Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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Enfrente, más allá de una hilera de casitas, había un pub llamado Engine Driver, una ferretería y el aparcamiento de la estación.

Dos horas más tarde, apenas habían averiguado nada. Las amas de casa, la gente que va de compras, los conductores empeñados en coger el tren y los parroquianos de los pubs no reparan en dos hombres que aparcan el coche y suben la escalerilla de un módulo a menos que tengan una buena razón para ello. Los asaltantes bien podían haberse puesto la máscara una vez en el interior del módulo, ya que Tanya Paine no los habría visto hasta que abrieran la segunda puerta.

Wexford reflexionó sobre el hecho de que las mujeres llamaban mucho más la atención que los hombres. Si los asaltantes hubieran sido mujeres, cabía la posibilidad de que alguien hubiera reparado en su presencia. ¿Cambiaría eso a medida que se estrechara la brecha existente entre los sexos? ¿Ofrecerían las mujeres el mismo aspecto que los hombres, con vaqueros, chaquetas oscuras, cabello corto y rostros sin maquillaje?

Se fue a la cama y volvió a levantarse en cuanto la casa se sumió en el silencio. Le resultaba imposible dormir. La puerta del dormitorio de Sheila estaba entreabierta, de modo que permaneció un instante en el umbral, mirando cómo dormían ella y el bebé en sus brazos. La escena le habría proporcionado gran placer en otro momento… Por primer vez en su vida comprendió lo que significa querer gritar de pena y terror. Al pensar en la reacción de sus hijas si realmente hacía eso, el miedo, el pánico que experimentarían, casi se le escapó una sonrisa. Se sentó en un sillón sin encender las luces.

Le resultaba tan imposible leer como dormir. Pensó en Contemporary Cars, convencido de saber ya lo que había sucedido. Aquellos dos hombres, ayudados por varios cómplices, estaban organizando el secuestro de rehenes. Habían inmovilizado a Tanya Paine a fin de tener acceso ininterrumpido a los teléfonos durante una hora y media… o el tiempo que hiciera falta. Con toda probabilidad, no importaba quiénes fueran los rehenes; tan sólo necesitaban a tres que llamaran a Contemporary Cars para pedir un taxi entre las diez y media y las once y media. Les bastaban las personas a las que ya habían secuestrado.

Ryan Barker, o su abuela en representación suya, llamó desde Stowerton a las diez y veinticinco para coger el tren de las once diecinueve. Dora llamó desde Kingsmarkham a las diez y media para coger el de las once y tres. Roxane Masood llamó a las once menos cinco para coger el de las once treinta y seis. ¿Por qué había un lapso de veinticinco minutos entre las dos últimas llamadas? ¿Porque no llamó nadie? ¿Porque no llamó ninguna persona sola, y se veían incapaces de manejar a dos pasajeros? Wexford hizo una mueca ante la idea de la palabra «manejar». ¿Porque sólo tenían dos conductores? También cabía la posibilidad de que uno de ellos fuera uno de los conductores y el otro se ocupara de contestar al teléfono…

¿Y entonces? Era posible que Ryan Barker no conociera bien el camino de la estación. El taxista podía haberlo llevado a cualquier parte en un radio de siete kilómetros sin que el muchacho se diera cuenta de nada. Sin embargo, Roxane Masood se habría enterado al cabo de cinco minutos, y Dora, mucho antes. Wexford no creía que su mujer se hubiera limitado a aceptar la situación, a llorar y pedir clemencia. Sin duda habría intentado hacer algo, aunque no hasta el extremo de saltar de coche.

Apretó los puños y cerró los ojos con fuerza. Habría protestado, seguro. Habría amenazado al hombre con apearse. Los asaltantes debían de haber tomado medidas contra semejante eventualidad. Tendrían a un cómplice esperando en el primer semáforo en rojo, por ejemplo, o en la primera señal de stop, o el primer cruce sin preferencia. De repente, se abre la portezuela trasera, el cómplice sube al taxi blandiendo otra de esas pistolas de juguete…

Sí, así había sucedido en los tres casos, pero… ¿por qué?

Wexford pensó en la alternativa. ¿Secuestrar a tres personas en plena calle y a plena luz del día? Tendrían que haberlo hecho de día porque nunca había nadie en la calle por la noche. La gente se quedaba en casa delante del televisor, y si salían, iban en coche. Incluso bebían en casa, lo que provocaba el cierre de bar tras bar. Como era el caso del Railway Arms. La cerveza era cara, y de todos modos no se podía ir al pub en coche a causa de las leyes relativas a los índices de alcoholemia para conductores. Tal como habían procedido los secuestradores, las víctimas no sospecharían ni se resistirían hasta que el trayecto se tomara extraño, momento en que, por obra del cómplice, ya sería demasiado tarde.

El lapso de veinticinco minutos entre las dos últimas llamadas también podía deberse a que querían mujeres por ser físicamente más débiles. Incluso en el caso de Ryan Barker, fue una mujer quien hizo la llamada. Aunque les dijera que el cliente era un muchacho de catorce años, eso no habría bastado para disuadirlos. Así pues, tenían a una chica, un adolescente y una mujer de mediana edad como rehenes, y ésta última resultaba ser su mujer.

Tenían que ser rehenes, ¿no? No podía existir ninguna otra razón para los raptos. Quedaba otra cuestión por aclarar. Ninguno de los tres secuestrados tenía dinero, es decir, mucho dinero. Él y Dora vivían más o menos bien; el padre de Roxane Masood era un hombre de negocios próspero, pero Wexford no creía que fuera millonario precisamente, y la familia de Ryan Barker parecía modesta, si no pobre. ¿Qué clase de rescate podían andar buscando?

En un momento dado, se preparó una taza de té y luego durmió en el sillón durante una hora. Al cabo de un rato preparó café, se dirigió a la parte delantera de la casa y esperó a que amaneciera. El cielo oscuro empezó a palidecer en el horizonte, una franja de claridad que no era luz exactamente. En el piso superior, Amulet profirió unos cuantos sollozos antes de que Sheila la apaciguara con el pecho. Unos nubarrones negros se apartaron para dar paso al fulgor verde pálido de un nuevo día claro y frío.

Al despuntar el alba en la obra, el sheriff adjunto de Mid-Sussex, Timothy Jordan, se dirigió a Savesbury Deeps con sus alguaciles. Era el campamento más grande, y sus ocupantes habían recibido notificaciones de desahucio algún tiempo atrás.

Los activistas se encontraban en las siete cabañas, o bien durmiendo en hamacas instaladas entre robles, fresnos y tilos, los árboles más frecuentes de la zona. Antes de la salida del sol, Jordan los tenía acorralados en un círculo de policías vestidos de amarillo. Los despertó anunciando con ayuda de un amplificador que traía una orden judicial que le otorgaba la posesión de aquella tierra, por lo que debían desalojarla de inmediato. El amplificador revestía suma importancia porque el canto matutino de los pájaros resultaba muy estruendoso. Chug-chug, tuit-tuit, fuf-fi-du…

Mientras, en Sewingsbury, los autocares recogían a los guardias de seguridad en el antiguo campamento del ejército para llevarlos al norte de Stowerton, donde al cabo de media hora daría comienzo la excavación. En el Gran Bosque de Framhurst, dentro del túnel secreto cuya existencia tan sólo conocían los miembros de Especies, las seis personas que solían alojarse allí se levantaron. El otro extremo del túnel daba al pie de la colina de Savesbury.

Los últimos de los seis moradores en salir del túnel fueron un presunto activista profesional, Gary, y la mujer que vivía con él desde los quince años y a quien llamaba su esposa. Nadie sabía su nombre, pero todo el mundo la llamaba Quilla. Gary jamás se había cortado la barba rubia, que ahora le llegaba a la cintura. Su atuendo habría resultado más apropiado y atraído menos atención en 1396. Llevaba calzones con jarreteras y una túnica de lona marrón. Por su parte. Quilla vestía un vestido largo de algodón. Volvieron a su hogar improvisado para coger unas mantas, ya que la mañana era fresca, y se encontraron cara a cara con un pastor alemán. Los alguaciles y la policía habían entrado en el túnel por la boca de Savesbury.

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