Ruth Rendell - Carretera De Odios
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– ¿Ha sucedido algo? -le preguntó.
– Ha venido un hombre hacia las siete. Creo que es el prometido de Audrey Barker. La ha abrazado en la escalinata antes de entrar y desde entonces no ha salido. La que sí ha salido es la señora Peabody. Primero he pensado que era para dejarlos a solas un rato, pero sólo ha ido a la esquina a comprar leche.
– ¿A la tienda india sobre la que vivía Trotter?
– El mundo es un pañuelo, ¿verdad? -comentó Nicky.
– No traerán el cadáver aquí; harán algo completamente inesperado.
En el trayecto a Framhurst pasó junto al inicio de la nueva carretera. Si no llegaban a construirla y no retiraban los montículos de tierra ahora cubiertos de hierba, los eruditos de épocas futuras los describirían como túmulos o necrópolis de héroes sajones. Pero acabarían por construirla, se dijo. No era cuestión de protestas ni de evaluaciones medioambientales, sino de tiempo.
Framhurst aparecía casi tan desierto como Kingsmarkham a excepción de tres chicos que fumaban junto a sus motos delante de la parada de autobús. Los intensos fluorescentes del escaparate de la carnicería no iluminaban más que estantes vacíos y ramitas de perejil de plástico. La tetería estaba cerrada, con el toldo plegado. La noche impedía ver el valle, que no era más que una laguna oscura salpicada de luces como si de un reflejo del cielo estrellado se tratara. El río se había tornado invisible, pero el teatro Weir refulgía en la oscuridad, como una antorcha en la orilla del Brede.
El agente Pemberton montaba guardia en su coche junto a la verja de Savesbury House.
– Es la única entrada, señor, pero la finca es muy grande y sólo está delimitada por vallas y setos. Podrían entrar casi desde cualquier lugar.
– Quédese donde está. De todas formas, no creo que vengan; esto está demasiado lejos de Kingsmarkham.
Las diez y cuarto. La representación aún no habría terminado, pero Wexford quería tomarse su tiempo para llegar al molino de Stringfield. ¡Qué agradable debía de ser carecer de imaginación! Wexford estaba harto de la suya y se la habría regalado gustoso a cualquiera. Pero por desgracia, uno no puede desembarazarse así por las buenas de la imaginación, al igual que resultaba imposible decidir no enamorarse o no tener miedo.
Eso era lo peor, imaginar su miedo. Toda su vida había contado con alguien que llevara las riendas por ella, alguien que… ¿Qué se decía en las ceremonias nupciales? Alguien que la amara, la protegiera, la honrara y la respetara. Por lo visto, Kitty Struther lo había conseguido, primero de sus padres, luego de su marido y más tarde de su hijo. Nunca había vivido sola, nunca se había visto obligada a ganarse la vida, nunca había conocido estrecheces y probablemente nunca había viajado sola. Pero ahora estaba sola. Durante diez días había sobrevivido a base de una dieta que jamás habría imaginado, había dormido, si es que había logrado pegar ojo, en un tipo de cama que jamás había visto, había pasado hambre y frío, se había visto despojada de los pequeños placeres de la vida, sin bañera, sin mudas de ropa… Y ahora la habían separado de su marido e iban a matarla.
La imaginación era la maldición del policía pensante, Wexford lanzó una carcajada amarga. Las luces del teatro brillaban ante él, ahogando el fulgor de las estrellas. Dejó el coche en el estacionamiento y enfiló el sendero que conducía al río. Faltaban diez minutos para que cayera el telón. En esta vida siempre se encuentra algún consuelo, y si de algo se alegraba era de no haber pasado las últimas tres horas viendo Extinción.
Una verja abierta en el muro de piedra conducía a los jardines del molino. Acortar por allí resultaría muy agradable. Wexford abrió la verja. Todos los focos estaban dirigidos en la dirección opuesta, por lo que los jardines aparecían sumidos en una nebulosa de sombra pálida, pero al mirar hacia el sur vio la luna recién salida, un gajo perfecto de color naranja. Luna menguante, ahora lo recordaba. Había luna llena la noche que Dora regresó, ocho días antes.
La mayoría de las flores se cierran de noche. Wexford se vio rodeado de flores convertidas de nuevo en capullos, cerradas al atardecer, pero sin por ello dejar de despedir sus fragancias. Pero las rosas, cuyo olor había percibido en su primera visita al teatro, seguían abiertas, ramilletes rosados y dorados a la luz de la luna, rostros amarillentos que se recortaban contra el muro gris cubierto de musgo.
¿Era un jardín particular? ¿El jardín particular de Godwin? No daba la sensación de que los espectadores del teatro pisaran jamás aquel lugar. Dobló un recodo del camino y vio a Godwin sentado al final de una escalinata curva que partía de unos ventanales cerrados. A su espalda, la pared aparecía cubierta de rosas rojas y blancas que se enredaban con otras plantas trepadoras cuyas flores se habían cerrado.
– Lo siento -se disculpó-. He decidido utilizar su jardín de atajo. No sabía que había ciertas zonas del molino cerradas al público.
Godwin sonrió y agitó la mano.
– El público no querrá saber nada de este lugar cuando construyan la carretera.
– ¿Pasará por aquí cerca?
– A unos cien metros del final del jardín. Yo nací aquí…, bueno, no aquí mismo, sino en Framhurst, y viví aquí hasta los dieciocho años. Volví hace doce. En estos años se han producido más cambios que en toda la historia junta… Demasiados cambios.
– ¿Todos para peor?
– En mi opinión, sí. Se han destrozado muchas cosas, pero también se han añadido muchas otras, como gasolineras, más pintura blanca y amarilla en las carreteras, más señales de tráfico, más vallas publicitarias, más información inútil por todas partes. El hecho de que Framhurst se haya hermanado con un pueblo de Alemania y otro de Francia, por ejemplo. El hecho de que Sewingsbury sea la capital floral de Sussex. El hecho de que Savesbury Deeps se haya convertido en zona de picnic. Y todas esas casas nuevas. El pub Dragón de Kingsmarkham se ha convertido en el bar Tipples, y la vinatería Grove se ha transformado en un bar de noche que se llama el Ángel Escarlata…
Wexford asintió. Estaba a punto de decir algo que no creía sobre la inevitabilidad del progreso, pero durante un instante no dijo nada porque estaba mirando la trepadora que cubría la pared hasta una altura de unos tres metros entre las rosas blancas y rojas.
Era una planta de hojas finas, delicadas y puntiagudas, así como zarcillos rizados. Estaba en flor, y a buen seguro, sus flores resultarían espectaculares de día, aunque ahora aparecían cerradas, algunas de ellas como paraguas plegados, otras marchitas y acabadas.
– ¿Qué planta es? -preguntó a Wexford al cabo de un momento.
– Oiga – masculló Godwin al tiempo que se levantaba.
De repente, su voz suave y pensativa adquirió un tono huraño.
– Oiga, si pretende registrar el jardín en busca de alucinógenos o lo que sea, lo lleva claro. Hay cientos de ellas. Amapolas comunes, por ejemplo… Pero esto no es cannabis, ¿eh? Es una campánula, una trepadora bastante complicada de cuidar, porque no es muy resistente, y además con esta planta no tendría semillas ni para llenar un dedal…
– Por favor, señor Godwin, no pertenezco a la brigada de narcóticos. Estoy buscando a dos rehenes que se encuentran en manos de la banda que los secuestró hace diez días. Esta planta… -comentó en un intentó de evitar una explicación demasiado detallada-. Es posible que desde su encierro se divise esta planta o una muy parecida.
– Bueno, aquí no están, se lo aseguro.
Wexford echó un vistazo a los jardines, la luna que se elevaba en el cielo, la pared trasera del molino, cubierta de flores… No había anexos, cobertizos ni garajes a la vista. La luz de luna, extraordinariamente blanca para proceder de aquel gajo dorado, lo iluminaba todo, mostrando cada detalle del jardín.
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