Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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– ¿Tiene alguna foto de Ryan?

Numerosos hombres trabajaron todo el día en los márgenes del Gran Bosque de Framhurst bajo la supervisión de un experto en árboles para extraer los clavos metálicos de los troncos de robles, tilos y fresnos. Uno de ellos se lastimó la mano de tal modo que fue necesario trasladarlo urgentemente a la Enfermería Real de Stowerton, donde en el primer momento temieron que perdería dos dedos. Los moradores de los árboles permanecían pacíficos y en silencio, a excepción de los del campamento de Savesbury Deeps, que bombardearon a los trabajadores con botellas, latas de Coca Cola vacías y palos. Desde la copa de un impresionante sicómoro, alguien vertió un cubo de orina sobre la cabeza del experto en árboles.

El cielo empezó a nublarse a la hora de comer, y comenzó a llover a las tres, primero unas gotas que golpeteaban un millón de hojas fatigadas por el verano, luego un chaparrón que fue arreciando hasta alcanzar la categoría de diluvio. Los Elfos, como los llamaban algunos, se cobijaron en sus cabañas y extendieron sus lonas alquitranadas, mientras otros descendían al túnel que habían excavado para comunicar Framhurst Bottom con Savesbury Dell. Los relámpagos iluminaban todas las cabañas, y las ráfagas de viento zarandeaban los árboles con tal violencia que los troncos parecían tallos de flores.

A vista de pájaro, en todo aquel paisaje de bosques, colinas y valles verdes, el viento, cargado de pesada lluvia, volaba en enormes mantos plateados que refulgían con cada relámpago. Los truenos retumbaban y crujían como árboles al caer desde una gran altura.

Los trabajadores y el experto en árboles se fueron a casa. En Kingsmarkham, Wexford también se fue a casa para comprobar si, pese a su falta de esperanza, había algún mensaje importante en el contestador.

Allí encontró a sus dos hijas.

Amulet, de tres días de edad, descansaba sobre el regazo de Sylvia. Sheila se levantó de un salto y se echó en brazos de su padre.

– Oh, papá, hemos pensado que deberíamos hacerte compañía. Se nos ocurrió a las dos al mismo tiempo, ¿verdad, Syl? No hemos titubeado un instante, ni siquiera hemos pensado en ello. Nos ha traído Paul. Ni siquiera he traído a la enfermera… ¿Dónde la habríamos instalado? No sé nada de bebés, pero Sylvia sí, o sea que perfecto. Y tú, pobrecito mío, debes de estar hundido con lo de mamá.

Wexford se inclinó sobre la criatura. Era una niña preciosa de carita de pétalo de rosa, facciones diminutas y el cabello tan oscuro como el de Sylvia o el de Dora en su juventud.

– Tiene unos ojos azules preciosos -constató.

– Todos los recién nacidos tienen los ojos azules -replicó Sylvia.

– Gracias por venir, querida -dijo Wexford a su hija mayor al tiempo que la besaba-. Y a ti también, Sheila.

En realidad, no las quería en su casa, pues significaban más complicaciones, y lo cierto era que el corazón le dio un vuelco al verlas en su casa. Qué ingrato era. Mucha gente daría el brazo derecho por la devoción no de una, sino de dos hijas.

– Tengo que trabajar un par de horas más. Sólo he vuelto a casa para ver si había algún mensaje.

– No hay nada -aseguró Sylvia-. Es lo primero que he mirado al llegar.

Cuando tienes hijos, te quedas sin intimidad. Dan por sentado que lo tuyo es suyo, que son suyos tus efectos personales, los secretos de tu corazón y todas tus demás posesiones. Debería haberse acostumbrado a esas alturas. En cualquier caso, sus hijas se portaban muy bien con él.

– Seguro que pueden prescindir de ti, dadas las circunstancias.

Era una observación típica de su hija mayor; Wexford hizo caso omiso de ella, si bien la miró con afecto. Qué distintas eran sus hijas. Por lo general no reparaba en ello, pero de repente vio a su mujer en Sylvia, en sus facciones, los ojos almendrados, el cuerpo, aunque Sylvia era más alta y de constitución más fuerte. Pero el parecido le hizo mascullar una exclamación que de inmediato convirtió en una tos.

Sheila lo asió del brazo y lo miró a los ojos.

– ¿Qué podemos hacer por ti? ¿Has comido?

Wexford asintió, pese a que no era cierto. Sheila representaba a la perfección el papel de joven actriz de éxito que acababa de tener una hija y que ahora estaba ante él enfundada en una blusa de muselina y pantalones blancos, luciendo un collar de cuentas, con el cabello rubio flotando alrededor de su rostro y el cutis cubierto de un suave maquillaje. No obstante, era Sylvia, con sus vaqueros y la camiseta holgada, contemplando al bebé con inusual ternura, quien parecía la madre de la criatura.

– Nos vemos luego -dijo Wexford antes de correr hacia su coche bajo el chaparrón.

Habían organizado la búsqueda de su mujer y Ryan Barker en torno a la estación de Kingsmarkham. Investigaron a todas las empresas de taxis. Los conductores no sabían nada de Ryan, al igual que no habían sabido nada de Dora, y el personal de la estación, es decir, tres vendedores de billetes y cuatro mozos de andén, no recordaba a ninguno de los dos.

A las cinco de la tarde. Vine, Karen Malahyde, Pemberton, Lynn Fancourt y Archbold habían llegado a una única conclusión: ni Dora Wexford ni Ryan Barker habían llegado a la estación de Kingsmarkham el día anterior. Habían desaparecido en algún lugar entre sus puntos de partida y la estación.

Fue Burden quien contestó a la llamada sobre Roxane Masood a las cinco de aquella misma tarde.

– Quiero denunciar la desaparición de mi hija.

Un escalofrío recorrió a Burden de pies a cabeza. Estuvo a punto de decir que suponía que la joven había tomado un taxi para ir a la estación al día siguiente, pero su interlocutora se le adelantó.

– ¿Dice que vive en Pomfret? Vamos en seguida.

Era una granja situada al final de High Street, donde acababan las tiendas, una morada antiquísima de madera y yeso, con tejado de dos aguas y ventanas diminutas con postigos. La lluvia caía torrencialmente por los aleros del tejado de paja. El césped de la entrada aparecía inundado. Una vez en el interior, Wexford y Burden tuvieron que permanecer sobre la alfombrilla y quitarse los chubasqueros empapados por el fuerte aguacero.

La mujer tenía poco más de cuarenta años, era delgada, de expresión intensa, grandes ojos oscuros y cabello castaño que le caía hasta los hombros en una melena desigual. Llevaba una prenda parecida a un camisón, una túnica blanca y vaporosa que le llegaba a los pies en una nube de volantes y encajes. Sin embargo, las cuentas pintadas de estilo étnico que lucía alrededor del cuello desmentían la impresión que causaba el camisón.

– ¿Es usted la señora Masood?

– Entren. Mi hija se llama Masood, Roxane Masood. Usa el nombre de su padre; yo me llamo Clare Cox.

El interior de la casa parecía haber sido decorado en los setenta y no haber experimentado cambio alguno desde entonces. Por todas partes se veían artilugios indios y africanos. De las paredes pendían tiras de algodón indio estampado y campanillas de latón con cordeles. Un intenso olor a sándalo impregnaba el lugar. La única fotografía que vieron aparecía enmarcada en madera oscura, bruñida con incrustaciones de nácar.

Era la imagen de una joven, la fotografía más grande que Wexford recordaba haber visto jamás, y la muchacha era casi demasiado hermosa para ser real. Al mirarla cobraban sentido aquellos cuentos de hadas en que el príncipe o el porquero se enamoraban con tan sólo ver la imagen de una joven desconocida. «Este retrato es de mágica hermosura, nadie ha contemplado jamás belleza igual», como cantaba Tamino. El rostro de la joven era un oval perfecto, de frente ancha, nariz corta y recta, enormes ojos negros con cejas arqueadas, reluciente melena negra y lisa que le caía a ambos lados del rostro como un velo de seda.

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