongo que así debía de ser, pero siento que ha pasado una eternidad.

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