Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Lo que más me gusta de usted, Desdemona -dijo él mientras subían en el ascensor-, es su forma de decir las cosas. Al principio pensé que se reía de mí, pero ahora comprendo que para usted es lo más natural ser algo… pomposa.

– Si evitar el argot es sonar pomposa, sí, soy pomposa.

Él le abrió la puerta del ascensor, sacó las llaves del bolsillo, abrió la puerta de entrada y accionó un interruptor.

La habitación a la que entró Desdemona la dejó sin aliento. Las paredes y el techo eran de un rojo chino apagado, una alfombra del mismo color cubría el suelo, y la iluminación estaba muy estudiada. Hileras de fluorescentes recorrían el perímetro ocultas tras un bastidor, iluminando algunas de las más hermosas piezas de arte oriental que ella hubiera visto: un biombo de tres hojas con tigres pintados sobre un fondo de cuadros dorados; un dibujo a tinta deliciosamente cómico y tierno de un viejo gordo durmiendo con la cabeza apoyada en un tigre a modo de almohada; un grupo de tigres jóvenes y viejos; una mamá tigre largando un sermón a un bebé tigre; y, para romper con tanto tigre, unas pocas tablas de etéreas montañas pintadas sobre piedra blanca inserta en marcos negros con intrincados diseños tallados. Había cuatro butacas chinas tapizadas en rojo en torno a una mesa modernista de plumas de avestruz escarchadas en la parte inferior de una pieza redonda de cristal transparente, de dos dedos de espesor; sobre ella centelleaba una pequeña lámpara de araña modernista a juego. En aquella mesa impecable se hallaban dispuestos dos servicios, de liso cristal fino y fina cerámica también lisa. Había cuatro poltronas chinas rojas formando un grupo en torno a un perro de cerámica, grande y achaparrado, con una plancha de cristal encima de la cabeza. Por las paredes, unos pocos armarios lacados en negro interrumpían el rojo dominante. Llamaba la atención que aquel tono de rojo no resultara discordante ni irritante. Tan sólo intensamente suntuoso.

– ¡Por todos los santos! -exclamó con un hilo de voz-. Ahora supongo que me sorprenderá diciéndome que escribe poesía muy intelectual y abriga mil dolores secretos.

Aquello hizo reír a Carmine, mientras llevaba la bolsa a una cocina que era tan blanca como homogéneamente rojo era el salón, inmaculada y limpia, tan pulcra que intimidaba. Este hombre era un perfeccionista.

– Ni mucho menos -dijo mientras vaciaba la comida humeante en cuencos con tapa-. Sólo soy un poli italiano de Holloman al que le complace encontrar un entorno hermoso al volver a casa. ¿El vino, tinto o blanco?

– Cerveza, si tiene. La comida china me gusta con cerveza. Este lugar no es en absoluto como lo imaginaba -dijo luego, llevando dos de los cuencos mientras él alojaba los demás en sus brazos como un camarero.

Ya en la mesa, le separó la silla, la invitó a sentarse y procedió a tomar asiento él mismo.

– Coma -dijo-. En el menú hay un poco de todo.

Como los dos estaban hambrientos, dieron buena cuenta de aquel considerable montón de comida, ambos manejando con destreza los palillos.

«Soy una esnob -pensó ella mientras comía-, pero los ingleses tendemos a serlo, salvo que nos hayan criado en la calle Coronation. ¿Por qué se nos olvida siempre que los italianos rigieron el mundo mucho antes que nosotros, durante más tiempo y con más éxito? Dieron luz al Renacimiento, han adornado el mundo con su arte, su literatura y su arquitectura. Y este poli italiano de Holloman tiene el aire de un emperador romano, así que ¿por qué no había de tener sentimientos ascéticos?»

– ¿Té verde, té negro o café? -preguntó él desde la cocina mientras llenaba el lavavajillas.

– Otra cerveza, por favor.

– ¿Qué imaginaba usted, Desdemona? -preguntó una vez reclinado en su poltrona, con su taza de té verde sobre la mesita del perro.

– Caso de que hubiera una señora Delmonico, que podía haberla después de todo, buen cuero italiano y un diseño de color conservador. Si era el nido de un poli soltero… tal vez una mezcolanza de muebles y objetos de ocasión, o regalados. ¿Está usted casado? Lo pregunto sólo por educación.

– Lo estuve, hace bastante tiempo. Tengo una hija de casi quince años.

– Con las pensiones alimenticias que se estilan aquí en Norteamérica, me sorprende que pueda comprar cristalería art nouveau y antigüedades chinas.

– No pago pensión -dijo él con una sonrisa-. Mi ex me dejó para casarse con un tipo que podría comprar y vender la Chubb. Ella y la niña viven en una mansión de Los Angeles que parece el palacio de Hampton Court.

– Ha viajado usted.

– Lo hago de cuando en cuando, incluso por trabajo. A mí me caen los casos más puñeteros, y dado que la Chubb es una comunidad internacional, algunos casos presentan ramificaciones por Europa, Medio Oriente o Asia. La mesa y la lámpara de araña las vi en el escaparate de un anticuario en París, y empeñé hasta la camisa para comprarlas. La parafernalia china la compré en Hong Kong y Macao cuando viví en Japón, justo después de la guerra. Con las fuerzas de ocupación. Los chinos eran tan pobres que lo conseguí por cuatro perras.

– No tuvo reparo en aprovecharse de su pobreza.

– Los tigres pintados no se comen, señorita. Las dos partes conseguimos lo que queríamos. -No lo dijo con acritud, aunque sí había una nota de reproche-. Habría ardido todo al primer invierno frío. Odio pensar en todo lo que se quemó durante los años en que los japos trataron a los chinos como ovejas para el matadero. El caso es que aprecio y cuido lo que tengo. No vale un comino comparado con lo que los ingleses sacaron de Grecia y los franceses de Italia -añadió, no sin malicia.

Touché. -Dejó la cerveza en la mesa-. Bien, ya es hora de que vayamos al grano, teniente. ¿Qué cree que puede sonsacarme a cambio de darme de comer?

– Probablemente nada, pero ¿quién sabe? No voy a empezar preguntándole nada que no pueda descubrir por mí mismo, aunque cualquier información que quiera suministrarme puede evitar que pongamos firmes a unos cuantos huggers. Usted siempre está en posición de firmes, probablemente por lo alta que es, así que con usted sé dónde piso: unos diez centímetros por debajo.

– Estoy orgullosa de ser tan alta -dijo ella, apretando los labios.

– Hace bien. Hay un montón de tíos deseosos de escalar el Everest.

Ella rompió a reír a carcajadas.

– ¡Eso es exactamente lo que le dije hoy a la señorita Tamara Vilich! -Recobró la compostura y le miró fríamente-. Pero no es usted uno de ellos, ¿verdad?

– No. Mi forma de ejercicio es hacer pesas en el gimnasio de la policía.

– Haga sus preguntas, pues.

– ¿Cuál es el presupuesto anual del Hug?

– Tres millones de dólares. Un millón en salarios y retribuciones, un millón en costes de gestión y suministros, tres cuartos de millón para la Universidad Chubb y un cuarto de millón para el fondo de reserva.

Él soltó un silbido.

– ¡Jesús! ¿Cómo demonios pueden financiarlo los Parson?

– Mediante una fundación con un capital de ciento cincuenta millones. Eso supone que no llegamos nunca a gastarnos lo que produce en intereses. Wilbur Dowling quiere que dupliquemos el tamaño del Hug para incorporar una división de psiquiatría dedicada a las psicosis orgánicas. Aunque esto no entra dentro de los parámetros del Hug, estos parámetros podrían modificarse sin forzar la legalidad para dar satisfacción a sus deseos.

– ¿Por qué demonios apartó William Parson semejante cantidad de dinero?

– Creo que porque era un hombre de negocios escéptico que pensaba que el dinero perdería inevitablemente su valor con el transcurso del tiempo. Estaba muy solo, ¿sabe?, y hacia el final de su vida el Hug se convirtió en su única razón para vivir.

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