Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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Cuando se acercaban a una casa pintada de amarillo, Carmine le puso la mano en el hombro a Corey.

– Vosotros quedaos aquí -dijo-. Si os necesito daré una voz, ¿vale?

El reverendo Leon Williams le recibió en casa de los Murray. «Esto se está convirtiendo en una costumbre, Carmine.» Los dos chicos no estaban en casa; llegaba débilmente el sonido de un televisor. Los padres, sentados uno al lado del otro en un sofá, intentaban valientemente mantener la entereza; ella le sostenía la mano a él como si fuera una cuerda de salvamento.

– ¿Es usted caribeño, señor Murray? -preguntó Carmine.

– No, seguro que no. Los Murray llevan en Connecticut desde antes de la Guerra Civil, combatieron con el Norte. Y mi mujer es de Wilkes-Barre.

– ¿Tiene usted una fotografía reciente de Francine?

Clavada a las otras once.

Y otra vez lo mismo, desde el principio, las mismas preguntas que había hecho a otras once familias: a quién veía Francine, qué buenas obras hacía, si había mencionado a algún nuevo amigo o conocido, si había notado que alguien la observaba, o la seguía. Como siempre, no a todo.

Carmine no se demoró un instante más de lo necesario. «Su ministro les brindará más consuelo del que yo pudiera llegar a ofrecerles. Yo soy el enviado de la muerte, tal vez la mano del castigo, y así es como me ven. Están ahí dentro rezando por que su niña esté bien, pero aterrados de que no lo esté. Esperando que vuelva yo, el enviado de la muerte, a decirles que no lo está.»

El comisario John Silvestri apareció en la televisión local al acabar las noticias de las seis, convocando a la población de Holloman y Connecticut a colaborar en la búsqueda de Francine e informar de si habían visto algo inusual. Un policía de despacho tenía su utilidad, y una de las más destacadas de Silvestri era su imagen pública: aquella cabeza leonina, su soberbio perfil, su tranquila dignidad, su aire sincero. No intentó eludir las preguntas de la presentadora como lo habría hecho un político, pues era el más sagaz de los políticos. Las irritantes observaciones de la periodista en torno al hecho de que el Monstruo de Connecticut seguía suelto y raptando a jóvenes inocentes no hicieron mella en su compostura en lo más mínimo; consiguió, de algún modo, hacerla aparecer a ella como un lobo de rostro atractivo.

– Es inteligente -dijo simplemente Silvestri-. Muy inteligente.

– Debe de serlo -dijo Surina Chandra a su marido, sentada junto a él ante la gigantesca pantalla de su televisor. Se habían gastado una fortuna en hacerse traer una línea ex profeso desde Nueva York para poder hacer zapping por la programación por cable hasta las ocho, hora a la que se sentaban a cenar. Lo que esperaban era ver algún programa sobre la India, pero lo cierto es que eso ocurría muy rara vez. En Estados Unidos, según habían descubierto, no tenían ni pizca de interés por la India; vivían inmersos en sus propios problemas.

– Sí, debe de serlo -dijo Nur Chandra, distraídamente, con la mente puesta en un triunfo tan enorme que quería proclamárselo al mundo entero. Sólo que no se atrevía a correr el riesgo, no se atrevía. Tenía que seguir siendo su secreto-. Dormiré en mi pabellón los próximos días -añadió. Sus perfectos labios se curvaron en una sonrisa-. Tengo trabajo importante que hacer.

– ¿Cómo puede decir nadie que el Monstruo es inteligente? -preguntó Robin-. ¡Matar niñas no es inteligente, es… es estúpido e inhumano!

«Me pregunto -se interrogó Addison Forbes- cuál sería su definición de "inteligente" si la invitara a explicarlo.»

– Yo estoy de acuerdo con el comisario de policía -dijo, al tiempo que descubría un anacardo aplastado bajo un trozo de lechuga-. Un tipo muy inteligente. Lo que hace el Monstruo es repulsivo, pero no puedo sino admirar su eficiencia. Ha dejado a la policía como perfectos estúpidos. -El anacardo se fundió bajo su lengua como néctar-. ¡Han tenido -añadió con amargura- el atrevimiento de ordenar a Desdemona Dupre que nos acosara como animales para preguntarnos dónde habíamos estado! Tenemos un espía entre nosotros, y yo, al menos, no pienso olvidarlo. Lo que han supuesto sus tonterías es que yo voy atrasado con mis notas clínicas. No me esperes levantada. Y tira ya esos restos de helado que hay en la nevera, ¿me has oído?

– Sí que es inteligente -dijo Catherine Finch. Miró a Maurice con ansiedad; no había vuelto a ser el mismo desde que ese cerdo nazi trató de matarse. Como ella era de un carácter más inconmovible que Maurice, pensaba que era una lástima que el cerdo nazi no se hubiera salido con la suya, pero Maurice tenía una conciencia como una catedral, que le estaba diciendo que el cerdo era él. Nada de lo que Catherine pudiera decirle evitaría que se culpase a sí mismo, pobrecito.

Él no se molestó en responderle. Se limitó a dejar a un lado su plato de carne y levantarse de la mesa.

– Creo que voy a trabajar un poco con mis setas -dijo, y cogió una linterna que había colgada en el porche al pasar por ahí.

– ¡Maurice, no tienes por qué estar a oscuras esta noche! -exclamó ella.

– Yo siempre estoy a oscuras, Cathy. Todo el tiempo.

Los Ponsonby no vieron al comisario Silvestri por la tele, porque no tenían. Para Claire no tenía sentido, y Charles se refería a ella como «el narcótico de la masa inculta».

Esa noche, la música era el concierto para orquesta de Hindemith, una fanfarria de vientos y metales que ellos disfrutaban especialmente cuando Charles daba con una buena botella de pouilly fumé. La cena era ligera, una tortilla a las finas hierbas seguida de filetes de lenguado, ligeramente cocido en agua con una dosis generosa de vermú blanco muy seco; nada de fécula, tan sólo un poco de lechuga romana con vinagreta de aceite de nueces, y un sorbete de champán para rematar. No era una comida de café y cigarros.

– Cómo insultan a veces a mi inteligencia -le dijo Charles a Claire cuando Hindemith abordaba un fragmento más apacible-. Desdemona Dupre ha pasado a buscarnos a todos con no sé qué cuento de que necesitaba todas nuestras firmas en un documento del que Bob, ciertamente, no sabía nada, y al cabo de una hora ha llegado la policía en avalancha. Justo cuando yo estaba enfrascado en una deriva teórica que no precisaba del estampido de sus botas militares. ¿Dónde he estado toda la tarde? ¡Bah! Estuve tentado de enviarles al infierno, pero me contuve. Debo decir que Delmonico dirige la operación con suavidad, eso sí. No se ha dignado honrarnos con su presencia personal, pero la acción de sus esbirros le delata: lleva impreso el sello de su peculiar estilo.

– Señor, señor -dijo ella plácidamente, sosteniendo con desgana entre los dedos su copa de vino-. ¿Van a acosar al Hug cada vez que rapten a una niña?

– Supongo que sí. ¿Tú no?

– Ah, sí. Qué lugar tan triste llega a ser el mundo. A veces, Charles, me alegro mucho de caminar ciega por él.

– Has caminado ciega por él hoy mismo, lo haces constantemente. Aunque yo preferiría que no lo hicieras. Ahora circula el rumor de que alguien acecha a Desdemona Dupre. Aunque lo que pueda tener ella que ver con el otro asunto es más bien un misterio. -Rió quedamente-. ¡Habrase visto criatura más basta y falta de atractivo!

– Los hilos dibujan patrones predecibles, Charles.

– Eso -dijo él- depende de quién haga las predicciones.

Los Ponsonby prorrumpieron en risas, el perro ladró y Hindemith tronó con renovado ímpetu.

Para gran sorpresa de Carmine, encontró el coche de su madre aparcado delante del Malvolio's cuando detuvo allí el suyo, poco después de las siete de la tarde, tras entregar a Corey y a Abe a sus sufridas esposas.

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