Aun siendo temprano, no tenía más alternativa que ir a las nueve de la mañana. Todavía tenía cosas que hacer antes de ir a casa de Olive. Seguía pendiente el controvertido tema de qué iba a ponerse. ¿El vestido rosa o el traje pantalón blanco nuevo que había tenido la suerte de conseguir en una talla cuarenta y ocho?
Lo más probable era que Gwendolen estuviese aún en la cama. Queenie entró en la casa exclamando «¡Yuujuu!» como siempre hacía porque no quería darle un susto a su amiga. Primero miró en el salón. La botella de oporto seguía sobre la mesa, así como los dos vasos con los restos carmesí en el fondo de cada uno. La cocina estaba desordenada como de costumbre. No había nada de raro en ello. Queenie sabía que el orden y la limpieza que habían logrado Olive y ella no iban a durar. El cuenco de comida de Otto estaba medio lleno. Queenie se sintió aliviada al ver que Gwendolen había tenido fuerzas suficientes para darle de comer antes de irse a la cama.
Era inevitable, tendría que subir esas dichosas escaleras. Dos veces, probablemente, pues seguro que Gwendolen querría una taza de té. Resolvería ese problema preparándolo entonces. La vieja tetera, recubierta de quemaduras por el exterior y sin duda con una capa de sarro en el interior, tardó una eternidad en hervir. Finalmente Queenie pudo hacer el té, una taza para Gwendolen y otra para ella, con una dosis generosa de azúcar granulado para que les diera energía. Puso las dos tazas en una bandeja e inició el ascenso.
Tanto el dormitorio como la cama de Gwendolen estaban vacíos. La cama estaba hecha, no al estilo de Queenie con las sábanas remetidas, sino exactamente de la manera que Gwendolen consideraría adecuada. Las cortinas estaban medio corridas sobre las ventanas y el ambiente tan cargado como de costumbre. Salió y oyó que una voz le decía desde arriba:
– ¡Eh, hola!
Queenie pensó que era muy raro en él. ¿Por qué era tan agradable?
– ¿Es usted, señor Cellini? Buenos días. ¿No sabrá por casualidad dónde está la señorita Chawcer?
Mix bajó. A ella le pareció que tenía muy mala cara; su rostro redondo tenía un aspecto demacrado, con los ojos hundidos y la tez con un brillo húmedo. El vientre le sobresalía por encima de los vaqueros e iba con los cordones de las zapatillas de deporte desatados.
– Se ha marchado -respondió-. Dijo que para recuperarse. A algún lugar cerca de Cambridge. Tiene unos amigos allí.
Que Queenie supiera, la mujer no tenía más amigos que a Olive y a ella. Entonces recordó que Gwendolen había mencionado que estaba esperando una carta de Cambridge (¿o había dicho de Oxford?), ésa de cuya sustracción había prácticamente acusado al señor Cellini. ¿Acaso Gwendolen había recibido una carta de esos amigos y no les dijo nada ni a ella ni a Olive? Era más que posible. Sería propio de ella. O podía ser que esa gente de Cambridge la hubiera telefoneado la noche anterior. De todos modos, había sido con muy poca antelación. Y Gwendolen no parecía estar ni mucho menos en condiciones de…
– ¿Cuándo se fue?
– Debió de ser sobre las ocho. Bajé a recoger el correo y la encontré en el vestíbulo con las maletas hechas esperando que llegara un taxi.
Queenie no se imaginaba a Gwendolen llamando a un taxi, y todavía menos que tuviera una cuenta con alguna empresa de taxis, pero ¿qué sabría ella? ¿Cómo iba a saberlo?
– Supongo que le pidió que le diera de comer al gato, ¿no?
– Claro, y le dije que me ocuparía de ello.
– ¿Sabe cuándo volverá?
– No me lo dijo.
– Bueno, pues no tiene sentido que me quede, señor Cellini. Tengo que asistir a un almuerzo. -Queenie estaba orgullosa de que la hubiesen invitado, aun siendo una viuda sin particular importancia, a lo que venía a ser una reunión familiar de otra persona-. Es una comida conjunta de Olive y su sobrina la señora Akwaa.
Mix se la quedó mirando.
– ¿Asistirá la señorita Nash?
¡Qué hombre tan ridículo! Se acordó de las cosas que le había dicho a Nerissa el día que Gwendolen había abandonado el hospital. Era evidente que estaba loco por ella, que estaba coladito, como solía decir su difunto esposo.
– Lamentablemente, no. -A Queenie le desagradaba que un hombre mostrara preferencia por cualquier mujer que no fuera ella. Obtuvo cierto placer malévolo, algo del todo impropio de ella, negando al señor Cellini la oportunidad de enviar algún mensaje acaramelado-. En esta época del año ella siempre pasa un día fuera con su padre y habían quedado para hoy. Se ha convertido en toda una tradición.
La mujer bajó las escaleras y, para su sorpresa, Mix la siguió.
– ¿Ha venido hasta aquí en coche? -le preguntó cuando estuvieron en el vestíbulo.
– Yo no tengo coche. ¿Por qué lo pregunta?
– No importa. Es que pensé que si tenía, tal vez podría usted acercarme hasta esa tienda de bricolaje que hay en la North Circular.
Queenie, quien habitualmente carecía de la mordacidad de Olive, se olvidó por una vez de ejercer su encanto sobre un hombre y, con acritud excesiva en ella, dijo:
– Le aseguro que lamento decepcionarlo. Tendrá que ir en autobús. -En la puerta principal se dio media vuelta-. Olive y yo volveremos juntas. Querremos llegar al fondo de este misterioso viaje de Gwendolen.
Mix no había pensado que le resultaría tan difícil comprar una bolsa de plástico larga y gruesa. No encontró nada tan resistente como la que se había llevado del almacén de la empresa (¿por qué había sido tan idiota de cortarla en pedazos y tirarla?) y tuvo que conformarse con una funda de colchón de cama pequeña diseñada para que fuera a prueba de orina. Durante todo el camino de vuelta en el autobús estuvo pensando en el olor del cadáver de Danila cuando empezó a descomponerse. El tiempo volvía a ser más cálido. Hubo días en los que la temperatura sobrepasó con creces los veinte grados. De todos modos, sabía que sería imposible enterrar el cuerpo de Gwendolen en el jardín. Al salir de la tienda de bricolaje, cuando daba la vuelta al edificio, había empezado a sentir punzadas de dolor, unos pinchazos como si unos cuchillos diminutos se le clavaran en la columna. Pensó que si intentaba hundir la pala en ese suelo arcilloso duro como el cemento podría quedarse inválido de por vida.
Mix había envuelto el cadáver de la mujer en una de las sábanas gastadas que ella tenía. Estaba en el suelo del pequeño vestíbulo de su piso. Desenvolvió la funda de colchón y se dio cuenta enseguida de que no serviría. Era demasiado fina y (se estremeció) demasiado transparente. Si la utilizaba, estaría metido en el mismo lío que la última vez… o peor aún, porque al final se realizaría una búsqueda de la vieja Chawcer. No podía hacer otra cosa que esperar al día siguiente para tratar de encontrar una bolsa más fuerte y gruesa.
Volvía a dolerle la espalda. No tendría que haber arrastrado ese cuerpo mucho más pesado por todas esas escaleras. Pero ¿acaso tenía otra alternativa? E iba a tener que arrastrarlo un poco más, no fuera a ocurrir algo que le hiciera imposible negarle la entrada a alguien que tuviera que acceder al piso. Además del dolor de espalda, también tenía el tobillo dolorido allí donde le había arañado el gato. Tenía toda esa zona enrojecida e hinchada y se preguntó si Otto no tendría las zarpas infectadas de bacterias inmundas. No obstante, pensó que su vida era más importante que el dolor y arrastró el cuerpo hasta el salón, lo dejó en una esquina y empujó el mueble bar para ocultarlo.
La presencia del cadáver en el piso lo obsesionaba y primero tuvo que irse a la cocina y luego al dormitorio. ¿Cómo ibas a relajarte en una habitación con un cadáver, por oculto que estuviera, envuelto en un rincón? En el dormitorio se sentía mejor, un poco mejor. Se tumbó en la cama y pensó: «Mañana encontraré un sitio en el que comprar una bolsa más gruesa y resistente, entonces la meteré dentro y bajo las tablas del suelo. Después me lo quitaré de la cabeza, no volveré a pensar más en ello».
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