Ruth Rendell - Trece escalones

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La octogenaria Gwendolen Chawcer, una solterona que jamás logró escapar a la posesiva personalidad de su padre, vive entregada a la lectura compulsiva y a la fantasía de un viejo amor imposible en St. Blaise House, la mansión victoriana de la familia en el barrio londinense de Notting Hill. Pero tan melancólica y plácida existencia se ve alterada cuando, haciendo caso al consejo de unas amigas, decide alquilar la planta de arriba de la casa.
Su nuevo arrendatario, Mix Cellini, es un mecánico de máquinas de fitness con una fijación: los crímenes que John Christie cometió sesenta años antes en el número 10 de Rillington Place, apartamento del horror a escasa distancia de St. Blaise House. Gwendolen no tarda en descubrir tan siniestra obsesión, pero ignora que ésta irá adquiriendo tintes cada vez más macabros cuando Mix se enamore perdidamente de la modelo Nerissa Nash.
Con Trece escalones, Ruth Rendell presenta con su maestría habitual un retrato perturbador y perverso de dos personajes tremendamente dispares pero a la vez hermanados por sus neurosis románticas. De paso, la gran dama de la novela de suspense psicológico incide en temas tan espinosos como el culto a los grandes criminales de la historia o las ansias de celebridad que caracterizan a nuestra sociedad.

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Nerissa había salido con su padre. Ella era su única hija y la más pequeña y, aunque no podía decir que la quisiera más que a sus hijos varones, sí era cierto que la quería de una manera distinta, en parte porque ella era la niña que había deseado y en parte porque tenía la piel casi tan oscura como la suya. Sus hijos tenían los rasgos de su madre y la piel más clara que la de él. Eran altos, apuestos, tenían éxito en lo que hacían y él estaba orgulloso de ellos, pero, a diferencia de Nerissa y de su propia madre anciana, no tenían el aspecto de los miembros de su tribu, cuyas mujeres eran famosas por su belleza. Así pues, no por motivos religiosos ni rituales, sino porque, sencillamente, siempre lo hacían, él se tomó el día libre y se fue con Nerissa a la residencia de ancianos de Greenford donde vivía su madre y, también sin ningún motivo en particular, salvo el de que siempre lo hacían, le llevaron una planta africana en floración y los mejores mangos que pudieron encontrar (lamentablemente, no habían madurado al sol ni tenían esa pulpa dorada rebosante de jugo), además de un ramo de banksias rosadas, rojas y doradas de la provincia de El Cabo, aunque ella no provenía de esa parte del continente, pero fue lo máximo que pudieron hacer.

Durante el trayecto en coche hacia allí, Nerissa se envolvió la cabeza con un maravilloso turbante de color blanco, rosa y esmeralda porque, para su abuela, era eso lo que se ponían para salir las mujeres que vestían apropiadamente, y junto con el caftán verde esmeralda ribeteado de rojo rubí que llevaba, parecía la esposa de un jefe. Después de haber hecho feliz a la madre de Tom y, en su compañía, de haber comido y bebido toda clase de cosas que Nerissa sabía que tendría que compensar matándose de hambre, subieron de nuevo al coche y se dirigieron allí adonde fuera que iban a pasar el día. Cada año era un lugar diferente. La última vez habían ido a la Barrera del Támesis y al Museo Marítimo de Greenwich y en aquella ocasión sería el palacio de Hampton Court. Antes de llegar allí, Nerissa se quitó el turbante, volvió a sujetarse el cabello en una cola de caballo y se puso unas gafas de sol grandes para que no la reconocieran. El caftán se lo dejó puesto.

Mientras paseaban por allí contemplándolo todo en aquel magnífico y cálido día, a Nerissa le salieron las palabras de sopetón y le contó a su padre que se había enamorado de Darel Jones.

– Pero no puede decirse que lo conozcas demasiado bien, ¿no? -dijo Tom.

– Supongo que no. No lo he visto desde que fuimos todos a su casa a cenar. Pero lo sé. Sé que llevo muchos años enamorada de él. Desde que se mudaron a la casa de al lado.

– ¿Y él está enamorado de ti, cariño?

– Yo diría que no, papá. No lo he pensado ni por un momento. Si lo estuviera, haría algo al respecto. No se limitaría a invitarme a cenar en compañía de todos vosotros.

Comieron en un restaurante italiano de Hampton que había descubierto Tom, a quien se le daban muy bien los restaurantes. Mientras saboreaban el zabaglione (o mejor dicho, mientras Tom se comía el suyo y Nerissa fingía no poder terminárselo), su padre le dijo que como era tan hermosa y él, personalmente, creía que también era una persona muy agradable, ni su aspecto ni su carácter podían ser responsables de la indiferencia de Darel.

– Sencillamente podría ser un caso de doctor Fell -dijo Tom.

– ¿Quién es el doctor Fell?

No te amo, doctor Fell,

Aunque no sabría decir por qué,

Pero esto sí lo sé, y lo sé bien,

No te amo, doctor Fell.

– Pues espero que no -repuso Nerissa-, porque de ser así no habrá manera de arreglarlo.

– Es muy extraño el amor. Tu madre era muy hermosa, y lo sigue siendo, en mi opinión, pero no sé por qué me enamoré de ella y sabe Dios por qué se enamoró ella de mí. Tu abuela diría que las cosas eran mucho más fáciles cuando los padres del pretendiente y de la chica concertaban la boda y el tipo obtenía un rebaño de cabras y unas cuantas fanegas de grano junto con la novia.

– Darel no podría tener cabras en los Docklands -dijo Nerissa-, y no creo que supiera qué hacer con fanegas de grano. Lo que sí me dijo fue que si volvía a acosarme ese hombre que me acecha, que lo llamara y él vendría. A cualquier hora del día o de la noche, dijo.

– ¿Te están acosando? -Tom parecía preocupado.

– La verdad es que no. Hace una semana que no lo veo.

– Bueno, pues si lo ves, llama a Darel y así matarás dos pájaros de un tiro.

Nerissa lo consideró.

– La verdad es que no quiero esperar a que ese tipo vuelva.

– Piénsalo mejor -replicó Tom-. Quizá sí que quieres.

A primera hora de la mañana siguiente, Queenie y Olive se encontraron en Saint Blaise House y tuvieron una conversación de mujer a mujer. Ambas estaban indignadas con Gwendolen por haberse marchado sin decirles nada. Habían desplegado dos servilletas limpias sobre el asiento del sofá y se encontraban en el salón bebiendo un café instantáneo que Olive había preparado y comiendo unas pastas de la caja de la confitería que había traído Queenie, pues a ninguna de las dos le atraía demasiado la comida que salía de la cocina de Gwendolen.

– Esta habitación está mugrienta -comentó Olive-. Toda la casa está hecha un asco. -Había esterilizado las tazas con agua hirviendo y jabón antiséptico Dettol antes de echar el café en ellas.

– Bueno, querida, eso ya lo sabemos, pero nosotras no tenemos que vivir aquí, gracias a Dios, y si estás pensando en hacer limpieza de toda la casa mientras la pobre Gwendolen está fuera, yo no lo haría. Ya sabes cómo se puso cuando limpiamos la cocina. Creo que no deberíamos meternos en sus cosas.

– No entiendo en absoluto su marcha. En todos los años que hace que la conozco nunca ha estado fuera.

– Y nunca ha mencionado que tuviera amigos en Cambridge.

– No, pero puede que el profesor tuviera conocidos allí. De hecho, es bastante probable.

– Puede ser -asintió Queenie-, pero ¿por qué no nos lo ha dicho nunca? Y ya sabes, querida, que las personas de su edad -Gwendolen tenía diez años más que ella y doce más que Olive- tardan siglos en prepararse para ir a pasar unos días a cualquier parte. Recuerdo que mi querida madre, con ochenta y tantos años, tardó unas dos semanas en hacer los preparativos cuando tan sólo iba a visitar a mi hermano. Y hasta que al final se marchó, todos los días discutía los pros y los contras del viaje. ¿Debía marcharse por la mañana o por la tarde? ¿Qué tren tenía que coger? ¿Podía pedirle a mi hermano que fuera a buscarla o él ya lo haría igualmente? Ese tipo de cosas, ya sabes. Y con Gwendolen ocurriría exactamente lo mismo. No, ella aún sería peor.

– Pues no sé qué decirte. Bébete el café antes de que se te enfríe.

– Lo siento, Olive, pero no puedo. Sabe a desinfectante. ¿Crees que tendrá una agenda de direcciones en alguna parte? Podríamos echar un vistazo. Debe de escribir la dirección de la gente en algún sitio.

Recorrieron la habitación haciendo comentarios sobre la suciedad y las telarañas y estaban sacando libros de la librería y soplando el polvo de los lomos cuando Mix bajó al vestíbulo. Él había empezado a bajar con la intención de iniciar una vez más su búsqueda de una bolsa de plástico gruesa y fuerte y entonces las oyó entrar en la casa. En un primer momento se retiró a su piso y después, más tarde, decidió que lo mejor sería hacerles frente y, lo más importante, pedirles que le devolvieran la llave de la casa.

Momentos antes de que Mix entrara en el salón, Olive había encontrado una vieja libreta de direcciones en un cajón entre pedazos de papel, lápices rotos, imperdibles, gomas elásticas, anticuados enchufes de quince amperios y unos cincuenta talonarios de cheques usados en los que sólo quedaban las matrices. Cuando entró Mix, ella levantó la vista de las anotaciones de la letra B, que era hasta donde había llegado, y en tono desagradable dijo:

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