Irradiaba calor; ella ya lo había advertido antes, y lo encontró curiosamente reconfortante.
– Bueno, en fin… -dijo, se detuvo y entonces se puso a hablar a toda prisa, como queriendo pronunciar las palabras antes de poder arrepentirse-. Han estado siguiéndome al volver a casa por las tardes.
Él no se rió, pero tampoco se puso tenso.
– ¿Cómo lo sabe? ¿Vio a alguien?
– No, no, a nadie. Eso es lo que me asusta. Oía ruido de pasos sobre las hojas muertas, y cesaba cuando yo me paraba, pero no lo bastante rápido. Y sin embargo… ¡nadie!
– Da miedo, ¿eh?
– Sí.
Él suspiró, la rodeó con el brazo, la condujo a una poltrona y le sirvió otro coñac.
– Usted no es de las que se asustan fácilmente, y dudo que sea imaginitis. De todas formas, no creo que sea el Monstruo. Encierre ese cerdo ronco que tiene por coche. Mi madre tiene un viejo Merc que no utiliza, puede usted usarlo. No será una tentación para los chorizos locales, y tal vez quien la acecha capte el mensaje.
– No quiero abusar de usted.
– No es ningún abuso. Vamos, la seguiré hasta su casa y esperaré hasta verla entrar. El Merc estará allí por la mañana.
– En Inglaterra -dijo ella mientras Carmine la acompañaba al Corvette- un Merc sería un Mercedes-Benz.
– Aquí -dijo él, abriéndole la puerta- es un Mercury. Se ha tomado usted dos copas de coñac y un teniente de policía le pisa los talones, así que conduzca con cuidado.
Era tan amable, tan generoso… Desdemona separó el reluciente deportivo rojo de la acera en el instante en que Carmine se metió en su Ford, y condujo hasta su casa consciente de que sus temores se habían desvanecido. ¿Bastaba con eso? ¿Con tener un hombre fuerte al lado?
El comprobó que había cerrado bien el Corvette y luego la escoltó hasta el portal.
– Ya estoy más tranquila, puede usted irse -dijo ella, y le tendió la mano.
– Ah, no, echaré un vistazo arriba también.
– Está todo hecho un desastre -dijo ella, al tiempo que empezaba a subir las escaleras.
Pero el desastre que se encontró no era el mismo al que se refería. Su canasta de labor estaba tirada en el suelo, su contenido desperdigado por todas partes, y su nuevo bordado, una casulla de sacerdote, yacía hecha jirones sobre su butaca.
Desdemona se tambaleó, pero recuperó el equilibrio.
– ¡Mi labor, mi hermosa labor! -musitó-. Nunca se había atrevido a tanto.
– ¿Quiere decir que ya había entrado aquí antes?
– Sí, al menos dos veces. Había cambiado la labor de sitio, pero no la había destrozado. ¡Oh, Carmine!
– Venga, siéntese. -Le ofreció tomar asiento en otra butaca y fue hasta el teléfono-. ¿Mike? -preguntó a alguien-. Delmonico. Necesito dos hombres para vigilar a un testigo. Para ayer, ¿entendido?
Su calma no tenía parangón, pero anduvo rondando alrededor de la butaca de bordar sin tocar nada, y luego se sentó en el brazo de la que ella ocupaba.
– Es un hobby poco frecuente -dijo entonces, en tono distendido.
– Me encanta.
– Así que se le partirá el corazón viendo esto. ¿Estaba trabajando en ello cuando él pasó por aquí las veces anteriores?
– No, estaba haciendo un mantelillo de aparador para Chuck Ponsonby. Muy elegante, pero nada del estilo de esto. Se lo di hace una semana. Quedó encantado.
Carmine no dijo nada más hasta que las luces de un coche patrulla se reflejaron en las ventanas de la fachada; entonces le dio unas palmaditas en el hombro y la dejó, al parecer para impartir instrucciones a los hombres.
– Dejo sólo a un hombre en este piso -dijo al regresar-, a la puerta de su casa, y a otro en el rellano de arriba de las escaleras traseras. Estará a salvo. Le traeré el Merc a primera hora, pero no podrá ir directamente a trabajar. Deje todo exactamente como está hasta que lleguen mis peritos por la mañana a ver si nuestro destructivo amigo nos ha dejado alguna pista.
– La primera vez lo hizo.
– ¿Qué? -preguntó él bruscamente, y ella supo que estaba preguntando por esa pista, que no era una simple exclamación. Carmine no era amigo de perder el tiempo cuando trabajaba.
– Un pequeño mechón de pelo negro, corto.
Carmine perdió de pronto toda expresión.
– Ya veo -dijo. Luego se fue, como si no se le ocurriera qué decir para despedirse.
Desdemona se acostó, aunque no se durmió.
Segunda parte
DICIEMBRE 1965
Miércoles, 1 de diciembre de 1965
Los estudiantes salían en tropel, por centenares, del instituto Travis, algunos para caminar cortas distancias hasta sus casas de la Hondonada, otros para montarse en docenas de autobuses escolares aparcados en fila a lo largo de la calle Veinte y por las esquinas de la parte de Paine. En los viejos tiempos, se habrían subido sin más a cualquier autobús que les acercara a sus respectivos destinos, pero desde el advenimiento del Monstruo de Connecticut, a cada estudiante se le había asignado un autobús en particular, que llevaba su número en lugar visible. Al conductor se le facilitaba una lista con los nombres, y tenía orden de no arrancar hasta que todos los estudiantes estuvieran a bordo. Tan cuidadosa se había vuelto la administración del Travis, que si un estudiante faltaba a clase se borraba su nombre de la lista del día del conductor. Ir a clase no era tanto problema; lo que todo el mundo temía era volver a casa.
Travis era el instituto público más grande de Holloman, cubría desde la Hondonada a los barrios del extrarradio de la parte norte de la ciudad por el distrito oeste. La mayoría de los estudiantes eran negros, pero no por mucho, y aunque ocasionalmente se dieran allí problemas raciales, lo normal era que los muchachos se mezclaran entre sí por afinidades personales. De modo que, pese a que la Brigada Negra tenía sus seguidores en el instituto Travis, también los tenían las diversas iglesias y sociedades, y estaban además los que tiraban por la calle del medio, la gente razonable que no quería líos.
Cualquier profesor de la plantilla afirmaría que las hormonas causaban más problemas que la cuestión racial.
Aunque eran los institutos católicos los que estaban sometidos a medidas más estrictas de vigilancia policial, no se había descuidado al Travis. El día que Francine Murray, una alumna nueva de dieciséis años que vivía en el Valle, en las afueras, faltó a su autobús, el conductor salió corriendo hasta el coche patrulla de la policía de Holloman que había aparcado en la acera, junto a la verja de entrada. En cuestión de un instante, reinaba en el lugar un caos controlado; hombres uniformados detenían los autobuses junto a la acera y preguntaban si estaba Francine Murray entre los pasajeros; otros pedían que se identificaran los amigos de Francine, y Carmine Delmonico salía a toda prisa hacia el instituto Travis con Corey y Abe.
No es que se olvidara del Hug. Antes de arrancar su Ford, dio instrucciones a Marciano para que se asegurara de que en el Hug pasaban lista y no faltaba nadie.
– Sé que no podemos permitirnos mandar un coche allí, así que llama a la señorita Dupre y dile de mi parte que quiero que esté todo el mundo controlado, hasta para ir a mear. Puedes fiarte de ella, Danny, pero no le digas más de lo necesario.
Tras registrar el vasto y laberíntico edificio del instituto desde la azotea a los gimnasios, se congregó a los profesores en corrillos en el patio, mientras Derek Daiman, el muy respetado director negro, caminaba inquieto arriba y abajo. Seguían llegando coches patrulla a medida que se comprobaba que no faltaba ningún estudiante en otros institutos, y los nuevos contingentes de policías se dispersaban para interrogar a cualquiera que veían, registrar Travis a fondo de nuevo o recoger a los estudiantes que aún pululaban por el lugar, muertos de curiosidad.
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