Colleen Mccullough - On, Off

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El cuerpo de una mujer es hallado en uno de los centro de investigación neurológica más reputados del mundo. Es la primera víctima de una serie de asesinatos que tendrán lugar en el estado Connnecticut. El teniente Delmonicco se hace cargo del caso, y tendrá que actuar con rapidez para evitar futuros asesinatos. Todo apunta a que se trata de un asesino en serie, tal vez un miembro del centro. Son varios los investigadores que despiertan sus sospechas, por lo que Delmonicco solicitará la ayuda de la directora del centro para resolver el enigma.

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– Es que estaba fascinada por el caos en el que trabaja, simplemente -dijo Desdemona arrastrando las palabras-. No es de extrañar que no pudiera administrar este lugar. Sería usted incapaz de organizar una juerga en una destilería.

– ¿Por qué no se va a joderse usted sola? ¡Porque una cosa está clara, es demasiado fea para encontrar un hombre que la joda!

Desdemona alzó sus apenas visibles cejas.

– Hay suertes peores que morirse con la duda -dijo, sonriendo-, pero, afortunadamente, a algunos hombres lo que les gusta es escalar el Everest. -Siguió con la mirada las uñas esmaltadas en rojo de Tamara, que recogía sus papeles y escondía el vital comunicado-. ¿Una carta de amor? -preguntó.

– ¡Lárguese! ¡Sus nóminas no están aquí!

Desdemona se retiró, sin dejar de sonreír; a través de la puerta abierta pudo oír el sonido distante de su teléfono.

– Señorita Dupre -contestó, al tiempo que se sentaba.

– Ah, estupendo, me alegra saber que está ahí trabajando -dijo la voz de su otra bestia negra.

– Yo siempre estoy aquí trabajando, teniente Delmonico -respondió muy secamente-. ¿A qué debo este honor?

– ¿Qué le parece si cenamos juntos un día de éstos?

La proposición pilló a Desdemona totalmente desprevenida, pero no cayó en el error de pensar que le estaban haciendo un cumplido. ¿Así que Su Excelencia el Alto Ejecutor estaba desesperado, eh?

– Eso depende -dijo con cautela.

– ¿De qué?

– De lo que diga la letra pequeña del acuerdo, teniente.

– Bueno, pues mientras se entretiene leyéndola, ¿qué tal si me llama usted Carmine y yo a usted Desdemona?

– Por el nombre se llaman los amigos, y considero que su invitación está más bien relacionada con el curso de la investigación.

– ¿Quiere eso decir que puedo llamarla Desdemona?

– Digamos que se lo permito.

– ¡Estupendo! Esto… ¿a cenar, entonces, Desdemona?

Ella se reclinó en su silla y cerró los ojos, recordando su aire imponente de serena autoridad.

– Muy bien, a cenar.

– ¿Cuándo?

– Esta noche, si está usted libre, Carmine.

– Estupendo. ¿Qué comida prefiere?

– La clásica china de Shanghái.

– Me parece bien. Pasaré a recogerla por su casa a las siete.

¡Por supuesto, el condenado sabía dónde vivía todo el mundo!

– No, gracias. Prefiero que quedemos en el restaurante. ¿Cuál será?

– El Faisán Azul, en la calle Cedar. ¿Lo conoce?

– Ah, sí. Le veré allí a las siete.

Carmine colgó sin más formalismos, dejando a Desdemona que atendiera los requerimientos del doctor Charles Ponsonby, que esperaba parado a la puerta de su despacho; sólo cuando se hubo desembarazado de él pudo ponerse a diseñar su estrategia, no para la seducción, sino para un combate de esgrima. ¡Oh, sí, por cierto, ya le apetecía medir sus armas con aquel violador verbal en una pequeña escaramuza! ¡Cuánto echaba de menos ese aspecto de la vida! Ella estaba en el exilio, aquí en Holloman, ahorrando cuanto podía de su espléndido sueldo para poder abandonar este país vasto y ajeno, volver a su patria y retomar el hilo de una vida social estimulante. El dinero no lo era todo, pero hasta que se había amasado un poco, la vida resultaba deprimente en todas sus formas. Desdemona ansiaba un piso pequeño en Strand-on-the-Green con vistas al Támesis, varias consultorías en clínicas privadas y tener todo Londres como patio trasero. Cierto era que Londres le resultaba tan desconocido como antes Holloman, pero Holloman era el destierro y Londres el centro del universo. Había pasado aquí cinco años, le quedaban cinco más; entonces diría adiós al Hug y a Norteamérica. Contaría con espléndidas referencias de cara a conseguir esas consultorías y con una nutrida cuenta bancaria. Eso era todo lo que quería o necesitaba de Norteamérica. Se puede sacar a un inglés de Inglaterra, pero no se puede sacar a Inglaterra de un inglés.

Siempre iba y volvía caminando del trabajo, era una forma de ejercicio que se adecuaba a su espíritu andariego. Aunque esta costumbre horrorizaba a algunos de sus colegas, Desdemona no se sentía amenazada porque el trayecto atravesara el corazón de la Hondonada. Su altura, su paso atlético, su aire de confianza y el hecho de que no llevara bolso hacían de ella una víctima improbable de cualquier asalto. Además, al cabo de cinco años conocía ya todas las caras con que se cruzaba, y no recibía sino saludos amistosos de pasada en correspondencia a los suyos.

Habían empezado a caer las hojas de los robles; para cuando giró por la calle Veinte para cruzar el bloque que la separaba de Sycamore, Desdemona iba apartándolas a montones con los pies, pues los camiones de la limpieza municipal no habían pasado todavía. ¡Ah, allí estaba! El siamés que siempre la esperaba encaramado a un poste para saludarla al pasar; se detuvo a hacerle los honores. A su espalda, oyó un rumor de pisadas una fracción de segundo después de que cesaran las suyas. Se volvió sorprendida y el vello se le erizó ligeramente. ¡No iba a ocurrirle ahora, después de cinco años! El caso es que no había nadie a la vista, a menos que la acechara detrás de alguno de los robles cercanos. Continuó andando, con el oído atento, y se detuvo de nuevo seis metros más adelante. El crujido de hojas muertas a su espalda cesó igualmente, con medio segundo de retraso. Sintió un leve brote de sudor en la frente, pero continuó como si no hubiera notado nada, dio la vuelta por Sycamore y se sorprendió a sí misma cruzando a la carrera por delante del último bloque que la separaba de su edificio de tres viviendas.

«¡Ridículo, Desdemona Dupre! Qué tontería por tu parte. Sería el viento, sería una rata, o un pájaro, o algún otro bicho pequeño que no has visto.» Mientras subía los treinta y dos escalones que conducían a su apartamento del segundo piso, respiraba más pesadamente de lo que cabía esperar por el paseo, la carrera o las propias escaleras. Su vista fue a posarse involuntariamente sobre su canastilla, pero estaba tal cual la había dejado. El bordado yacía exactamente donde debía.

Eliza Smith había preparado a Bob su cena favorita, chuletas con guarnición de ensalada y pan caliente. Estaba muy preocupada por su estado mental. Desde el asesinato, Bob iba de mal en peor; estaba de un humor irritable, se quejaba de cosas en las que antes ni siquiera reparaba, se le veía a veces tan ensimismado que ni veía ni oía nada. Ella siempre había sabido que su carácter tenía ese lado oscuro, pero con su brillante carrera y su capricho del sótano -además de un buen matrimonio, se apresuró a añadir-, estaba segura de que nunca le dejaría dominar sus pensamientos, su mundo. Después de todo, había superado lo de Nancy -en fin, tras un periodo de incertidumbre, pero se había recuperado-, y ¿qué podía ser peor que aquello?

Aunque los periódicos y las noticias de la tele habían dejado de machacar con el «Monstruo de Connecticut», Bobby y Sam no se dieron por aludidos. Cada día que iban a la escuela Dormer Day, se regodeaban en la gloria de tener un padre tan involucrado en el caso, y no acertaban a entender por qué no habían de insistir en el tema de los asesinatos. «¡O sea, cortado en pedazos!, ¿vale?»

– ¿Quién crees que ha sido, papá? -preguntó Bobby una vez más.

– Vale ya, Bobby -dijo su madre.

– Para mí que ha sido Schiller -dijo Sam, mordisqueando una chuleta-. Apuesto a que fue nazi. Tiene pinta de nazi.

– ¡Cállate, Sam! Deja estar el tema -dijo Eliza.

– Haced caso a vuestra madre, chicos. Ya estoy harto -dijo el Profe, que apenas había tocado su plato.

La conversación cesó mientras los chicos seguían comiendo, dando bocados al pan crujiente y lanzando especulativas miradas a su padre.

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