Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Y yo, Abe, y yo.

Carmine pasó el resto del día en su escritorio, estudiando los expediente relacionados con el caso hasta poder recitarlos de memoria. Eran todos bastante voluminosos, debido a las cualidades de las víctimas. Estaba claro que la policía de cada ciudad había hecho un esfuerzo mayor de lo habitual en sus investigaciones; lo más común era que una adolescente desaparecida tuviera una reputación (a veces, hasta antecedentes penales) que encajaba con su desaparición. Pero no era el caso de estas chicas. «Lo lamentable de todo esto -pensó Carmine- es que no hubiera más comunicación entre nosotros. De haberla habido, podríamos estar sobre la pista de ese tipo hace tiempo. De todas formas, no hay cadáveres, ni evidencias físicas de asesinato. Sea cual sea el número de cadáveres, y eso voy a tardar en saberlo, acabaron todos en la incineradora de la Facultad de Medicina. Mucho más seguro que enterrarlos en el bosque, pongamos por caso. Connecticut tiene bosques a espuertas, pero se usan, no son inmensos como los del estado de Washington.

»Mi instinto me dice que guarda las cabezas como recuerdo. O bien, si es que se deshace también de ellas, filma a las chicas. Súper-X en color, tal vez con varias cámaras para captar su sufrimiento, su propio poder, desde todos los ángulos. Estoy convencido de que es de los que coleccionan recuerdos. Esto es su fantasía particular, seguro que no puede resistirse al impulso de documentarla. Así que o las está filmando, o guarda las cabezas en un congelador, o en formol, dentro de tarros de cristal. ¿Cuántos casos he investigado en los que el criminal conservara souvenirs? Cinco. Pero ninguno de asesino múltiple. ¡Eso es tan poco frecuente! Y los otros me dejaban pistas. Este tipo no. Cuando contempla sus películas o sus cabezas, ¿qué siente? ¿Exaltación? ¿Decepción? ¿Excitación? ¿Remordimientos? Ojalá lo supiera, pero no lo sé.»

Cuando llegó al Malvolio's para cenar, se sentó en el compartimento de siempre, consciente de que no tenía apetito, aunque supiera que tenía que comer. La cosa acababa de empezar; tenía que conservar sus fuerzas para lidiar con eso.

La camarera era nueva, así que tuvo que dejarle que tomara nota de su pedido, desde el estofado yanqui al pudín de arroz. Una chica muy guapa, pero no de las que le tumbaban de espaldas; su forma de mirar a Carmine de arriba abajo era una invitación descarada. «Lo siento, nena -le decía él sin palabras-, para mí esos tiempos ya pasaron.» Aunque lo cierto era que le recordaba un poco a Sandra: una chica despampanante haciendo tiempo mientras encontraba un trabajo mejor, como actriz o modelo. Nueva York estaba a tiro de piedra. ¡Cuántas cosas habían pasado en 1950! Él acababa de ascender a detective; se había construido el Hug, así como el hospital de Holloman; y Sandra Tolley había entrado de camarera en el Malvolio's. Lo dejó muerto en el instante en que la vio. Alta, tan bien dotada como Jane Russell, con unas piernas kilométricas, una mata de pelo dorado y unos ojos enormes y miopes en mitad de un rostro espectacular. Pagada de sí misma y de la carrera que sabía que tendría como modelo; pensaba dejar su book en todas las agencias de Nueva York, pero no podía permitirse vivir allí. De modo que se había instalado a dos horas en tren, en Connecticut, donde podía alquilar algo por menos de treinta dólares al mes y comer gratis, si trabajaba de camarera.

Y entonces todas sus ambiciones se fueron a pique, porque la visión de Carmine Delmonico también la había tumbado de espaldas a ella. No es que fuera guapo, ni era más que pasablemente alto con su metro ochenta, pero tenía ese tipo de cara baqueteada que encantaba a las mujeres, y un cuerpo a punto de reventar de músculo natural. Se conocieron el día de Año Nuevo; se casaron al cabo de un mes; y ella se quedó embarazada a los tres. Sophia, su hija, nació justo a finales de 1950. Por aquella época había alquilado una bonita casa al este de Holloman, en el barrio italiano de la ciudad, pensando que si rodeaba a Sandra de hordas de sus parientes y amigos, ella no se sentiría tan sola cuando a él su trabajo le retuviera durante largas horas. Pero ella procedía de ganaderos de Montana, y ni entendía ni apreciaba el estilo de vida que se practicaba en el distrito este de Holloman. Cuando la madre de Carmine pasaba a visitarla, Sandra pensaba que la suegra iba a vigilarla, y, por extensión, veía cualquier amable visita por parte de su círculo familiar y amistades como una prueba de que no confiaban en su buena conducta.

Nunca hubo una verdadera pelea, ni siquiera mucho descontento. La pequeña era la viva imagen de su madre, cosa que tenía a todos muy satisfechos; nadie sabe mejor que los italianos que a los ángeles los pintan rubios.

Porque así estaba establecido, a Carmine le tocaban por turno invitaciones para asistir a obras que estaban en rodaje de cara a su estreno en Broadway y que se preestrenaban en el Teatro Schumann; a finales de 1951, cuando Sophia tenía un año, le llegó la vez. El espectáculo era una obra importante, que ya había cosechado críticas entusiastas tras estrenarse en Boston y Philadelphia, de modo que asistiría todo Nueva York. Sandra estaba muy emocionada, rescató el más glamuroso de sus vestidos sin tirantes, uno de seda color ciclamen que se le ajustaba como una segunda piel hasta las rodillas, ensanchándose a partir de allí, y una estola de visón que la abrigara, pues aquél era un invierno muy frío. Planchó el traje que se ponía Carmine para salir a cenar, su camisa de chorreras y su fajín, y le compró una gardenia para el ojal. ¡Ah, qué ilusionada estaba! Como un niño antes de ir a Disneylandia.

Surgió un caso y él no pudo ir. Cuando lo recordaba, se alegraba de no haberle visto a ella la cara cuando se enteró; se lo dijo por teléfono. «Lo siento, cariño, esta noche tengo trabajo.» Pero ella fue al teatro de todos modos, sola, con su vestido de seda de color ciclámen y envuelta en su estola de visón. Cuando después se lo contó a Carmine, aquella misma noche, a él no le importó. Pero lo que no le dijo fue que había conocido a Myron Mendel Mandelbaum, el productor de cine, en el vestíbulo del Schumann, y que Mandelbaum había usurpado la butaca de Carmine, pese a que tenía la suya en un palco mucho más cerca del escenario.

Una semana más tarde, Carmine llegó a casa y se encontró con que Sandra y Sophia se habían ido, así como una nota en la repisa de la chimenea que decía que Sandra se había enamorado de Myron y se iba en tren a Reno; Myron ya estaba divorciado y quería desesperadamente casarse con ella. Sophia fue la guinda de la tarta nupcial, ya que Myron no podía tener hijos.

Carmine no podía esperarse aquel mazazo, ni había imaginado ni por asomo lo infeliz que era su mujer. No hizo nada de lo que se supone que hacen los maridos agraviados. No trató de secuestrar a su hija, ni de darle una paliza a Myron Mendel Mandelbaum, ni se dio a la botella, ni dejó de entregarse por completo a su trabajo. Y no porque no le animaran a hacerlo; su indignada familia habría hecho por él las dos primeras cosas de mil amores, y no podían entender que no se lo permitiera. Sencillamente, reconoció para sí que su matrimonio había sido una equivocación, fruto de una profunda atracción física y de nada más. Sandra ansiaba el glamour, los oropeles, la vida nocturna, una vida que él nunca le daría. Su sueldo era bueno, pero no principesco, y amaba demasiado su trabajo para prodigarle atenciones a su mujer. En muchos sentidos, decidió, Sandra y Sophia estarían mejor en California. ¡Ah, pero fue doloroso! Aunque nunca confesó ese dolor a nadie, ni siquiera a Patrick (que lo intuía), sino que lo enterró más hondo que el recuerdo.

Cada año, iba a Los Ángeles en agosto a ver a Sophia, pues amaba a su hija tiernamente. Pero la visita del último año le había descubierto una copia floreciente de Sandra, transportada cada día en limusina a una lujosa escuela donde era más fácil comprar alcohol, hierba, cocaína y LSD que chucherías. La pobre Sandra se había convertido en una cocainómana rematada en el circuito de fiestas de Hollywood; fue Myron quien trató de darle a la niña una vida como Dios manda, por más que se sintiera perdido él mismo. Por fortuna, Sophia compartía el talante inquisitivo de su padre, era intelectualmente brillante y había alcanzado cierta sabiduría presenciando el deterioro de su madre. Entre los dos, Carmine y Myron, pasaron tres semanas persuadiendo a Sophia de que si se mantenía alejada del alcohol, la hierba, la cocaína y el LSD y trabajaba su educación, no acabaría como Sandra. Con el transcurso de los años, Carmine había llegado a apreciar al segundo marido de Sandra más y más; ese último viaje había consolidado un fuerte vínculo entre ambos, basado en Sophia.

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