Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Considerando -dijo en tono cortante- que si estoy aquí es sólo porque varias jóvenes inocentes han sufrido como estoy seguro de que ningún maldito animal lo ha hecho nunca entre estas paredes, haría usted mejor en centrar su atención en la violación y el asesinato que en la oposición a la vivisección, señor. ¿Dónde demonios están sus prioridades?

Smith sufrió una conmoción.

– ¿Varias? ¿Quiere decir más de una?

«¡Aplaca tu ira, Carmine, no dejes que este espécimen introvertido de espléndido aislamiento te altere los nervios!»

– ¡Sí, quiero decir varias! ¡Sí, quiero decir más de una… muchas más! A usted debo informarle, profesor, pero es información absolutamente confidencial. ¡Ya va siendo hora de que se tome esto en serio, porque su singularidad es todo menos singular! ¡Es múltiple! ¿Se entera? ¡Múltiple!

– ¡Tiene que estar usted en un error!

– No lo estoy -le gruñó Carmine-. ¡Madure! ¡El movimiento contra la vivisección es la menor de sus preocupaciones, así que no me venga lloriqueando!

En la Hondonada había casas de tres viviendas en mucho peor estado que la de Otis. En torno a la calle Quince, donde vivían Mohammed el Nesr y su Brigada Negra, las casas habían sido destrozadas por dentro, sus ventanas estaban cegadas con tablas de contrachapado, las paredes revestidas por dentro con colchones. En la calle Once se veía deterioro, la pintura se caía a trozos de las paredes, era evidente que los caseros no se acercaban jamás ni se preocupaban por el mantenimiento; pero cuando Carmine, aún rabioso, subió las escaleras hasta el apartamento de los Green, en el segundo piso, halló lo que esperaba hallar: un piso aseado, bonitas tapicerías y cubiertas hechas en casa, superficies de madera encerada, alfombras en el suelo.

Otis estaba tumbado en el sofá: un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, bastante esbelto, pero con pellejos caídos que sugerían que había cargado en su día con veinte kilos más que ahora. Su mujer, Celeste, acechaba con cara de pocos amigos. Era algo más joven que Otis y vestía con cierta elegancia vistosa que se explicó cuando supo que era de Louisiana. Afrancesada. Una tercera persona acababa de entrar en la habitación: un hombre joven, negrísimo, que tenía los mismos manierismos que Celeste, aunque carecía por completo de su atractivo o de su estilo vistiendo; fue presentado como Wesley le Clerc, sobrino de Celeste y huésped de los Green. Su forma de mirarle le dijo a Carmine que padecía un complejo de inferioridad racial como la copa de un pino.

Ni la mujer ni el sobrino parecían tener intención de marcharse, pero Carmine no tuvo necesidad de ejercer su autoridad: Otis ejerció la suya.

– Idos y dejadnos tranquilos -dijo secamente.

Ambos salieron de inmediato, Celeste soltando advertencias de lo que le ocurriría a Carmine si alteraba a Otis.

– Tiene una familia leal -dijo Carmine, al tiempo que se sentaba en el borde de una amplia otomana de plástico transparente rellena de rosas rojas, también de plástico.

– Tengo una esposa leal -fue la respuesta de Otis, seguida de un resoplido-. Ese chaval es una amenaza. Quiere hacerse un nombre en la Brigada Negra, dice que ha encontrado al profeta Mohammed y que va a llamarse Alí no sé qué porras. Es la cosa de las raíces, que es normal en una gente a la que se llevaron a millones, pero que yo sepa, en la parte de África de la que vienen los Le Clerc adoraban a King Kong, no a Alá. Soy un hombre chapado a la antigua, teniente, no me va lo de tratar de ser lo que no soy. Yo voy a la iglesia baptista y Celeste va a la iglesia católica. He sido un negro en el ejército del hombre blanco, pero si hubieran ganado los alemanes y los japos a mí me habría ido mucho peor, así lo veo yo. Tengo algún dinero en el banco, y cuando me jubile pienso irme a Georgia a criar animales. Estoy hasta aquí -se llevó la mano al cuello- de los inviernos de Connecticut. Pero bueno, no es por eso por lo que quería verle, señor.

– ¿Por qué quería verme, señor Green?

– Otis. Para quitarme un peso de encima. ¿Cuánta gente sabe qué encontré en ese frigorífico?

– Casi nadie, e intentamos que siga así.

– Era una niña pequeña, ¿verdad?

– No. Una chica. Sabemos que era de una familia de dominicanos, y sabemos que tenía dieciséis años.

– Era negra pues, no blanca.

– Yo diría más bien que ni lo uno ni lo otro, Otis. Una mezcla.

– ¡Teniente, eso es un pecado espantoso!

– Sí que lo es.

Carmine hizo una pausa mientras Otis mascullaba entre dientes, dejó que se calmase y luego abordó el tema de las bolsas.

– ¿Hay algún tipo de pauta habitual en el número y tamaño de las bolsas que van al frigorífico, Otis?

– Supongo que sí -dijo Otis después de pensárselo un poco-. O sea, yo sé cuándo ha estado descerebrando la señora Liebman porque me encuentro entre cuatro y seis bolsas de gatos. Si no, son casi todo bolsas de ratas. Si se muere un macaco, como pensábamos que había pasado con Jimmy, entonces hay una bolsa de las grandes, grandes, pero yo sabré siempre qué hay dentro porque Cecil estará llorando como una Magdalena.

– De modo que si en la nevera hay entre cuatro y seis bolsas de gatos, usted ya sabe que la señora Liebman ha estado descerebrando.

– Eso es, teniente.

– ¿Recuerda si alguna vez en el pasado hubiera de cuatro a seis bolsas en la nevera con las que la señora Liebman no tuviera nada que ver?

Otis pareció sorprendido y trató de incorporarse.

– ¿Es que quiere ver a su mujer en la cárcel por asesinarme? -dijo Carmine-. ¡Túmbese, hombre!

– Hará unos seis meses. Seis bolsas de gato cuando la señora Liebman estaba de vacaciones. Recuerdo que me pregunté quién estaría sustituyéndola, pero entonces me llamaron para otra cosa y tiré las bolsas al cubo y las conduje sin más hasta el incinerador.

Carmine se puso en pie. -Eso me es de gran ayuda. Gracias, Otis.

El visitante no había salido por el portal cuando Celeste y Wesley estuvieron de vuelta.

– ¿Estás bien? -inquirió Celeste.

– Mejor que antes de que viniera él -dijo Otis categóricamente.

– ¿De qué raza era el cadáver? -preguntó Wesley-. ¿Te lo ha dicho el poli?

– Blanco no, pero tampoco negro.

– ¿Un mulato?

– No ha dicho eso. Ésa es una palabra de Louisiana, Wes.

– Mulato es negro, no blanco -dijo Wesley muy satisfecho.

– ¡Ya estás haciendo una montaña de un grano de arena! -exclamó Otis.

– Tengo que ver a Mohammed -repuso Wesley. Se enfundó su cazadora de cuero negro de imitación con el puño blanco pintado en la espalda.

– ¡No irás a ver a Mohammed, muchacho, te vas a trabajar ahora mismo! -le espetó Celeste-. ¡No reúnes los requisitos para acogerte a la beneficencia, y yo no pienso hospedarte por tu cara bonita! ¡Hala, largo!

Wesley suspiró y se despojó de su pasaporte al cuartel general de Mohammed el Nesr, en el número 18 de la calle Quince, se puso en su lugar una chaqueta gastada y se encaminó en su abollado De Soto del 53 a Instrumental Quirúrgico Parson, donde, si se hubiera molestado en enterarse, cosa que no había hecho, habría descubierto que su habilidad para ensamblar fórceps de mosquito había supuesto para más de uno la diferencia entre un trabajo estable y una comunicación de despido.

Para Carmine, el día fue deprimente y amargo; los expedientes de personas desaparecidas que encajaban con la descripción de Mercedes empezaban a llegar a su mesa. Seis más, para ser exactos, fechados cada dos meses a lo largo de 1964: Waterbury, Holloman, Middletown, Danbury, Meriden y Torrington. El único lugar en que el asesino había repetido en dos años era Norwalk. Todas las chicas tenían dieciséis años y eran mestizas de procedencia caribeña, aunque nunca de familia de inmigrantes recientes. Puerto Rico, Jamaica, Bahamas, Trinidad, Martinica, Cuba. De metro y medio, asombrosamente guapas, desarrolladas de cuerpo, criadas con el máximo esmero. En todos los casos recién llegados a su escritorio, eran católicas, si bien no todas habían ido a escuelas católicas. Ninguna había tenido novio, todas eran formales y obedientes. Estudiantes de sobresaliente y populares entre sus compañeras. Y lo más importante: ninguna había confiado a una amiga ni a un miembro de su familia que tuviera un amigo nuevo, ni una nueva buena acción que practicar, ni tan sólo un nuevo conocido.

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