Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Duplicar el tamaño del Hug para satisfacer las ambiciones del decano ¿supone algún problema aparte del puramente pecuniario?

– Decididamente. Los Parson sienten una antipatía unánime por Dowling, y M.M. es un chubber hasta la médula que considera la ciencia y la medicina como asuntos ligeramente sórdidos que deberían estar reservados por derecho a las universidades públicas. Si las tolera es porque el gobierno federal vuelca dinero a espuertas en la investigación médica y científica, y la Chubb saca buena tajada de ello. El Hug no es la única institución que le paga un porcentaje.

– Así que los obstáculos son M.M. y los Parson. La cosa siempre acaba reduciéndose a una cuestión de personalidades, ¿verdad? -preguntó Carmine, mientras rellenaba su taza de una tetera mantenida caliente con una funda acolchada.

– Son personas, de modo que sí.

– ¿Cuánto se gasta el Hug en equipamiento importante?

– Este año, más de lo habitual. Al doctor Schiller le van a dotar de un microscopio electrónico que costará un millón.

– Ah, sí, el doctor Schiller -dijo él, estirando las piernas-. Tengo entendido que algunos huggers están haciéndole la vida imposible, hasta el punto de que esta tarde ha intentado presentar la dimisión.

– ¿Cómo sabe usted eso? -preguntó ella, poniéndose rígida.

– Un pajarito.

El vaso de cerveza golpeó la mesa con estrépito; Desdemona se puso en pie atropelladamente.

– ¡Entonces dele de comer a su pajarito, y no a mí! -le espetó.

Él no movió un músculo.

– Cálmese, Desdemona, y siéntese.

Ella permaneció erguida, haciendo su numerito habitual de mirarle desde arriba, con la mirada clavada en los ojos, que, por cierto, no eran castaño oscuro, sino más bien de un ámbar que esa habitación avivaba, según observó un rinconcito de la mente de Desdemona. El cerebro que había detrás de esos ojos sabía perfectamente lo que sentía ella en esos momentos, sin importarle sus reparos. Finalmente ella hubo de admitir que lo único que le importaba a él era encontrar al Monstruo de Connecticut. Desdemona Dupre era un peón del que podría prescindir fácilmente. Se sentó.

– Eso está mejor -dijo él, sonriendo-. ¿Qué opina usted del doctor Kurt Schiller?

– ¿Como persona o como investigador?

– Ambas cosas, supongo.

– Como investigador es una autoridad mundialmente reconocida en lo relativo a la estructura del sistema límbico, que es por lo que el Profe se lo trajo de Frankfurt. -Sonrió, cosa que no hacía con la frecuencia que sería de desear; su sonrisa transformaba una cara más bien anodina en otra decididamente atractiva-. El pobre hombre trabaja con algunas desventajas espantosas, aparte de su nacionalidad.

– ¿Como la homosexualidad?

– ¿Su pajarito otra vez?

– La mayoría de los hombres no necesitamos que un pajarito nos silbe eso, Desdemona.

– Cierto. A las mujeres se las engaña más fácilmente, porque tienden a considerar a los hombres dulces y amables como buenos maridos potenciales. Muchos de ellos prefieren a los de su mismo sexo, cosa que las esposas descubren al cabo de varios hijos. Les pasó a dos amigas mías. No obstante, Kurt es dulce y amable pero no persigue a las mujeres para poder reproducirse. Como todos los investigadores, vive para su trabajo, así que no creo que sus líos homosexuales duren mucho tiempo. O, si tiene un novio fijo, supongo que el novio no le ve mucho el pelo.

– Es usted muy desapasionada.

– Eso es porque en realidad no me afecta. Sinceramente, creo que Kurt vino a Estados Unidos para empezar de nuevo, y optó por una situación geográfica que le permitía viajar a Nueva York y a su ambiente homosexual siempre que quisiera. Lo que olvidó, o tal vez ignoraba, era la cantidad de personas de ascendencia judía que hay entre los profesionales de la medicina en este país. Hace ya veinte años que acabó la guerra, con todas aquellas revelaciones horripilantes sobre los campos de concentración, pero el recuerdo sigue bastante fresco.

– También en usted, supongo -dijo él.

– Bueno, para mí fue más el horror del racionamiento de comida y ropa… Naderías, si quiere usted. Bombas y V-2, pero no donde yo vivía, muy a las afueras de Lincoln. -Se encogió de hombros-. Así y todo, me gusta Kurt Schiller, y hasta que tuvo lugar este espantoso incidente, lo mismo le ocurría a todo el mundo, incluidos Maurice Finch, Sonia Liebman, Hilda Silverman y los técnicos. Recuerdo haber oído decir a Maurice, cuando se enteró de que habían concedido a Kurt la plaza de patología, que había librado una batalla con su conciencia y su conciencia le dictó que no debía ser él el primero en tirar la piedra a un alemán que era lo bastante joven para no haber participado en el Holocausto. -Echó un vistazo a su reloj, el Timex más barato que había podido encontrar-. Debo irme, pero gracias, Carmine. La comida ha sido justo lo que me apetecía, el decorado, verdaderamente de lujo, y la compañía… vaya, bastante soportable.

– ¿Lo bastante soportable como para repetir el miércoles que viene? -preguntó él, ayudándola a ponerse en pie como si ella pesara la mitad de sus setenta y dos kilos.

– Si usted quiere.

Carmine la acompañó en el ascensor e insistió en ir con ella hasta su Corvette.

«Una mujer interesante -pensó mientras veía alejarse el coche rugiendo-. Hay más en ella que un complejo de altura. Si consigues que arranque a hablar, se le olvida y baja de su torre. Viste barato, se corta el pelo ella misma, no lleva joyas de ningún tipo. ¿Es porque es tacaña o porque le da igual su aspecto? No creo que sea ninguna de las dos cosas. No me sorprende haber descubierto que es una excursionista entusiasta. Puedo imaginarla recorriendo a zancadas la ruta de los Apalaches con unas botas enormes… como una versión femenina de Tom Bombadil. No había ni una chispa de atracción entre nosotros, eso ha sido un alivio. Puesto que apostaría todo lo que cuelga de mis paredes a que ella no es el Monstruo de Connecticut, Desdemona Dupre es, en buena lógica, el hugger cuya compañía me conviene cultivar.

»¡Ah! Una noche bien aprovechada.»

6

Miércoles, 17 de noviembre de 1965

– Esto no nos lleva a ninguna parte -dijo Carmine a Silvestri, Marciano y Patrick-. Van a cumplirse dos meses desde que secuestraron a Mercedes y no hemos dejado una piedra sin levantar en todo Connecticut. No creo que quede en todo el Estado una casa desierta, un granero o un cobertizo que no hayamos puesto patas arriba, ni un bosque que no hayamos rastreado. Si se ajusta a sus patrones, ya tiene localizada a su próxima víctima, pero de su identidad o la de ella sabemos lo mismo que el primer día.

– Tal vez debiéramos buscar en casas, graneros y cobertizos que no estén deshabitados -dijo Marciano, que era siempre el primero en impacientarse con las restricciones oficiales.

– Claro, estamos de acuerdo -dijo Silvestri-, pero sabes muy bien, Danny, que ningún juez nos concederá una orden de registro tal como están las cosas ahora mismo. Necesitamos pruebas.

– Puede que hayamos espantado al asesino -dijo Patrick-. Podría no raptar a otra víctima. O, si lo hace, puede que sea en otro Estado. Connecticut no es tan grande. Podría vivir aquí y seguir secuestrando en Nueva York, Massachusetts o Rhode Island.

– Volverá a secuestrar, Patsy, y dentro de Connecticut. ¿Por qué dentro de Connecticut? Porque es su territorio. Siente que le pertenece. No es un forastero aquí, esto es su hogar, dulce hogar. Creo que lleva aquí tiempo suficiente para conocerse hasta el último pueblo.

– ¿Cuánto tiempo es eso? -preguntó Patrick, intrigado.

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