Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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«¿Y tú, por qué te quedaste aquí?», se preguntó Carmine mientras estudiaba al jefe de neuroquímica. Hombre de complexión y estatura medias, Charles Ponsonby tenía el pelo castaño entreverado de gris, los ojos azules, por encima siempre de un par de gafas de media montura que llevaba encaramadas a su nariz larga y afilada, y aire de profesor despistado. Llevaba ropa como de tweed, muy gastada, el pelo a mechones desordenados y los calcetines, observó Carmine, desparejados: azul marino el del pie derecho, gris el del izquierdo. Todo ello podría confirmar que Ponsonby era un hombre poco inclinado a la aventura, que no veía virtud alguna en ir más allá de Holloman, y, sin embargo, algo en aquellos ojos legañosos decía que podría haberse convertido en un hombre diferente de haberse ido también él a algún otro sitio al acabar su carrera de medicina. Una hipótesis basada en el instinto más visceral; algo había retenido a Ponsonby en casa, algo concreto e imperioso. No una esposa, porque él mismo había dicho, con notable indiferencia, que había sido soltero toda la vida.

También fue interesante descubrir los contrastes entre sus diversos despachos. El de Forbes lo había encontrado limpio como una patena, sin lugar para el mobiliario lujoso ni nada colgando en las paredes; libros y papeles por todas partes, hasta por el suelo. A Finch le iban las plantas en maceta, y tenía, de hecho, una orquídea en flor asombrosa; cascadas de helechos vestían sus paredes. Chandra prefería el cuero al estilo de Chesterfield, con librerías de vitrinas de vidrio-emplomado y unas pocas obras de arte de la India exquisitas. Y el doctor Charles Ponsonby vivía aseadamente entre cachivaches repulsivos como cabezas reducidas y máscaras mortuorias de gente como Beethoven y Wagner; tenía, asimismo, cuatro reproducciones de cuadros famosos en las paredes: el Saturno devorando a un hijo, de Goya, dos secciones del infierno del Bosco y la cara que grita de Munch.

– ¿Le gusta el arte surrealista? -preguntó animadamente Ponsonby.

– Personalmente, prefiero el arte oriental, doctor.

– He pensado a menudo, teniente, que elegí mal mi vocación. La psiquiatría me fascina, en particular la psicopatología. Mire esa cabeza reducida: ¿qué creencias pueden provocar eso? ¿O qué visiones, mis cuadros?

Carmine sonrió.

– A mí no me pregunte. Sólo soy un poli.

«Y tú -remató para sí- no eres mi hombre. Demasiado obvio.»

Allí arriba, observó mientras Ponsonby le conducía por los laboratorios, el equipamiento era más familiar: una unidad de absorción atómica, un espectrómetro de masas, un cromatógrafo de gas, centrifugadores grandes y pequeños… la clase de aparatos que tenía Patrick en su laboratorio forense, sólo que más nuevos e imponentes. Patrick tenía que mirar el céntimo; aquí, gastaban y gastaban.

De Ponsonby aprendió más sobre los cerebros de gato que acababan convertidos en lo que Ponsonby llamaba «sopa de sesos» con tal naturalidad que no movía en absoluto a hilaridad. También usaban sopa de sesos de rata.

Y el doctor Polonowski estaba efectuando algunos experimentos con el axón gigante de la pata de langosta; no de las pinzas grandes, de las patitas. ¡Aquellos axones eran enormes! La técnica de Polonowski, Marian, tenía que pasarse a menudo por la pescadería de camino al trabajo para comprar las cuatro langostas más grandes del acuario.

– ¿Qué pasa luego con las langostas?

– Se reparten por turno entre aquellos a quienes les gusta la langosta -dijo Ponsonby, como si la pregunta careciera totalmente de interés dada la palmaria evidencia de la respuesta-. El doctor Polonowski no hace nada con el resto del bicho. Es un detalle por su parte que las reparta por turno, de hecho. Son sus animales de experimentación, podría comérselas todas él si quisiera. Pero espera a que le toque, como el resto de nosotros. Excepto el doctor Forbes, que se ha hecho vegetariano, y el doctor Finch, que es demasiado ortodoxo para comer crustáceos.

– Dígame, doctor Ponsoby, ¿se fija la gente en las bolsas de animales muertos? Si usted viera una bolsa grande para animales muertos llena a reventar y se fijara, ¿qué pensaría al respecto?

La expresión de Ponsonby reflejó moderada sorpresa.

– Dudo que pensara nada, teniente, porque dudo que reparara en ella.

Milagrosamente, no estaba ansioso por entrar en los detalles de su trabajo, del que dijo simplemente que tenía que ver con la química de las células del cerebro implicadas en el proceso epiléptico.

– Por ahora, parece que todo el mundo se centra en la epilepsia -dijo Carmine-. ¿No se dedica nadie a los retrasos mentales? Pensaba que el Hug se dedicaba a ambas cosas.

– Desgraciadamente, perdimos a nuestro genetista hace algunos años, y el profesor Smith no ha encontrado al hombre idóneo para sustituirlo. Ahora les atrae el tema del ADN, ¿sabe? Es más excitante. -Soltó una risita-. Su sopa está hecha de E. coli.

Y con eso al doctor Walter Polonowski, que se resentía de un agravio que no tenía nada que ver con sus orígenes polacos; eso, como los cuadros de Ponsonby, habría sido demasiado sencillo.

– No es justo -le dijo a Carmine.

– ¿Qué es lo que no es justo, doctor?

– La división del trabajo que tenemos aquí. Si uno tiene el título de Medicina, como Ponsonby, Finch, Forbes y yo mismo, tiene que visitar pacientes en el hospital de Holloman, y visitar pacientes reduce el tiempo que podemos dedicar a la investigación. Mientras que doctores en Filosofía como Chandra y Satsuma se dedican exclusivamente a la investigación. ¿Es de extrañar que nos lleven mucha ventaja a los demás? Cuando acepté venir aquí, convinimos en que pasaría consulta a los pacientes con retraso idiopático, ¿y qué es lo que ocurre? Que heredo pacientes con síndrome de déficit de absorción -dijo Polonowski, malhumorado.

«¡Ay, Señor, ya empezamos!» -¿No padecen retraso, doctor?

– ¡Sí, por supuesto, pero derivado de su déficit de absorción! ¡No son idiópatas!

– ¿Qué significa idiópata, señor?

– Es un desorden de etiología desconocida: se ignoran sus causas.

– Ya.

Walter Polonowski era un hombre de muy buena presencia, alto, bien formado, cuyo pelo y ojos color oro viejo se fundían con una piel del mismo tono. La clase de hombre, dictaminó Carmine, que no se dolía en realidad de su carga de pacientes porque fuera eso lo que le molestaba; lo que le molestaba eran las emociones primarias, como el amor y el odio. El hombre era infeliz a tiempo completo, se le veía en la cara.

Pero, al igual que todos los demás, nunca reparaba en algo tan mundano como una bolsa de animales muertos, y mucho menos en si era grande o pequeña. «¿Y por qué tengo esta fijación con las bolsas de animales muertos, de todas formas?», se preguntó Carmine. Porque alguien muy listo había aprovechado el frigorífico de animales muertos consciente de que el personal del Hug nunca se fijaba en aquellas bolsas. «Por eso, y, sin embargo, me da en la nariz que por aquí hay algo turbio. No se ha acabado. Sí, estoy seguro, ¡estoy seguro!» La técnica de Polonowski, Marian, era una guapa muchacha que dijo a Carmine que ella misma se ocupaba de llevar las bolsas del doctor Polonowski a la planta baja. Su actitud era desconfiada y a la defensiva, pero no por las bolsas de animales muertos, intuyó el teniente. Era una chica desgraciada, y las chicas desgraciadas acostumbran a serlo por problemas personales, no por el lugar donde trabajan. Para estos jóvenes, todos licenciados en ciencias, alguno con pequeños proyectos del tipo que se valora de cara a un máster o un doctorado en Filosofía, era fácil encontrar empleo. Carmine apostaría a que Marian llegaba a veces al Hug con gafas de sol para disimular que se había pasado media noche llorando.

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