Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Va, jo, papá, por favor, por favor, dinos quién crees que ha sido -dijo Bobby en tono zalamero.

– ¡Schiller es el asesino! ¡Schiller es el asesino! -canturreó Sam-. Achtung! Sieg Heil! Ich habe ein tiger in mein tank!

Robert Mordent Smith apoyó ambas manos en la mesa, se puso en pie y señaló a un rincón vacío de la espaciosa habitación. Sam soltó un gemido, pero ambos niños se levantaron, fueron a donde su padre había señalado y se remangaron los pantalones hasta las rodillas. Smith cogió una larga vara, abierta en tiras por un extremo, de su sitio acostumbrado del aparador, se llegó hasta los chicos y atizó a Bobby con el instrumento en una pantorrilla. Siempre pegaba a Bobby en primer lugar, porque Sam le tenía tal pánico a la vara que tener que ver a Bobby redoblaba su propio castigo. El primer golpe levantó una roncha roja, pero aún le siguieron cinco más, mientras Bobby permanecía inmóvil, en viril silencio; Sam ya estaba aullando. Seis golpes más a Bobby en la otra pantorrilla, y le llegó el turno a Sam de recibir sus seis en cada pierna, que le fueron administrados con la misma fuerza y saña que a su hermano pese a sus alaridos. En opinión de su padre, Sam era un cobarde. Una nena.

– Idos a la cama y pensad en los placeres de estar vivo. No todos tenemos tanta suerte, ¿recordáis? No voy a tolerar que sigáis dando la lata con esto, ¿entendido?

– A Sam, tal vez -dijo Eliza cuando los chicos se marcharon-, sólo tiene doce años. Pero no deberías pegarle con una vara a un muchacho de catorce, Bob. Ya es más grande que tú. Un día te va a responder.

Por toda réplica, Smith se dirigió a la puerta del sótano, con las llaves de su cierre de seguridad en la mano.

– ¡Y esa obsesión por encerrarte con llave está de más! -exclamó Eliza desde el comedor mientras él desaparecía-. ¿Y si pasara algo y necesitara que subieras deprisa?

– ¡Grita!

– Ah, claro -masculló ella, mientras empezaba a llevarse a la cocina los restos de la cena-. Como que ibas a oír algo con ese follón. Y escucha bien lo que te digo, Bob Smith: un día nuestros chicos se volverán contra ti.

Los acordes de un concierto para piano de Saint-Saëns brotaron del par de gigantescos altavoces que flanqueaban la entrada sin puertas a la cocina. Mientras Claire Ponsonby pelaba gambas crudas en el fregadero de piedra vieja y les sacaba las venas, su hermano abrió el compartimento «lento» del horno de leña Aga, con las manos enfundadas en guantes de cocina, y extrajo una fuente de terracota. Tenía la tapa pegada con una masa de harina y agua para retener hasta la última gota de preciado jugo; tras depositarla en el extremo de mármol de una mesa de trabajo de trescientos años de antigüedad, Charles acometió la tediosa tarea de descascarillar el sellado de masa para liberar la tapa de la fuente.

– Hoy he acuñado un aforismo excelente -dijo mientras se afanaba-. «El cotilleo es como el ajo: buen sirviente, pero mal señor.»

– Muy adecuado, considerando nuestro menú, pero ¿tanta habladuría hay por el Hug, Charles? Después de todo, nadie sabe nada.

– Estoy de acuerdo en que nadie sabe si fueron a parar al incinerador partes del cuerpo, pero las especulaciones están a la orden del día. -Soltó una risita ahogada-. El principal blanco de murmuraciones es Kurt Schiller, que estuvo llorándome en el hombro… ¡Bah! Un teutón ornamental, que no da más que palos de ciego… He tenido que morderme la lengua.

– Eso huele divinamente -dijo Claire, volviéndose a mirarle con una sonrisa-. No hemos comido ternera en adobo desde hace sabe Dios cuánto.

– Pero primero, gambas en mantequilla de ajo -dijo Charles-. ¿Has terminado?

– Estoy quitándole las venas a la última. Una música perfecta para una comida perfecta. Saint-Saëns es tan exuberante… ¿Fundo yo la mantequilla, o lo haces tú? El ajo está ya machacado y listo. En aquel platito.

– Ya lo hago yo, tú pon la mesa -dijo Charles, empujando un bloque de mantequilla a su sartén, con las gambas preparadas para su breve inmersión en cuanto hirviese la mantequilla y el ajo estuviese dorado-. ¡Limón! ¿Te has olvidado del zumo de limón?

– De verdad, Charles, ¿es que estás ciego? Lo tienes justo al lado.

Cada vez que Claire hablaba con su voz ronca, el perro grande que estaba tumbado en un rincón apartado de la habitación con el hocico apoyado en las patas levantaba la cabeza y martilleaba el suelo con la cola, y su abultado entrecejo dorado se elevaba y caía expresivamente sobre su cara dulce y negra, como haciendo el acompañamiento de la música de Claire al hablar.

Con las gambas en las diestras manos de Charles y la mesa puesta, Claire fue hasta la encimera de mármol cascada y llena de manchas y cogió un cuenco grande de comida para perros enlatada.

– Toma, Biddy, mi amor, también hay cena para ti -dijo, cruzando la habitación hacia donde yacía el perro y dejando el cuenco en el suelo justo delante de sus patas delanteras. En un periquete, Biddy se elevó sobre sus patas y se puso a devorar la comida ávidamente-. Es el labrador que hay en ti el que te hace tan glotón -dijo Claire-. Una pena que el pastor no te atempere un poco. Los placeres -prosiguió con un ronroneo en la voz- resultan infinitamente más dulces si se disfrutan despacio.

– No podría estar más de acuerdo -dijo Charles-. Tomémonos al menos una hora para disfrutar de esta comida.

Los dos Ponsonby se sentaron a lados opuestos de la tabla de madera que remataba la mesa para comer, un proceso parsimonioso que se interrumpía tan sólo cuando había que darle la vuelta al disco o cambiarlo. Esa noche era Saint-Saëns, pero al día siguiente podría ser Mozart o Satie, dependiendo del menú de la cena. Tan importante era elegir la música adecuada como el vino.

– Supongo que irás a la exposición del Bosco, Charles.

– No me la perdería por nada del mundo. ¡Estoy impaciente por ver los cuadros al natural! Por buenas que sean las reproducciones a color de un libro, no pueden compararse con los originales. Tan macabro, tan lleno de un humor que no sé si es deliberado o inconsciente. ¡Por alguna razón, nunca consigo entrar en la mente del Bosco! ¿Era esquizofrénico? ¿Tenía acceso a setas alucinógenas? ¿O era simplemente la forma en que lo habían educado para ver no sólo su mundo, sino el siguiente? Entonces entendían la vida y la muerte, el premio y el castigo de forma distinta a como lo hacemos hoy, de eso estoy seguro. Sus demonios rebosan alegría mientras someten a tortura a sus indefensas víctimas humanas. -Rió con regocijo-. Quiero decir: se supone que nadie ha de ser feliz en el infierno. ¡Ah, Claire, el Bosco es un auténtico genio! ¡Qué obra, qué obra…!

– Eso me dices siempre -dijo ella, con cierta sequedad.

Biddy, el perro, fue briosamente a poner la cabeza en el regazo de Claire. Ella le tiró rítmicamente de las orejas con sus manos largas y delgadas hasta hacerle cerrar los ojos y gruñir de felicidad.

– Prepararemos un menú Bosco para celebrarlo cuando vuelvas -dijo Claire con voz risueña-. Guacamole con mucho chile, pollo tandoori, pastel de chocolate… Shostakovich y Stravinsky, con un toque de Mussorgsky… Y un chambertin añejo…

– Hablando de música, el disco se ha rayado. Prepara la carne, ¿quieres? -dijo Charles-, se dirigió al comedor, que nunca utilizaban.

Claire se movía hábilmente por la cocina mientras Charles, sentado ya en su silla, la contemplaba. Primero sacó las diminutas patatas de la bandeja del Aga, las escurrió en el fregadero, las aderezó con un toque de mantequilla en un cuenco y por fin las llevó a la mesa. Cortó la ternera adobada en dos partes, las sirvió en dos viejos platos de porcelana y colocó éstos entre los dos servicios de cuchillo y tenedor. Por último, trajo un cuenco de judías verdes escaldadas. En ningún momento se oyó el tintineo de dos piezas de vajilla al chocar; Claire Ponsonby dispuso todo en la mesa con milimétrica exactitud. El perro, entretanto, sabiendo que no se le necesitaba en la cocina, volvió a su trozo de alfombra a tumbarse con el hocico sobre las patas.

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