Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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Carmine tragó saliva, ensartado en aquella mirada.

– Sólo Dios conoce realmente la respuesta, pero no creo que Dios pudiera ser tan cruel. Un asesinato de este tipo no se lleva necesariamente a cabo para ver sufrir a la víctima. Es muy posible que el hombre drogara a Mercedes para que estuviera dormida mientras lo hacía. De una cosa puede estar seguro: no fue el propósito de Dios hacerla sufrir. Si cree usted en Dios, crea entonces que no sufrió.

«Y que Dios me perdone por esta mentira, pero ¿cómo iba a decirle la verdad a este padre destrozado? Sentado ahí, muerto en espíritu; dieciséis años de amor, cuidados, preocupaciones, alegría y pequeños disgustos volatilizados en una nube de humo en una incineradora. ¿Por qué iba a compartir con él mis opiniones sobre Dios y hacer su pérdida más dolorosa? Ahora tiene que reunir sus pedazos y seguir adelante; hay otros cinco niños que le necesitan, y una esposa cuyo corazón no es que esté roto: está reducido a pulpa.»

– Gracias -dijo repentinamente el señor Álvarez.

– Gracias a ustedes por aguantarme -dijo Carmine.

– Les ha reconfortado usted lo indecible -dijo el padre Tesonero mientras le acompañaba a la puerta-. Pero Mercedes sufrió, ¿no es cierto?

– Sospecho que de forma inhumana. Es difícil ver las cosas que veo en mi trabajo y seguir creyendo en Dios, padre.

En la calle habían aparecido un par de periodistas, uno con un micrófono, otro con una libreta. Al salir Carmine corrieron hacia él, que los despachó sin contemplaciones.

– ¡Idos a tomar por el culo, buitres! -les gruñó; subió al Ford y arrancó a toda prisa.

Unas manzanas más allá, seguro ya de que no había periodistas pisándole los talones, detuvo el coche a un lado de la calle y dejó que sus sentimientos le abrumaran. «¿Sufrió? ¡Sí, sí, sí, sufrió! Sufrió atrozmente, y él se aseguró de que permaneciera consciente de principio a fin. Lo último que viera de la vida debió de ser su propia sangre colándose por un desagüe, pero su familia no debe saberlo nunca. Y en cuanto a Dios, he llegado mucho más allá del descreimiento. Creo que el mundo pertenece al Diablo. Creo que el Diablo es infinitamente más poderoso que Dios. Y que los soldados del Bien, si no ya de Dios, están perdiendo la guerra.»

4

Lunes, 11 de octubre de 1965

Como el día de Colón no era festivo, nada impidió que el consejo de administración del Centro Hughlings Jackson para la investigación neurológica se reuniera a las once de la mañana en la sala de juntas de la cuarta planta. Aunque era muy consciente de que no estaba invitado, Carmine tenía toda la intención de asistir. De forma que llegó temprano, llevó un tazón de fina porcelana al depósito de café del vestíbulo, se sirvió dos donuts con gelatina en un platito, también de porcelana, y tuvo la desfachatez de sentarse en la silla del extremo más alejado de la mesa, a la que dio la vuelta para quedar mirando a la ventana.

Al menos, de «desfachatez» lo calificó la señorita Desdemona Dupre cuando entró y lo encontró lamiendo sensualmente las delicias dispuestas sobre la mesa de juntas.

– Tiene usted suerte, ¿sabe? -replicó Carmine-. Si los arquitectos del hospital de Holloman no hubieran decidido poner el aparcamiento delante del edificio, no tendría usted vistas en absoluto. Como está, en cambio, alcanza usted a ver Long Island. ¿No hace un día precioso? Estamos como quien dice en lo mejor del otoño, y pese a que lamento el óbito de los olmos, no hay nada que iguale en colorido a los arces. Sus hojas han inventado matices nuevos por el lado cálido del espectro.

– ¡No podía imaginar que tuviera usted palabras ni conocimientos para expresarse! -le espetó ella, con una mirada gélida-. ¡Está sentado en la silla del presidente del consejo, y consumiendo unos aperitivos a los que no tiene derecho! ¡Tenga la amabilidad de recoger sus cepos y marcharse!

Justo en aquel momento hizo su entrada el Profe, se enderezó a la vista del teniente Delmonico y emitió un profundo suspiro.

– Ay, señor, no había pensado en usted -dijo a Carmine.

– Le guste o no, profesor, tengo que estar presente.

El presidente Mawson Macintosh, de la Universidad Chubb, llegó antes de que al Profe le diera tiempo a responder; sonrió a Carmine de oreja a oreja y le estrechó calurosamente la mano.

– ¡Carmine! Debí adivinar que Silvestri le encargaría esto -dijo M.M., como era universalmente conocido-. No sabe cuánto me alegro. Venga, siéntese aquí a mi lado. Y no malgaste -añadió en un susurro cómplice- sus papilas con los donuts. Pruebe las danesas de manzana.

La señorita Desdemona Dupre dejó escapar un sutil bufido de furia contenida y salió de la habitación a paso militar, chocando con el decano Dowling y su profesor de Neurología, Frank Watson. El mismo que había bautizado al Hug, y a su personal como los huggers.

M.M., a quien Carmine conocía bien a raíz de diversos casos internos peliagudamente delicados de la Chubb, tenía un aspecto mucho más imponente que otro presidente, el de los Estados Unidos de América. M.M. era alto, esbelto de cintura, vestía impecablemente, y su atractivo rostro estaba coronado por una exuberante cabellera cuyo caoba original había derivado en un maravilloso color albaricoque. Era un aristócrata americano hasta la médula. Lyndon B. Johnson, a pesar de su altura, palidecía hasta la insignificancia cada vez que ambos hombres se hallaban de pie uno junto al otro, cosa que ocurría de tanto en tanto. Pero las personas con el augusto linaje de M.M. preferían con mucho regir una gran universidad que el puñado de alborotadores que era el Congreso.

Por su parte, el decano Wilbur Dowling tenía el aspecto propio del psiquiatra que era: vestía con desaliño, una combinación de tweed, franela y una pajarita rosa con puntos rojos, gastaba una poblada barba castaña para compensar una cabeza calva como una bola de billar, y observaba el mundo tras unas bifocales con montura de concha.

Y en las contadas ocasiones en que Carmine había visto a Frank Watson, le había recordado siempre a Boris, el malo de Las aventuras de Rocky y Bullwinkle. Watson vestía de negro y tenía un rostro largo y afilado, con el labio superior adornado por un distinguido bigote negro; el pelo lacio e igualmente negro y una expresión permanentemente desdeñosa completaban el parecido con Boris. Sí, Frank Watson era, sin duda, una de esas personas que bebían regularmente de una copa de vitriolo. Lo que le extrañaba era que fuera miembro del consejo de administración del Hug.

Y no lo era. Watson acabó de conversar con el decano y se escabulló entre el vuelo metafórico de una capa negra que no portaba. «Un tipo interesante -pensó Carmine-. Tendré que ir a verle.»

Los cinco gobernadores Parson hicieron su entrada en grupo, y tuvieron el buen criterio de no cuestionar la presencia de Carmine, a la vista de la presentación, sutilmente efusiva, que de él hizo M.M.

– Si alguien puede llegar al fondo de esta atrocidad, es Carmine Delmonico -concluyó.

– Sugiero entonces -dijo Roger Parson Junior, al tiempo que tomaba asiento en el extremo de la mesa- que nos pongamos todos a disposición del teniente Delmonico. Esto es, una vez que nos haya dicho qué ha sucedido exactamente y qué piensa hacer en lo sucesivo.

Los miembros del contingente de los Parson eran tan parecidos entre sí que cualquiera hubiera podido adivinar que eran parientes cercanos; ni siquiera los treinta años de edad que separaban a los tres miembros mayores del clan de los dos jóvenes suponían mucha diferencia. Sobrepasaban ligeramente la estatura media, eran delgados y algo cargados de espaldas, y tenían el cuello largo, la nariz picuda, pómulos prominentes, caídas las comisuras de los labios y las cabezas ralas de pelo lacio, de un castaño indeterminado. Todos sin excepción tenían los ojos de un gris azulado. Así como M.M. parecía un potentado de sangre azul, los Parson parecían indigentes académicos.

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