Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Profesor, el cadáver es real y la situación es real. Pero permítame divagar un rato. -El rostro de Carmine adoptó una expresión que solía desarmar a quienes la veían-. ¿Qué problema hay entre la señorita Dupre y la señorita Vilich?

Un puchero asomó a la alargada cara de Smith.

– ¿Tan evidente es?

– Para mí, sí. -Para qué mencionar a Hilda Silverman.

– Durante los primeros nueve años de existencia del Hug, Tamara era, además de mi secretaria, la directora gerente. Entonces se caso. Le aseguro que no sé nada del marido, excepto que la abandonó al cabo de pocos meses. Durante el tiempo que estuvieron juntos, su trabajo se resintió enormemente. A resultas de lo cual, el consejo de administración decidió que necesitábamos una persona cualificada para dirigir nuestros asuntos de negocios.

– ¿El marido de la señorita Vilich era un huguita?

– El término es hugger, teniente -dijo Smith como si masticara lana-. Frank Watson hincó la pulla hasta el hueso. Si hay chubbers, decía, también tendría que haber huggers. Y no, el marido no era ni un hugger ni un chubber. -Inspiró profundamente-. Para serle del todo sincero, arrastró a la pobre chica a un desfalco. Lo arreglamos y no emprendimos acciones legales.

– Me sorprende que el consejo no insistiera en que usted la despidiera.

– ¡No podía hacerle eso, teniente! Vino a mí recién salida de la escuela de secretariado Kirk, aquí en Holloman, y nunca ha tenido más trabajo que éste. -Tremendo suspiro-. El caso es que, cuando llegó la señorita Dupre, resultó inevitable que Tamara la recibiera de uñas. Una lástima. La señorita Dupre hace un trabajo excelente; ¡mucho mejor que el que hacía Tamara, en honor a la verdad! Está diplomada en administración médica y contabilidad.

– Es una mujer muy dura. ¿No se habrían llevado mejor, tal vez, si la señorita Dupre fuera un poco más encantadora, eh?

El profesor no mordió ese anzuelo; prefirió decir:

– La señorita Dupre es muy apreciada en los demás departamentos.

Carmine echó un vistazo a su reloj.

– Ya es hora de que le deje irse a casa, señor. Gracias por su cooperación.

– ¿No creerá usted de verdad que el cadáver tiene algo que ver con el Hug y mi personal? -preguntó el Profe cuando salía con Carmine por el pasillo.

– Creo que el cadáver tiene todo que ver con el Hug y su personal. Y, profesor, posponga la reunión de su consejo hasta el lunes que viene, por favor. Es usted libre de explicar la situación al señor Roger Parson Junior y al presidente Macintosh, de momento, pero la cadena informativa termina ahí. Sin excepciones: ni esposas ni colegas.

Situado justo al lado del edificio de la Administración del condado de Holloman, al Malvolio's le salía muy a cuenta permanecer abierto veinticuatro horas al día. Acaso porque gran parte de su clientela trabajaba de uniforme azul marino, la decoración seguía el estilo de la cerámica de Wedgwood, en azul pastel, roto por blancas molduras de arabescos, guirnaldas y doncellas de escayola. Hacía rato que Corey y Abe se habían ido a casa cuando Carmine aparcó el Ford a la puerta y entró a pedir pastel de carne en su salsa con puré de patatas, guarnición de ensalada con aliño Diosa Verde y dos porciones de tarta de manzana à la mode.

Al fin con el estómago lleno, fue paseando hasta su casa y tomó una larga ducha, para luego caer rendido y desnudo en la cama y no recordar al día siguiente el momento en que había dado con la cabeza en la almohada.

Al llegar a su casa, Hilda Silverman se encontró con que Ruth ya había preparado la cena: una fuente de costillas de cerdo a las que no se molestó en quitar la grasa, una ensalada de lechuga iceberg, mustia y transparente al haberla aliñado con vinagreta italiana con demasiada antelación, y tarta helada de chocolate Sara Lee de postre. «Al menos yo no tengo problemas para mantener la línea -pensó Hilda-; lo que es un milagro es que Keith consiga mantener la suya, porque adora la comida de su madre. Lo que es casi lo único que delata aún su baja extracción social. ¡No, Hilda, sé justa! Adora a su madre tanto como a su comida.»

Aunque él no estaba presente, su plato reposaba, cubierto con papel de aluminio, sobre una cazuela de agua que Ruth mantenía hirviendo a fuego bajo hasta que llegaba su hijo, aunque fuera a las dos o las tres de la noche.

A Hilda le disgustaba su suegra porque a día de hoy seguía desafiantemente orgullosa de ser pobre basura blanca, pero estaban ambas unidas por la cadera -una cadera llamada Keith-, y entre ellas no había lugar para los celos. Keith lo era todo, sencillamente. Si Keith prefería que la gente no supiera de sus orígenes, su madre no se lo tomaba en cuenta: habría dado la vida por él con la misma alegría que Hilda.

Ruth facilitaba mucho la vida a Keith y Hilda, más que nada porque el hecho de que viviera con ellos permitía a Hilda conservar su muy bien remunerado trabajo. Y lo bueno era que a Ruth, de hecho, le encantaba vivir en una casa espantosa de un barrio espantoso; le recordaba (como a un achicado Keith) su vieja casa de Dayton, Ohio. Otro lugar en que la gente llenaba el patio trasero de lavadoras rotas y carrocerías de coche oxidadas. Tan húmedo, deprimente y frío como lo era Griswold Lane, en Holloman, Connecticut.

Keith y Hilda vivían en la peor casa de Griswold Lane, porque pagaban un alquiler de risa, lo que les permitía ahorrar la mayor parte de sus sueldos (ella ganaba el doble que él). Ahora que Keith había acabado su periodo de residente y estaba estancado como posgraduado, sus planes eran adquirir una participación en alguna lucrativa clínica de neurocirugía, a ser posible en Nueva York. ¡Keith Kyneton no estaba hecho para el muermo mal pagado de la medicina académica! Esposa y madre luchaban heroicamente por ayudarle a ver cumplidas sus ambiciones. Ruth era por naturaleza una agarrada que encontraba los almacenes J. C. Penney's escandalosamente caros, y en el mercado compraba productos de anteayer; Hilda ahorraba en cosas tan nimias como la peluquería, se resistía a comprarse un par de pasadores bonitos para el pelo y se aguantaba con sus gafas de culo de vaso. En tanto que el coche y la ropa de Keith habían de ser de lo mejor, y su trabajo hacía imprescindible el enorme gasto de unas lentillas. A Keith había que darle lo que quisiera.

En el preciso momento en que Ruth y Hilda se sentaban a la mesa, Keith asomó por la puerta, y con él llegaron el sol, la luna, las estrellas y todos los ángeles del cielo. Hilda se lanzó de un brinco a estrecharle entre sus brazos, restregando la cabeza bajo su barbilla; ¡ah, era tan alto, tan… fantástico!

– Hola, cariño -dijo él, rodeándola con un brazo y estirando el cuello por encima de su cabeza para besar a su madre en la mejilla-. Hola, mamá, ¿qué hay de cenar? ¿Son tus costillas de cerdo eso que huelo?

– Pues sí, hijo. Siéntate, que te traigo tu plato.

Así que se sentaron a tres bandas a la mesita cuadrada de la cocina, Keith y Ruth devorando con ganas la grasienta y algo artificial pitanza, Hilda picoteando.

– Hoy hemos tenido un asesinato -dijo Hilda, cortando una chuleta.

Keith alzó la vista, demasiado ocupado para hacer comentario alguno; Ruth dejó el tenedor en la mesa y se la quedó mirando.

– ¡Diantre! -dijo-. ¿Un asesinato, de verdad?

– Bueno, un cadáver en todo caso. Por eso he llegado tan tarde a casa. Teníamos a la policía por todas partes, y no nos han permitido salir ni para comer. Por alguna razón, dejaron la cuarta planta para el final, aunque ¿cómo iba a saber nadie de la cuarta planta de un cadáver aparecido en el animalario, que está en la primera? -Hilda resopló indignada y consiguió por fin separar la grasa de su chuleta.

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