Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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Carmine había pasado parte del fin de semana haciendo averiguaciones sobre ellos y sobre el grupo de compañías Parson. William Parson, el fundador (y tío del actual presidente del consejo de administración) había empezado con piezas de maquinaria y jugado con sus empresas hasta que abarcaron desde motores a turbinas, y desde instrumental quirúrgico a artillería, pasando por máquinas de escribir. El Banco Parson había nacido en el momento justo para ir de éxito en éxito. William Parson lo dejó más bien tarde, para casarse. Su mujer le dio un hijo, William Junior, que resultó padecer un retraso mental y epilepsia. El hijo murió en 1945, a la edad de diecisiete años, y la madre le siguió en 1946, dejando solo a William Parson. Su hermana, Eugenia, se había casado y tenido también un único hijo, Richard Spaight, presidente ahora del Banco Parson y vocal del consejo de administración del Hug.

El hermano de William Parson, Roger, fue un borracho desde muy joven y se fugó a California en 1943 con una porción considerable de los beneficios de la compañía, abandonando a su mujer y sus dos hijos. El asunto fue silenciado, las pérdidas reabsorbidas, y los dos hijos de Roger dieron pruebas de ser unos herederos leales, abnegados y sumamente capaces para William; sus hijos, a su vez, salieron con la misma horma, a resultas de lo cual, en ese año de 1965, Productos Parson llevaba décadas estabilizada como compañía de primera fila. ¿Depresión? ¡Naderías! La gente seguía conduciendo coches que necesitaban motores, Turbinas Parson fabricaba turbinas y generadores diésel mucho antes de que volaran los aviones a reacción, seguía habiendo muchachas tecleando en sus máquinas de escribir, el número de operaciones quirúrgicas no dejaba de aumentar y las naciones no cesaban de acribillarse unas a otras con fusiles, obuses y morteros Parson de todos los calibres.

En un aparte interesante, Carmine había descubierto que la oveja negra de la familia, Roger, tras rehabilitarse en California, había fundado la cadena Costillas Roger, se había casado con una aspirante a actriz de cine, se las había arreglado bastante bien solo y había muerto encima de una prostituta en un sórdido motel.

El Hug se había creado por el deseo de William Parson de hacer algo en memoria de su hijo muerto, pero había sido un parto difícil, con su buena dosis de dolores. Naturalmente, la Universidad Chubb pretendió asumir su dirección y gestión, pero eso no estaba en las intenciones de Parson. Él quería una vinculación con la Chubb, pero se negó a cederle el mando a la universidad. Finalmente, la Chubb se doblegó, tras recibir un ultimátum de horrendas proporciones. Su centro de investigación, dijo William Parson, se adscribiría, si hacía falta, a alguna sórdida institución educativa de tres al cuarto, ajena al círculo de las universidades más prestigiosas del país, y de fuera del Estado. Si un chubber como Parson decía una cosa así, la Chubb se sabía derrotada. Tampoco es que la Chubb no acabara sacando tajada; el veinticinco por ciento del presupuesto anual se le pagaba a la universidad en concepto de derechos de adscripción.

Carmine sabía también que el consejo de administración se reunía cada tres meses. Los cuatro Parson y el primo Spaight acudían en limusina desde sus pisos de Nueva York y se quedaban en suites del Hotel Cleveland, frente al Teatro Schumann, la noche posterior a la reunión. Esto era necesario porque M.M. siempre les ofrecía una cena, en la esperanza de que conseguiría camelarse a los Parson para que financiaran un edificio que albergara un día la colección de arte William Parson. El testamento de William Parson había legado a la Chubb esta colección de arte, una de las más importantes que había en manos norteamericanas, pero la fecha de la transmisión quedaba a la discreción de sus herederos, que hasta el momento habían preferido aferrarse hasta al menor boceto de Leonardo.

Cuando el Profe alargó la mano para poner en marcha el magnetófono, Carmine alzó la suya en el aire.

– Lo siento, profesor, pero esta reunión es absolutamente confidencial.

– Pero… pero… ¿y las actas? Pensaba que si no se le permitía estar presente a la señorita Vilich, podría mecanografiar las actas a partir de las cintas.

– Nada de actas -dijo Carmine, tajante-. Tengo intención de serles franco y extenderme en detalles, lo que significa que nada de lo que diga debe salir de esta habitación.

– Comprendido -dijo abruptamente Roger Parson Junior-. Proceda, teniente Delmonico.

Cuando hubo terminado, el silencio fue tan absoluto que una repentina ráfaga de viento en el exterior sonó como un rugido; todos sin excepción estaban cenicientos, temblorosos, boquiabiertos. En todas las veces que había estado con M.M., Carmine no había visto nunca al hombre descolocado, pero por efecto de este informe hasta su pelo parecía haber perdido su lustre. Aunque tal vez sólo el decano Dowling, un psiquiatra famoso por su interés en las psicosis orgánicas, comprendiera del todo sus implicaciones.

– No puede ser nadie del Hug -dijo Roger Parson Junior, llevándose repetidamente una servilleta a los labios.

– Eso está aún por determinar -dijo Carmine-. No tenemos ningún sospechoso en particular, lo que implica que todo el personal del Hug está bajo sospecha. A este respecto, tampoco podemos excluir a nadie de la Facultad de Medicina.

– Carmine, ¿cree usted sinceramente que al menos diez de estas chicas desaparecidas han sido incineradas? -preguntó M.M.

– Sí, señor, eso creo.

– Pero no nos ha ofrecido ninguna prueba concreta.

– No, no lo he hecho. Es puramente circunstancial, pero encaja con lo que sí sabemos: que de no ser por un capricho del azar, Mercedes Álvarez habría sido reducida a cenizas el miércoles pasado.

– Es repulsivo -musitó Richard Spaight.

– ¡Es Schiller! -exclamó Roger Parson tercero-. Es lo bastante viejo para haber sido nazi. -Se volvió virulentamente hacia el profesor-. ¡Le advertí que no contratara a alemanes!

Roger Parson Junior dio un golpe seco en la mesa.

– ¡Joven Roger, ya es suficiente! El doctor Schiller no es lo bastante viejo para haber sido nazi, y no corresponde al consejo de administración especular. Insisto en que debemos apoyar al profesor Smith, no reconvenirle. -Con la irritación provocada por el arrebato de su hijo asomando todavía a sus ojos, miró a Carmine-. Teniente Delmonico, le agradezco mucho su franqueza, por más inconveniente que resulte, y les conmino a todos a guardar silencio sobre los particulares de esta tragedia. Aunque -añadió en tono algo patético- es de esperar, supongo, que el asunto se acabará filtrando a la prensa, al menos en parte…

– Eso es inevitable, señor Parson -dijo Carmine-, más tarde o más temprano. Esto se ha convertido en una investigación a nivel del Estado. El número de quienes están al tanto aumenta cada día.

– ¿El FBI? -preguntó Henry Parson Junior.

– Por ahora no, señor. La línea que separa a una persona desaparecida de una víctima de secuestro es fina, pero ninguna de las familias de estas chicas ha recibido nunca una petición de rescate, y hoy por hoy el asunto afecta sólo a Connecticut. Pero no le quepa duda de que consultaremos a cualquier agencia que pueda brindarnos alguna ayuda -dijo Carmine.

– ¿Quién está al frente de la investigación? -preguntó M.M.

– A falta de alguien mejor, señor, de momento lo estoy yo, pero eso podría cambiar. Verá, son muchos los departamentos de policía implicados.

– ¿Quiere usted el caso, Carmine?

– Sí, señor.

– Entonces, llamaré al gobernador -dijo M.M., seguro de su influencia; claro que ¿por qué no había de estarlo?

– ¿Serviría de algo que Productos Parson ofreciera una recompensa generosa? -preguntó Richard Spaight-. ¿Medio millón, un millón?

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