Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– ¿Tango? ¿Qué es eso? -preguntó Stanley.

– Un baile sexy -dijo secamente su madre.

Una respuesta que, por alguna razón inexplicable para Stanley, hizo que papá rompiera a reír a carcajadas.

– ¡Cállate! -gruñó Paola-. ¡Cállate, Walt!

Él se enjugó los ojos, puso otro trozo de lasaña en el plato vacío de Stanley y luego rellenó su propio plato.

– Voy a subir a la cabaña el viernes por la noche, Paola, y no volveré a casa hasta la madrugada del lunes. ¡Tengo una montaña de cosas por leer, y pongo a Dios por testigo de que es imposible leer en esta casa!

– ¡Con sólo que dejaras esa estúpida investigación y te dedicaras a la práctica privada como es debido, Walt, podríamos vivir en una casa lo bastante grande para doce niños sin arruinar tu tranquilidad! -Sus grandes ojos castaños centellearon con lágrimas de rabia-. Te has ganado una reputación fantástica estudiando todas esas enfermedades extraordinarias y raras que tienen nombres de gente (¡Wilson, Huntington, no esperes que las recuerde todas!), y sé que recibes ofertas para pasarte al ejercicio privado en sitios mucho mejores que Holloman: Atlanta, Miami, Houston… lugares cálidos. Lugares donde el servicio doméstico es barato. Los niños podrían recibir clases de música, yo podría volver a la universidad…

Walter descargó la mano violentamente sobre la mesa; los niños se quedaron petrificados, temblando.

– ¿Y cómo sabes tú que he tenido esas ofertas, Paola? -preguntó en tono amenazador.

Ella palideció, pero le desafió.

– Dejas las cartas tiradas por todas partes, las encuentro por cualquier rincón.

– Y las lees. ¿Y aún te preguntas por qué tengo que escaparme? Mi correspondencia es privada, ¿me entiendes? ¡Privada!

Walt tiró el tenedor, apartó su silla de la mesa y salió hecho una furia de la cocina. Su mujer y los niños le siguieron con la vista, luego Paola pasó una servilleta por la cara pringosa de Mikey y se levantó para ir a buscar el helado y la gelatina.

Había un espejo viejo en la pared, a un lado de la nevera; Paola vio su propio reflejo de refilón y sintió que se le saltaban las lágrimas. Ocho años habían bastado para transformar a la joven vivaracha y guapísima con un cuerpo imponente que había sido en una mujer flaca y fea, sin paliativos, que parecía mucho mayor de lo que era.

¡Ah, la alegría de conocer a Walt, de cautivar a Walt, de atrapar a Walt! Un médico con todos los honores, tan brillante que pronto serían ricos. No había contado con que Walt no tenía la menor intención de abandonar la medicina académica… ¡Un fontanero ganaba más que él! Y no paraban de llegar niños y más niños. La única manera que tenía de evitar el quinto era pecando: Paola estaba tomando la píldora.

Las peleas, lo entendía, eran algo destructivo. Perturbaban a los niños, la perturbaban a ella y llevaban a Walt a refugiarse en su cabaña cada vez con más frecuencia. Su cabaña… ¡ella ni siquiera la había visto! Ni la vería. Walt se negaba a decirle dónde estaba.

– ¡Bien, viva, helado de dulce de leche! -exclamó Stanley.

– El helado de dulce de leche no pega con la gelatina de uva -dijo Bella, que era la tiquismiquis.

A su modo de ver, Paola se consideraba una buena madre.

– ¿Prefieres que te ponga la gelatina y el helado en boles separados, cariño?

Cuando el doctor Hideki Satsuma entró en su ático del edificio más alto de Holloman, sintió que las tensiones del día le resbalaban por los hombros.

Eido había pasado por su casa antes que él, había dejado todo dispuesto tal como a su amo le gustaba y luego bajó los diez pisos hasta el apartamento, mucho menos elegante, donde vivía con su mujer.

La decoración era engañosamente sencilla: paredes recubiertas de láminas de cobre batido; puertas a cuadros de madera negra y delicado papel; un biombo antiquísimo de tres hojas con mujeres inexpresivas de ojos rasgados, con peinados a lo Pompadour y sombrillas acanaladas; un sencillo pedestal de piedra negra pulida que sostenía una única y perfecta flor en un florero Steuben retorcido; suelos relucientes de madera negra.

Una cena a base de sushi frío estaba dispuesta en la mesa lacada negra, hundida en un rebaje del suelo, y cuando llegó hasta su habitación encontró su quimono extendido, su jacuzzi desprendiendo perezosas volutas de vapor y su futón desplegado.

Una vez bañado, alimentado y relajado, fue hasta el muro de cristal que delimitaba su jardín y se quedó allí de pie, empapándose de su perfección. Construirlo le había supuesto un desembolso considerable, pero el dinero no era algo que preocupase a Hideki. Qué hermoso, instalado en el interior del apartamento, en lo que tiempo antes había sido una zona descubierta y ajardinada del tejado. Por el lado del patio, sus paredes eran de espejo, pero las de la habitación que lo circundaba eran transparentes. Su contenido era escaso hasta la austeridad. Unas pocas coníferas bonsái, un alto ciprés de Hollywood que crecía en forma de doble hélice, un arce japonés bonsái increíblemente viejo, aproximadamente dos docenas de rocas de variadas formas y tamaños, y guijarros de mármol multicolores dispuestos en el suelo formando un dibujo complicado, que no estaba pensado para caminar por encima. Allí, las fuerzas de su universo privado se congregaban de la forma más propicia a su propio bienestar.

Pero esa noche, con los dedos desprendiendo aún un leve tufo a xileno, insufrible para su exquisitamente sensible nariz, Hideki Satsuma contempló su jardín con la certeza de que se había producido un corrimiento en los cimientos de su universo privado; de que debía reorganizar las macetas, las rocas, los guijarros, para neutralizar aquellos acontecimientos profundamente perturbadores. Unos acontecimientos que escapaban a su control, a él que no podía evitar el impulso de controlarlo todo. Allí… Allí, donde aquel arroyuelo rosa describía meandros a través de los relucientes guijarros de jade… Y allí, donde la afilada roca gris surgía como la hoja de una espada frente a la tierna redondez de vulva de la roca roja hendida… Y allí, donde la doble hélice del ciprés de Hollywood se estrechaba hacia el cielo… De repente todo estaba mal, iba a tener que empezar de nuevo.

Su mente voló con añoranza a su casa de la playa, en lo alto de la punta del cabo Cod, pero lo que había sucedido allí recientemente exigía un periodo de recuperación. Además, era un viaje demasiado largo, incluso en su Ferrari granate. No, esa casa tenía otro propósito, y aunque estaba relacionada con el corrimiento de su universo, el epicentro de la perturbación se hallaba en su jardín de Holloman.

¿Podía esperar al fin de semana? No, no podía. Hideki Satsuma apretó el timbre que convocaba a Eido al ático.

Desdemona entró en tromba en su apartamento del tercer piso de una casa de tres viviendas en la calle Sycamore, justo detrás de la Hondonada. Su primera parada fue el cuarto de baño, donde preparó un baño caliente y eliminó los persistentes rastros de los más de tres kilómetros de caminata de vuelta a casa. La siguiente, en la cocina, para abrir una lata de estofado irlandés y otra de pudín de arroz con leche; Desdemona no era cocinera. Los ojos que Carmine había encontrado, para su sorpresa, tan hermosos no reparaban en el linóleo picado o el papel pintado que se levantaba por los bordes; Desdemona no vivía para las comodidades materiales.

Por fin, ataviada con un batín de hombre de franela a cuadros, fue hasta el cuarto de estar, donde su preciado trabajo yacía en una gran canasta de mimbre, sobre un alto pedestal de cañas junto a su sillón favorito, del que ni siquiera notaba que se le clavaban sus muelles. Frunciendo el entrecejo, revolvió en la canasta en busca de la larga pieza de seda en que estaba bordando un tapete de aparador para Charles Ponsonby; ¿no lo había dejado encima de todo? ¡Sí, de eso estaba segura! El desorden no iba con Desdemona Dupre; cada cosa tenía su sitio, y allí permanecía. Pero el bordado no estaba allí. En su lugar encontró un mechoncito de pelos negros, cortos y muy encrespados, los cogió y los examinó. Fue entonces cuando vio el tapete, sus vetas de vivo rojo sangre hechas un ovillo en el suelo, detrás del sillón. Dejó caer los pelos; recogió el bordado y lo extendió para ver si había sufrido algún daño, pero estaba bien, aparte de algo arrugado. ¡Qué extraño!

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