Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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«¡Vaya, vaya, por fin un poco de información útil!» ¿Por quién seguir? Dupre, decidió, y llamó a su puerta. Tenía el despacho situado en la esquina sudoriental, lo que suponía ventanas en dos paredes: una desde la que se dominaba la ciudad y otra con vistas al sur, al brumoso puerto. ¿Cómo era que no se lo había quedado el Profe? ¿O es que no se fiaba de que él mismo no fuera a perder tiempo disfrutando de las espectaculares vistas? La señorita Dupre, que no era ciertamente espectacular, tenía, por otra parte, disciplina suficiente, juzgó Carmine, para resistirse a cuanto le ofrecían sus ventanas.

Se puso en pie tras su escritorio para mirarle desde más altura, algo que a todas luces disfrutaba haciendo. «Una afición peligrosa, señora mía. A usted también se le puede poner en su sitio. Pero es muy lista, y muy eficiente, y muy perspicaz (me lo dicen todo sus preciosos ojos).»

– ¿Qué la trajo al Hug? -le preguntó, tomando asiento.

– Una carta verde. Antes fui viceadministradora del área de salud pública de una región inglesa. Era responsable de todas las instalaciones destinadas a la investigación en los diversos hospitales y universidades «de ladrillo rojo» de la zona.

– ¿Universidades de ladrillo rojo, dice?

– Aquellas a las que mandan a los estudiantes de clase trabajadora, como yo. Nosotros no entramos en Oxford o en Cambridge, que no son «de ladrillo rojo», aunque sus edificios más recientes, de hecho, lo sean.

– ¿Qué ignora usted de este lugar? -preguntó él.

– Muy pocas cosas.

– ¿Qué me dice de las bolsas de papel marrón de animales muertos?

– Su inexplicable fijación con las bolsas de animales muertos ya ha llamado la atención de muchos otros, aparte de la mía, pero ninguno de nosotros tiene la menor idea de qué importancia puedan tener, aunque creo que me lo puedo imaginar. ¿Por qué no me cuenta toda la verdad, teniente?

– Limítese a responder a mis preguntas, señorita Dupre.

– Pues hágame alguna.

– ¿Ve usted alguna vez las bolsas de animales muertos?

– Por supuesto. Como directora gerente, lo veo todo. La remesa anterior a esta última era de un género de inferior calidad, lo que me obligó a ocuparme exhaustivamente del tema -dijo la señorita Dupre-. Sin embargo, por norma general no las veo en absoluto, sobre todo si su contenido es un cadáver.

– ¿A qué hora acaban de trabajar Cecil Potter y Otis Green?

– A las tres de la tarde.

– ¿Eso lo sabe todo el personal?

– Naturalmente. De cuando en cuando eso provoca la queja de algún investigador; a veces dan por sentado que el mundo entero existe para atender sus necesidades. -Sus pálidas cejas se dispararon hacia arriba-. Yo les respondo que el señor Potter y el señor Green trabajan en el horario del animalario. Los ritmos circadianos de los animales precisan atención durante las tres o cuatro horas que siguen al amanecer. Las tardes importan menos, siempre que se los haya provisto adecuadamente de comida y de un habitáculo limpio.

– ¿Qué otras labores desempeña Otis, aparte de cuidar de los animales?

– El señor Green pasa la mayor parte del día ocupado con sus obligaciones en los animalarios de las plantas superiores; el resto de sus obligaciones no son demasiado exigentes. Carga pesos, lleva el mantenimiento de la instalación eléctrica y se deshace de los residuos de riesgo. Puede que le sorprenda saber que las técnicas le piden al señor Green que les traiga las bombonas de gas. Antes dejábamos que cada chica cargara con las suyas, hasta que una bombona llena cayó accidentalmente al suelo y su contenido presurizado se salió. No hubo que lamentar daños, pero de no haberse tratado de un gas inerte… -Parecía atribulada-. También se dan ocasiones en que alguno de los investigadores trabaja con sustancias que emiten radiación gamma. Eso exige que se levanten barreras hechas de ladrillos de plomo… que pesan mucho.

– Me sorprende que en este lugar, que es como el Hilton, no llegue todo por tuberías o algo así.

Ella se puso en pie para mirarle desde arriba.

– ¿Tiene algo más que preguntarme, señor?

– No. Gracias por su tiempo.

«¿Qué puedo hacer para ganármela? -se preguntó Carmine más tarde, mientras recorría el pasillo camino del despacho de Tamara Vilich-. Es una fuente de información que me hace mucha falta.»

El despacho de la secretaria del Profe tenía una puerta que comunicaba directamente con la de él, según observó Carmine al entrar.

– ¿Es usted consciente de las considerables molestias que nos ha causado al dejarnos para el final? Llego tarde a una cita.

– Son las servidumbres del poder -dijo Carmine, sin tomar asiento-. ¿Sabe? He oído hoy más lenguaje afectado y jerigonza técnica de lo que oigo habitualmente en seis meses. Yo también he sufrido molestias, señorita Vilich. No he desayunado ni comido, y de momento tampoco he cenado.

– ¡Pues adelante, y acabe de una vez! ¡Tengo que irme!

«¿Desesperación en su voz? Qué interesante.» -¿Ve usted alguna vez las bolsas de los animales muertos, señora?

– No, señor. -Miró su reloj con un gesto de fastidio-. ¡Maldita sea!

– ¿Nunca?

– ¡No, nunca!

– Entonces puede usted acudir a su cita, señorita Vilich. Gracias.

– ¡Llego tarde! -exclamó desesperada-. ¡No llego!

Pero se fue, a la carrera, antes de que Carmine pudiera llamar a la puerta del despacho contiguo.

El Profe parecía más preocupado que por la mañana, quizá, pensó Carmine, porque desde entonces no había ocurrido nada que calmara su ansiedad o satisficiera su curiosidad.

– Voy a tener que informar al consejo de administración -dijo Smith, sin que Carmine tuviera ocasión de abrir la boca.

– ¿Consejo de administración?

– Esta institución se financia con fondos privados, teniente, y hay un consejo que la supervisa. Podría usted decir que todos tenemos que bailar para ganarnos el pan. La generosidad del consejo de administración es directamente proporcional a la cantidad de trabajos verdaderamente originales y trascendentes que producimos. Nuestra reputación no tiene nada que envidiar a la de ninguna otra institución, el Hug se ha ganado sin duda un lugar destacado. ¡Y ahora se produce esta… esta… esta singularidad! Un hecho fortuito que tiene el poder de afectar a la calidad de nuestro trabajo de manera drástica.

– ¿Un hecho fortuito, profesor? Yo no considero fortuito el asesinato. Pero dejemos eso a un lado por un momento. ¿Quién forma parte de ese consejo?

– William Parson mismo murió en 1952. Dejó a dos sobrinos, Roger Junior y Henry Parson, al mando de su imperio. Roger Junior es el presidente del consejo. Henry es su vicepresidente. Sus hijos, Roger tercero y Henry Junior son vocales también. El quinto vocal Parson es Richard Spaight, director del Banco Parson e hijo de la hermana de William Parson. Mawson Macintosh, el presidente de la Chubb, es vocal, al igual que el decano de la Facultad de Medicina, el doctor Wilbur Dowling. Yo, como titular de la cátedra, soy el último -dijo Smith.

– Eso otorga al contingente de los Parson una mayoría holgada. Deben de darle al látigo a base de bien.

Smith reaccionó con asombro.

– ¡No, por cierto! ¡Ni mucho menos! Mientras sigamos realizando un trabajo tan brillante como el que venimos desarrollando desde hace quince años, tenemos prácticamente carta blanca. El testamento de William Parson era muy claro. «Si pagas en cacahuetes lo que consigues son monos» era una de sus máximas favoritas. Por eso en el Hug pagamos bien, y nuestros investigadores son infinitamente más brillantes que los macacos de abajo. De ahí mi preocupación por esta singularidad, teniente. Una parte de mí se empeña en que todo es un sueño.

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