Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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– Eres muy amable, cariño, pero no hace falta.

Llevaba una hora en la comisaría, sentado a su mesa sin hacer nada, cuando Barry Vine entró a decirle que habían recibido una llamada para denunciar la desaparición de un adolescente. Vine, que por lo general no se habría preocupado por el hecho de que un chico de catorce años y metro ochenta de estatura llevara veinticuatro horas ausente de casa de su abuela, creía que las circunstancias del suceso merecían especial atención.

– ¿Qué circunstancias? -inquirió Wexford.

– El chico se dirigía a Londres y fue a la estación en taxi.

– Dios mío -musitó Wexford.

– ¿Quiere que traiga a la abuela, señor?

– No, iremos a verla nosotros.

Rhombus Road se hallaba a dos manzanas de Oval Street, adonde Burden había ido con Lynn Fancourt el día anterior en busca del cliente que Trotter afirmaba haber recogido en la estación de Kingsmarkham. Wingate había confirmado la versión de Trotter. Había llegado en el tren de las diez cincuenta y ocho. El taxista lo había recogido en la estación hacia las once y lo había dejado en Oval Street a las once y veinte. Wexford y Vine pasaron por delante de su casa, giraron a la izquierda dos veces y aparcaron ante el número setenta y dos de Rhombus Road.

Era una calle de casitas con terraza, construidas a finales del siglo xix, como muchas otras en Stowerton, para albergar a los trabajadores de las canteras de creta y sus familias. Casi todas ellas eran propiedad de parejas jóvenes y personas que compraban su primera vivienda. La mayoría de las puertas principales aparecían pintadas de colores brillantes; en las repisas de las ventanas se veían jardineras con flores, y los jardines delanteros estaban pavimentados para dejar espacio a un coche.

No había ningún automóvil delante del número setenta y dos. La casa no ofrecía un aspecto descuidado, aunque conservaba la puerta original de paneles de vidrio y las ventanas de guillotina. En el jardín había parterres de crisantemos y margaritas, y el sendero de entrada era de gravilla. Abrió la puerta una mujer que parecía demasiado joven para ser la abuela de un muchacho de catorce años. Lleva el ensortijado cabello negro apartado con horquillas de un rostro pálido y pecoso que no parecía haber visto maquillaje en toda su vida. Vestía un mono vaquero muy holgado sobre una camisa a cuadros. Los miró con ojos muy abiertos y asustados.

– Entren, por favor. Me llamo Audrey Barker y soy la madre de Ryan.

Entraron en un saloncito impecable que olía a lustre de espliego. Del sillón se levantó una mujer de setenta y tantos años, cabello blanco y constitución rolliza que vestía una falda de tweed en color brezo y verde, y un conjunto del color de la fragancia.

– ¿Es usted la señora Peabody? -preguntó Wexford.

La mujer asintió.

– Mi hija ha venido esta mañana, en cuanto se ha enterado del problema. No se encuentra bien; de hecho, acaba de salir del hospital, por eso Ryan estaba conmigo, porque su madre estaba en el hospital, pero en cuanto nos hemos dado cuenta de que…, quiero decir, en cuanto nos hemos dado cuenta de que…

– ¿Por qué no se sienta y nos los cuenta todo desde el principio, señora Peabody?

– En pocas palabras, mi madre creía que Ryan volvía a casa ayer, y yo no lo esperaba hasta hoy -respondió Audrey Barker por ella-. Deberíamos habernos llamado, pero no lo hicimos. Ryan creía que ayer era el día en que debía volver a casa.

– ¿Dónde vive usted, señora Barker?

– En el sur de Londres, en Croydon. Hay que coger el tren en Kingsmarkham y hacer transbordo en Crawley o Reigate. No hay que pasar por Victoria. Ryan ha hecho el viaje muchas veces. Tiene casi quince años y es muy alto para su edad, más que la mayoría de los hombres adultos.

A todas luces creía que la estaban culpando, pese a que la miraban con expresión neutra.

– Podría haber ido a la estación a pie -prosiguió la mujer.

– Son más de cuatro kilómetros, Audrey, e iba cargado con la bolsa.

– Así que Ryan volvía a casa y usted creyó conveniente que fuera a la estación en taxi, ¿no es así?

La anciana asintió, cerró lentamente los puños y los apoyó sobre el regazo. Era un ademán de control, un modo de contener el pánico.

– El tren para a las once diecinueve -explicó-. Con el autobús habría llegado con una hora de antelación o demasiado tarde. Le propuse que tomara un taxi y le dije que pagaría yo. Ryan sólo había ido en taxi una vez en su vida, con su madre -dijo con voz temblorosa antes de carraspear-. El chico no sabía cómo pedir un taxi, así que llamé yo. Lo pedí para las once menos cuarto, así Ryan tendría tiempo para comprar el billete. Tiempo de sobra… Es que no me gustan las prisas. Ojalá hubiera ido con él. ¿Por qué no lo acompañé? Fui demasiado tacaña para pagar el taxi de vuelta.

– Eso no es tacañería, sino sentido común, mamá.

– ¿A qué empresa llamó, señora Peabody?

La anciana se llevó una mano a la boca mientras intentaba recordar.

– Le dije a Ryan que llamara, pero no quiso; me dijo que no sabía cómo pedir un taxi, así que no insistí. Le dije que me buscara un número en la guía, en las páginas amarillas, y que llamaría yo. Ryan me dio el número, y llamé.

– ¿Le apuntó el número o se lo señaló en la guía?

– No, me lo dijo. Me puse el teléfono sobre el regazo y fui marcando el número mientras me lo decía.

– ¿Lo recuerda? -inquirió Wexford a sabiendas de la inutilidad de la pregunta-. No era seis seis seis seis seis seis, ¿verdad?

– No, de ese número me acordaría -aseguró la anciana.

– ¿Vio el taxi y al conductor?

– Claro que sí. Ryan y yo lo esperamos en el recibidor.

Claro, pensó Wexford, lo esperaron en el recibidor, aquellos dos clientes inexpertos, la anciana y el muchacho, los imaginaba perfectamente. «No hay que hacer esperar al taxista, ten el dinero preparado, Ryan, y cincuenta peniques de propina. Ya está aquí. Dile sólo que quieres ir a la estación. Y ahora dale un beso a la abuela…»

– Llegó muy puntual -prosiguió la señora Peabody-. Ryan cogió la bolsa y eso que todos llevan a la espalda hoy en día, una mochi no sé qué, y le dije que le diera saludos a su madre y que me diera un beso. Tuvo que inclinarse para dármelo. Luego se fue.

La anciana rompió a llorar. Su hija le rodeó los hombros con un brazo.

– No es culpa tuya, mamá. Nadie te echa la culpa de nada. Todo esto es una locura que no tiene explicación.

– Debe de haber una explicación, señora Barker -terció Vine-. ¿Dice que no esperaba a Ryan hasta hoy?

– La escuela empieza mañana. Creí que volvería el día antes, pero tanto él como mi madre creían que Ryan debía volver dos días antes. Deberíamos habernos llamado, no sé por qué no lo hicimos. Llamé al salir del hospital, el sábado, y juraría que Ryan me dijo que volvía el miércoles, pero supongo que me dijo que estaría en casa todo el miércoles o algo así…

– ¿Así que no se preocupó al ver que no aparecía? -preguntó Wexford.

– No me he preocupado hasta primera hora de esta mañana. He llamado a mi madre para verificar el horario del tren, y le aseguro que me he quedado petrificada.

– Las dos nos hemos quedado petrificadas -intervino la señora Peabody.

– Así que he venido en el primer tren. No sé por qué… He pensado que sería mejor hacer compañía a mamá. ¿Dónde está? ¿Qué le ha pasado? No es que sea muy corpulento, pero sí muy alto y listo. No se iría con el primero que le ofreciera algo, quiero decir dinero, caramelos… ¡Tiene catorce años, por el amor de Dios!

Dora es una mujer adulta, pensó Wexford, una mujer de mediana edad, lista, que no se iría con el primero que le ofreciera algo…

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