Nina Gómez era una muchacha guatemalteca de dieciséis años, de Hartford, y había desaparecido hacía cuatro meses. Rachel Simpson era una chica de dieciséis años, negra de piel clara, de Bridgeport, desaparecida hacía seis meses. Vanessa Olivaro era una chica de dieciséis años de New Britain de sangre china, negra y blanca mezcladas, cuyos padres procedían de Jamaica; había desaparecido ocho meses antes.
– A nuestro asesino le gustan con el pelo rizado, pero no ensortijado; las caras, preciosas, de un determinado tipo (con labios carnosos pero bien dibujados, ojos oscuros, grandes y separados, sonrisa con hoyuelos); que no pasen mucho de metro y medio; físicamente desarrolladas; y de piel clara, pero no blanca -dijo Carmine, repasando las fotos.
– ¿De verdad piensas que a todas se las llevó el mismo tipo? -preguntó Abe, que se resistía a creerlo.
– Ah, seguro. Fíjate en su extracción y entorno. Familias respetables y temerosas de Dios, todas católicas menos la de Rachel Simpson, cuyo padre es pastor episcopaliano. Simpson y Olivaro fueron a los institutos de sus respectivas localidades, las otras tres a institutos católicos, y dos de ellas al mismo, el St. Martha de Norwalk. Además, está la pauta cronológica. Una cada dos meses. Corey, vuelve a agarrar el teléfono y pregunta por todas las personas que encajen con esta descripción desaparecidas a lo largo de los últimos… digamos, diez años. La extracción sociocultural tiene la misma importancia que los criterios físicos, así que apostaría a que todas estas chicas eran conocidas por su… bueno, si castidad resulta una palabra demasiado anticuada, por su bondad cuando menos. Probablemente eran voluntarias que repartían comida a domicilio a los ancianos, o ayudaban en algún hospital. Nunca faltaban a misa, hacían los deberes, no llevaban el dobladillo de la falda por encima de la rodilla, tal vez llevaran un toque de carmín en los labios, pero nunca iban muy maquilladas.
– Las chicas que describes no abundan precisamente, Carmine -dijo Corey, con una expresión seria en su rostro afilado y moreno-. Si rapta una cada dos meses, debe de pasar mucho tiempo buscándolas. Mira las distancias que ha tenido que recorrer. Norwalk, Bridgeport, Hartford, New Britain… ¿cómo es que no hay ninguna de Holloman? De Mercedes al menos se deshizo en Holloman.
– Se deshizo de todas en Holloman. Por ahora tenemos sólo cinco chicas. No conoceremos sus pautas de acción hasta que no le hayamos seguido el rastro tan lejos como haya llegado. Dentro de Connecticut, al menos.
Abe tragó saliva de forma audible, con su cara de boxeador demudada y pálida.
– Pero no vamos a encontrar ninguno de los cadáveres anteriores a Mercedes, ¿no? Los troceó y metió los pedazos en al menos una cámara frigorífica de animales muertos, y de allí fueron al incinerador de la Facultad de Medicina.
– Estoy convencido de que tienes razón, Abe -dijo Carmine, que parecía inusualmente decaído a los ojos de quienes tanto tiempo pasaban con él. Fuera cual fuese el caso de que se ocupaba, Carmine lidiaba con él y lo despachaba con la gracia pesada y lenta y la contundencia de un acorazado. Sentía las cosas, sangraba por dentro, se compadecía, comprendía… pero hasta ese caso nunca había dejado que nada le afectara tan profundamente.
– ¿Qué más deduces de todo esto, Carmine? -le preguntó Corey.
– Que el tío tiene en su cabeza una imagen de la perfección a la que estas niñas se acercan mucho, aunque a todas les falla algo. Como la marca de nacimiento de Mercedes. Puede que alguna le dijera «que te jodan»… a él le resultaría insufrible que ese tipo de lenguaje saliera de sus labios virginales. Pero lo que le da satisfacción es su sufrimiento, como a cualquier violador. Por eso no sé, en conciencia, si deberíamos catalogarlo como asesino o como violador. Vaya, es ambas cosas, pero ¿cómo funciona su mente? ¿Cuál es para él el propósito verdadero de lo que hace?
Carmine puso una mueca de disgusto.
– Sabemos qué tipo de víctima le atrae y que son relativamente raras -continuó Carmine-, pero un fantasma se deja ver más que él. En Norwalk, con dos secuestros en el morral, la policía se ha dejado las pestañas buscando merodeadores, mirones, forasteros que rondaran las calles cercanas al instituto, forasteros que hubieran tenido contacto con gente del instituto o con las familias. Han vigilado a todo dios, desde recaudadores de organizaciones benéficas a los que hurgan en la basura, a carteros, a vendedores de enciclopedias, a personas que decían ser mormones, testigos de Jehová y demás sectas proselitistas. A los que hacen la lectura de los contadores, a empleados municipales, a los que podan los árboles, a los encargados del mantenimiento de los tendidos eléctricos y telefónicos. Formaron incluso un gabinete estratégico para tratar de dilucidar cómo había podido acercarse a las chicas lo bastante como para secuestrarlas, pero hasta ahora no han sacado en limpio nada de nada. Nadie recuerda nada que pudiera ser de utilidad.
Corey se puso en pie.
– Voy a ponerme con esas llamadas -dijo.
– Vale, Abe, infórmame acerca del Hug.
Abe sacó al punto su libreta.
– Hay treinta personas en plantilla, contando desde el profesor Smith, por arriba, hasta Allodice Miller, la que lava las botellas, por abajo. -Extrajo un par de papeles de un archivador que llevaba bajo el brazo y se los pasó a Carmine-. Aquí tienes tu copia de la lista con sus nombres, edades, puestos, antigüedad y cualquier otra cosa que me ha parecido útil. La única persona que parece tener alguna experiencia quirúrgica es Sonia Liebman, la del quirófano. Los dos extranjeros ni siquiera tienen estudios de medicina, y el doctor Forbes dijo que se había desmayado presenciando una circuncisión.
Se aclaró la garganta y pasó una página.
– Hay un número indeterminado de gente que anda entrando y saliendo más o menos a su voluntad, pero son todos caras conocidas: los del animalario, viajantes, doctores de la facultad. La limpieza la tienen contratada con Mitey Brite, servicios de limpieza científicos, que la hacen entre las doce y las tres de la noche de lunes a viernes, pero no manipulan los residuos de riesgo. De eso se encarga Otis Green. Por lo visto, se requiere un adiestramiento específico, lo que supone unos pavos extra en el sobre de la paga de Otis. Dudo que Mitey Brite tenga nada que ver con el crimen, porque Cecil Potter vuelve al Hug a las nueve de la noche cada día y cierra el animalario como si fuera Fort Knox, no vaya a meter ahí la nariz un limpiador. Los monos son sus criaturas. Al mínimo ruido que oyen por la noche montan un escándalo de padre y muy señor nuestro.
– Gracias por la observación, Abe. No había pensado en Mitey Brite. -Carmine dirigió a Abe una mirada de afecto-. ¿Tienes alguna impresión del personal que merezca mencionarse?
– Hacen un café asqueroso -dijo Abe-, y algún listillo de Neuroquímica llena un vaso de precipitados con unos caramelos de aspecto delicioso, rosas, verdes y amarillos. Sólo que no son caramelos, es material de embalaje de poliestireno. -Picaste.
– Piqué.
– ¿Algo más?
– Sólo información negativa. Podemos excluir a Allodice, la que lava las botellas: es demasiado corta. Dudo que metieran las bolsas en la nevera durante el turno de Cecil y Otis. Yo apostaría a que lo hicieron más tarde.
– ¿En cuántos otros sitios pudo deshacerse de los cadáveres?
– Al final he localizado siete cámaras distintas para animales muertos, sin contar la del Hug. Al decano Dowling no le hizo gracia tener que hablarle a un poli sobre algo tan por debajo de las atribuciones de su cargo, y al parecer nadie tenía una lista. Acabé por encontrarlas, pero ninguna de ellas hubiera resultado tan fácil de utilizar como la del Hug; son todas más accesibles, hay más ajetreo. ¡Tío, deben de cepillarse millones de ratas! Vivas ya las odio, pero después de hoy todavía las odio más muertas. Yo apuesto por el Hug, decididamente.
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