Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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– Voy a llamarla -espetó con brusquedad.

El teléfono sonó un sinfín de veces. Por fin saltó el contestador automático, y Wexford oyó la voz de Neil recitando la fórmula habitual.

Wexford no estaba dispuesto a dejar su nombre, fecha y hora, qué tontería, así que se limitó a decir:

– Sylvia, llámame, por favor. Es urgente.

Dora debía de estar con ellos. Ahora lo veía todo claro. A buen seguro había sucedido algo terrible, un accidente, o tal vez alguno de los niños había caído enfermo. Al llamar a los hospitales no había preguntado por los hijos de Sylvia. Le habían dado la noticia a Dora antes de que pudiera pedir un taxi y la habían ido a buscar. Sylvia tenía un coche rojo, un VW Golf rojo…

– ¿Y se habría marchado así por las buenas? -preguntó Burden-. ¿Sin decirte nada? Si no podía localizarte, ¿no crees que te habría dejado una nota?

– Quizás no si era lo bastante… grave -repuso Wexford, alzando la mirada hacia su compañero.

– ¿Quieres decir que querría ahorrarte el disgusto? ¿En qué estás pensando, Reg? ¿En que alguien ha resultado gravemente herido? ¿O muerto? ¿Uno de los hijos de Sylvia?

– No sé…

En aquel instante, el teléfono sonó, y Wexford se apresuró a contestar.

– ¿Qué es tan urgente, papá?

Sylvia parecía tranquila y más contenta de lo habitual.

– Dime primero si estáis todos bien.

– Estamos perfectamente.

Wexford no sabía si alegrarse o desesperarse.

– ¿Has visto a tu madre?

– Hoy no. ¿Por qué?

No le quedaba más remedio que contárselo.

– Seguro que todo tiene una explicación totalmente razonable.

Había oído esas palabras miles de veces, incluso las había pronunciado en diversas ocasiones. Prometió a su hija llamarla en cuanto tuviera noticias.

– Gracias por no insinuar que quizás me ha abandonado -dijo a Burden tras colgar.

– Ni siquiera se me ha ocurrido semejante cosa.

– Me pregunto si habrá decidido ir a pie a la estación a pesar de todo.

– En ese caso, ¿qué hay del coche rojo?

– Mary sólo ha visto un coche rojo. No sabe si era un taxi y no ha visto subir a Dora. Podría tratarse de cualquier coche aparcado.

– ¿Dices que ha decidido ir a la estación a pie y que le ha ocurrido algo por el camino? ¿Qué ha sufrido un ataque o…?

– O que la han atacado, Mike. Que alguien se ha abalanzado sobre ella para atracarla y luego la ha dejado allí tirada. Últimamente han pasado muchas cosas raras por aquí. Esos tipos enmascarados que irrumpieron en Concreation, el asunto de Contemporary Cars…

– ¿Quieres que salgamos y hagamos el recorrido? -propuso Burden.

– Creo que sí -asintió Wexford.

Sus hijas llamarían en su ausencia, pero no podía hacer nada al respecto. Burden conducía. La única ruta que Dora podía haber tomado sin dar un rodeo pasaba por calles completamente edificadas. No había campos abiertos, solares vacíos ni callejones estrechos; sólo un pequeño sendero que podía tomarse como atajo. El día había amanecido brumoso, pero el sol había empezado a brillar con fuerza hacia las diez y media. A buen seguro, la gente habría salido a sus jardines delanteros.

Antes de llegar a Queen Street, Burden aparcó para que pudieran examinar el atajo. Discurría por la parte trasera de varias tiendas y jardines, y estaba flanqueado de árboles. Junto a la verja de un jardín, una pareja de adolescentes se besaba. No había nada ni nadie más. Burden cruzó High Street y entró en Station Road rumbo a la estación.

– No es posible, ¿verdad? -suspiró mientras daba la vuelta delante de la estación.

– Debería sentirme aliviado.

– Supongamos que ha venido andando, lo que imagino que habrá hecho si no la ha ido a buscar ningún taxi. ¿Podría haberse encontrado con alguien por el camino que le diera una noticia tan grave o tan importante que decidiera no ir a Londres?

– Es lo mismo que se me ha ocurrido a mí sobre Sylvia, ¿no?

– Bueno, ¿qué crees?

Wexford reflexionó unos instantes. Recorrió con la mirada las casas por las que pasaban. Dora y él conocían a los dueños de algunas de ellas, pero no eran amigos de ninguno. La Iglesia Reformada Unificada, la Escuela Elemental Warren, una hilera de tiendas, calles exclusivamente residenciales… Una conocida sale corriendo de una de esas casas, llama a Dora, la hace entrar en su casa, le cuenta sus penas, le pide ayuda… ¿y no la deja llamar por teléfono en todo el día? ¿Le impide ir a ver a su nieta recién nacida, esa nieta que tanto tiempo lleva anhelando Dora? ¿La retiene durante once horas?

– Es imposible, Mike -contestó por fin a su compañero.

Empezó a pensar en todas las historias sobre personas desaparecidas que había leído, en todos los casos con los que se había topado. La mujer que entró en el supermercado con su novio, lo dejó haciendo cola en la pescadería para ir a comprar el queso y desapareció para siempre. El hombre que salió a comprar cigarrillos y no regresó jamás. La chica que se registró en un hotel de Brighton por la noche, pero no estaba en su habitación ni en ninguna parte a la mañana siguiente. Todos aquellos que no estaban, donde deberían haber estado en un momento determinado; todos aquellos que habían desaparecido sin dejar ni rastro.

Pese a todo, sólo habían transcurrido once horas. Un día, pensó, un día entero perdido. En su casa sonaba el teléfono. Era Sheila. No, no tenía noticias. Aunque resultaba absurdo, le dijo lo mismo que a Mary Pearson, que no se preocupara.

– No me digas que debe de haber una explicación totalmente razonable, papá.

– Eso es lo que dice tu hermana, y a lo mejor tiene razón.

Burden se ofreció a pasar la noche en su casa.

– No, vete a casa. De todos modos, no dormiré, ni siquiera creo que me vaya a la cama. Gracias por venir.

No expresó en voz alta lo que estaba pensando. Acompañó a Burden a la puerta, lo siguió con la mirada hasta que se marchó y entró de nuevo en la casa para encender las luces. Debía de estar muerta, se dijo antes de repetirlo en voz alta.

– Debe de estar muerta.

Debía de estar muerta o gravemente herida, se corrigió. Yacía en algún lugar. Era la única razón por la que no llamaba a su marido ni a sus hijas, por la que no le hacía llegar un mensaje por cualquier medio. Luego pensó en la nota que tal vez le había dejado, la nota que el viento había barrido de la repisa de la chimenea o que había caído detrás de un mueble. Recorrió la estancia a gatas en busca del pedazo de papel que lo explicaría todo. Por supuesto, ni rastro de la proverbial nota. Dora nunca le había dejado notas.

Volvió a servirse el whisky al que había renunciado antes. Que otra persona lo llevara en coche si hacía falta. Sin embargo, la intuición le decía que aquella noche no haría falta ir a ningún sitio.

Todo el mundo lo sabía a causa de las llamadas telefónicas que había hecho la noche anterior y de la visita de Burden. No le esperaban en el trabajo, pero como no sabía qué hacer, fue.

Había dormido una hora en el sillón. Luego se levantó, se duchó y se preparó un tazón de café instantáneo. A los hospitales se puede llamar a cualquier hora, de modo que llamó a algunos con los que ya se había puesto en contacto la noche anterior. Dora Wexford no había ingresado en ninguno de ellos. Llamó a sus dos hijas y averiguó que se habían pasado media noche hablando. Sylvia iría a Londres a ayudar a Sheila en cuanto encontrara a alguien que se ocupara de sus hijos, ya que las vacaciones de verano aun no habían terminado. ¿Quería papá que Neil fuera a hacerle compañía durante unos días?

Papá no quería, pero lo expresó de un modo muy cortés.

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