Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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En la casa hacía calor, y el ambiente estaba enrarecido. Parecía más un día de julio que de principios de septiembre. Abrió los ventanales, acercó una silla a la mesa de jardín y entró de nuevo en busca de una cerveza y el libro de ensayos, Pasión intacta. ¿Debía empezar por el principio o podía saltarse la primera parte? La segunda alternativa le atraía bastante.

El viento cerró los ventanales. No oiría el teléfono, pero de todos modos. Dora no llamaría hasta…, bueno, las siete menos diez. A las siete menos cuarto empezó a pensar en la cena. ¿Qué comería? Cuando Jenny Burden se marchaba, dejaba a su esposo un ejército de cenas caseras en el congelador, una por cada día de ausencia. Wexford no pretendía someter a su mujer a semejante esclavitud, pero no le gustaba cocinar, o mejor dicho no sabía cocinar. Tomaría pan, queso y encurtidos, seguidos tal vez de un plátano y algo de helado. De primero una sopa, la de tomate de Heinz, que según Burden, era la predilecta de todos los hombres…

A las siete y diez, Dora aún no había llamado, y aunque no estaba preocupado, Wexford pensó que era un poco extraño. Dora era una mujer puntual y meticulosa. Tal vez había invitados en la casa y no podía escabullirse así por las buenas. Decidió que cenaría después de hablar con ella, de modo que apagó el fuego que calentaba la sopa.

El teléfono sonó a las siete y cuarto.

– ¿Dora? -dijo.

– No soy Dora. Soy Sheila. ¿Dónde has estado? Llevo todo el día llamándote. Te he llamado a la oficina y como no estabas allí, he llamado a casa un montón de veces.

– Lo siento, no esperaba la llamada hasta las siete. ¿Cómo estás? ¿Cómo está la niña?

– Estoy muy bien, papá, y la niña está estupenda, pero ¿dónde está mamá?

– ¿Cómo que dónde está mamá?

– Pues eso. La esperábamos a la una como máximo. ¿Dónde está?

5

Había hecho todo lo que suele hacerse en esas circunstancias. Había llamado a numerosos hospitales, había preguntado en la comisaría de policía qué accidentes de tráfico se habían producido ese día (sólo un coche que había colisionado con otro en la carretera), había llamado a los vecinos…

Mary Pearson no había visto a Dora desde el día anterior por la tarde, pero esa mañana se había fijado en un coche aparcado en la calle alrededor de las once menos cuarto, según creía, tal vez un poco antes.

– Tendría previsto coger el tren de las once y tres -comentó Wexford.

– Pues sí que se lo tomaba con calma.

– Siempre lo hace. ¿Era un taxi negro?

– Era un coche rojo, no sé de qué marca. La verdad es que no entiendo mucho de coches, Reg. Y no la he visto subir a él.

– ¿Has visto al conductor?

Mary Pearson no lo había visto. De repente se dio cuenta de que algo iba mal.

– ¿Quieres decir que no sabes adonde ha ido, Reg?

Si lo reconocía, toda la calle estaría hablando del tema al cabo de una hora.

– Seguro que me lo ha dicho y se me ha olvidado -aseguró-. No te preocupes -añadió como si Mary fuera a preocuparse y él no.

Kingsmarkham Cabs tenía taxis negros, así que Dora no los había llamado a ellos. Y tampoco había recurrido a Contemporary Cars porque estuvieron fuera de servicio desde las diez y cuarto hasta poco después de mediodía. Eso resolvía la cuestión de la advertencia que había olvidado hacerle y que, a fin de cuentas, no había sido necesaria…

Llamó a All the Sixes y a todas las empresas locales que encontró en la guía. Ninguna de ellas había recogido a Dora aquella mañana. Empezó a embargarle la sensación de irrealidad que experimentamos cuando sucede algo por completo inesperado y potencialmente terrible.

¿Dónde estaba?

Deseó haber sido más discreto y haberle contado a Sheila alguna mentira sobre el paradero de su madre, pues se vio obligado a llamarla de nuevo y confesarle que no tenía idea de lo que había sucedido. Como albergaba ideas anticuadas acerca de las mujeres en el postparto, se dijo que los sobresaltos podían resultar peligrosos, que un susto podía llegar a secarle la leche, que el miedo entorpecería su recuperación. Pero ya era demasiado tarde.

– ¿Cómo que no sabes lo que ha pasado, papá? -chilló Sheila por teléfono-. ¿Dónde está? ¡Seguro que ha sufrido un accidente terrible!

– No, porque estaría en el hospital y no es el caso.

Wexford oía a Paul murmurar palabras tranquilizadoras. De repente, el bebé rompió a llorar con berrees contundentes que exigían atención inmediata.

Lo que quería decir en realidad era que no podía ser verdad, que aquello no podía estar sucediendo. Estamos soñado el mismo sueño, teniendo la misma pesadilla, y no tardaremos en despertar de un momento a otro. Pero entretanto debía ser fuerte, comportarse como un sólido padre de familia.

– Estoy haciendo todo lo posible, Sheila. Tu madre no está herida ni muerta, porque de eso me habría enterado. Te llamaré en cuanto sepa algo más.

Entró en la cocina y vertió la sopa por el desagüe del fregadero. Eran casi las ocho y media; caía la noche. La luna, oblonga y anaranjada, se encaramaba a los tejados. Se preguntó qué pensaría si se tratara de la mujer de otro. La respuesta era sencilla: pensaría que lo había abandonado para irse con otro hombre. Las mujeres hacían esas cosas constantemente, mujeres de todas las edades, después de muchos o pocos años de matrimonio. Como policía, preguntaría al marido si cabía dicha posibilidad. Antes se disculparía por tener que formular semejante pregunta, y luego lo interrogaría acerca de los amigos de ella, de la existencia de algún amigo en particular.

El marido se mostraría ofendido, indignado. Mi mujer jamás haría una cosa así… Pero entonces recordaría una palabra cazada al vuelo, una llamada telefónica extraña, una frialdad, una calidez inusual.

Pero se trataba de Dora, su mujer. Era imposible. Se dio cuenta de que estaba reaccionando como ese otro marido de su pequeña fantasía. Mi mujer nunca haría una cosa así… Bueno, Dora nunca haría una cosa así y se acabó. Era una locura pensar en ello, y se avergonzaba. No había llamadas telefónicas extrañas que recordar, ni comportamientos sospechosos, frialdades inesperadas o carantoñas fingidas. No era su estilo.

Se sirvió un poco de whisky y al cabo de un instante lo devolvió a la botella. Tal vez tendría que ir a algún lugar en coche. Acto seguido descolgó el teléfono y marcó el número de Burden.

Burden tardó siete minutos en llegar; Wexford le estaba muy agradecido. De repente le cruzó por la mente la idea de que, si fueran italianos o españoles, Burden le habría dado un abrazo. Por supuesto, no lo hizo, aunque por un instante dio la impresión de que había considerado la posibilidad.

Wexford preparó té. Nada de alcohol, por si acaso. Refirió a Burden toda la historia y las llamadas que había efectuado a hospitales y empresas de taxis, además de comprobar los accidentes de tráfico.

– De nada sirve ir a las estaciones de tren; allí nunca hay nadie -comentó Burden-. Qué tiempos aquellos cuando alguien te comprobaba el billete. Supongo que habrá comprado el billete en la máquina.

– Siempre lo hace. Ahora tienen una nueva que acepta tarjetas de crédito.

– ¿Qué dice Sylvia?

Wexford ni siquiera había pensado en su hija mayor. Lo cierto era que, durante las dos o tres últimas horas, había olvidado por completo su existencia. Se vio acometido por un sentimiento de culpabilidad. Siempre intentaba desesperadamente prestarle la misma atención que a Sheila, necesitarla y quererla en igual medida. En ocasiones, ello surtía el efecto de que le prestaba más atención y se mostraba más considerado con ella, pero la crisis lo había hecho desaparecer todo como si jamás hubiera tomado la decisión de intentarlo, y de nuevo se había comportado como padre de una sola hija.

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