Ruth Rendell - Carretera De Odios
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En cuanto Gary y Quilla salieron, Timothy Jordan envió a un experto que recibía el nombre de Topo Humano para que verificara si el túnel estaba vacío. Acto seguido apostó un guardia en cada boca. Otro de los alguaciles, conocido como la Araña Humana, trepó al árbol más alto en dirección a la cabaña construida en la copa. Cayó sobre él una lluvia de leña menuda, latas y botellas, lo que durante un rato entorpeció su avance. En tierra firme, los hombres de Jordan empezaron a sacar gente de las tiendas de campaña antes de vaciarlas y desmontarlas.
De algún modo, los grupos de activistas más pacíficos y organizados tuvieron noticia de los acontecimientos, por lo que cada vez más gente se agolpaba junto a la línea de seguridad. Eran representantes de KCCCV, Especies y Corazón de Madera. Al ver salir a uno de los grandes perros del túnel, se pusieron a protestar a gritos. En la copa del árbol más alto, la Araña Humana se había topado con una mujer en el umbral de la cabaña.
– ¡Qué vergüenza! -exclamaba la muchedumbre una y otra vez mientras ambos forcejeaban a veinte metros de altura.
Con ademanes pacientes y en silencio, Gary y Quilla recogieron sus efectos personales, que la policía había arrojado al exterior desde el túnel. Parecían dos peregrinos que se dirigieran a Canterbury en la vieja obra de Chancer. No tocaban, ni por supuesto poseían ningún objeto de plástico, de modo que embutieron su ropa, mantas, cacerolas y sartenes en anticuados sacos de yute. Quilla empezó a cantar el madrigal Abril se refleja en el rostro de mi amada, y otros activistas se unieron a ella, aunque no todos se sabían la letra.
En la copa del árbol más alto, la mujer con la que se había topado la Araña Humana se había desmayado o, lo que era más probable, había fingido un desmayo. En cualquier caso, yacía inerte en los brazos de los dos hombres que la sostenían. Procedieron a bajarla por la escala de mano, un ejercicio peligroso, máxime teniendo en cuenta que la resistencia pasiva de la mujer no les servía de ayuda precisamente.
– ¡Qué vergüenza! -seguía repitiendo la gente.
Gary y Quilla continuaban cantando:
Abril se refleja en el rostro de mi amada,
julio en sus ojos con bella luz dorada.
En su seno yace septiembre,
pero en su corazón anida el gélido diciembre.
Por entonces ya había salido el sol, una bola de fuego entre nubarrones negros. El canto de los pájaros sonaba más remoto. Chug-chug, tuit-tuit, fuf-fi-du… Una fuerte ráfaga de viento barrió las copas de los árboles.
Al llegar al suelo, la mujer que había fingido perder el conocimiento se zafó de los brazos de los hombres que la sujetaban. Iba vestida con harapos, algunos de los cuales revoloteaban a su alrededor, mientras que otros se ceñían a su cuerpo como vendajes de momia. Se detuvo ante la multitud y alzó los brazos en ademán de triunfo o aliento; los jirones de su ropa notaban al viento. Corrió hacia Quilla y la abrazó entre lágrimas.
– Iremos al campamento de Elder Ditches -anunció Gary-. Estoy harto de túneles. Si nos enseñas, podemos construir una cabaña bien grande para los tres, Freya.
– Soy un árbol -exclamó Freya al tiempo que extendía los brazos una vez más.
– Todos somos árboles -repuso Gary.
Mientras las hijas de Wexford preparaban a su padre la clase de desayuno que nunca tomaba, revoloteaban a su alrededor como dos cluecas y le suplicaban que descansase, Burden llegó al trabajo media hora antes de lo habitual. No podía apartar de su mente a Stanley Trotter. Ningún argumento lo convencería de que Stanley Trotter no estaba metido hasta las cejas en aquel turbio asunto. Había asesinado a Ulrike Ranke y estaba involucrado en una conspiración de secuestro. Con toda probabilidad, se trataba de una red de pervertidos. La joven alemana había sido violada antes de morir estrangulada, y Burden creía que aquello se estaba convirtiendo por momentos en alguna clase de sofisticado crimen sexual.
Llevaba diez minutos sentado a su mesa cuando le pasaron una llamada.
– El redactor jefe del Kingsmarkham Courier quiere hablar con quien esté al mando. El jefe no ha llegado todavía.
– Supongo que yo mismo serviré -dijo Burden.
– Quiere hablar con usted a falta del jefe.
El redactor jefe, que llevaba varios años en el periódico, se llamaba Brian St. George. Burden había coincidido con él un par de veces, lo suficiente, al parecer, para que St. George se considerara en el derecho de llamarlo por su nombre de pila.
– Acabo de recibir una carta muy rara, Michael. Es la primera que ha abierto mi ayudante personal.
Si St. George tenía un ayudante personal, Burden era Sherlock Holmes.
– ¿Rara en qué sentido? -inquirió.
– Puede que sea una pirula, pero tengo la sensación de que no es así.
Intentando que su voz no sonara sarcástica, Burden sugirió a St. George que le explicara el contenido de la carta.
– ¿Prefiere venir a leerla personalmente, Michael?
– Primero cuénteme de qué se trata.
De repente, Burden tuvo una intuición, lo que Wexford llamaba fingerspitzen-no sé qué.
– No la toque mucho; léamela sin tocarla si puede.
– De acuerdo, Michael. Es raro recibir una carta hoy en día, ¿verdad? Una llamada, un fax o un correo electrónico sí, pero… ¿una carta? Lo que me extraña es que no la trajera un tío a caballo.
– ¿Le importaría leérmela?
– Voy. «Apreciado señor: Somos Planeta Sagrado y nuestra misión consiste en salvar la Tierra de la destrucción con todos los medios a nuestro alcance. Tenemos a cinco personas: Ryan Barker, Roxane Masood, Kitty Struther, Owen Struther y Dora Wexford…» Deben de haberse equivocado, ¿no? Es la mujer de su jefe, ¿verdad? ¿Cuándo desapareció?
– Siga.
– Vale. «… Owen Struther y Dora Wexford. Por el momento están a salvo. No se molesten en buscarlos porque no los encontrarán. Hoy nos pondremos en contacto con ustedes para notificarles el precio del rescate. Informen a todos los periódicos nacionales y a la policía de Kingsmarkham. Somos Planeta Sagrado, y nuestra misión consiste en salvar el mundo.»
– Ahora mismo vamos para allá para hacernos cargo de esa carta -dijo Burden en el instante en que Wexford entraba en la oficina-. Entretanto, no hable de esto con nadie, ¿entendido? Nadie.
7
La carta estaba escrita en un papel de tamaño din-a4, supuso Wexford, ochenta gramos de peso y color blanco, la clase de papel que puede comprarse a granel en cualquier tienda de material de oficina. Antaño, el texto habría sido escrito a mano o a máquina, lo que facilitaba la identificación casi tanto como la caligrafía. Sin embargo, los ordenadores imposibilitaban la detección. El experto averiguaría qué software se había utilizado, qué tratamiento de textos, pero poco más. Las erratas, las mayúsculas erróneas, las letras desplazadas y los trazos defectuosos habían pasado a la historia.
Tal vez hallarían huellas dactilares, pero lo dudaba. El autor de la carta había doblado el papel dos veces en la misma dirección. Junto a él yacía el sobre. Las impresoras láser no imprimen sobres, pero en aquel caso habían recurrido a un programa destinado a imprimir etiquetas. Era una carta espeluznantemente anónima, se dijo.
Estaban sentados en torno a la mesa de Brian St. George, con la carta colocada sobre el centro de cuero. St. George parecía muy satisfecho de sí mismo y ya no se molestaba en disimularlo. No cesaba de sonreír extasiado y alucinado por la increíble noticia con que se había topado.
Era un hombre cadavérico de cara de cuchillo y enorme barriga, que le pendía de los huesos como un saco medio lleno. Su traje gris pálido a rayas necesitaba con urgencia una visita a la tintorería. Las mujeres podían permitirse el lujo de llevar suéteres sin cuello o camisetas escotadas bajo un traje chaqueta, pero en los hombres producía la sensación de que iban a medio vestir; además el jersey de St. George había perdido largo tiempo atrás su color blanco original. El redactor jefe del periódico local apenas podía mantener las manos apartadas de la carta. Las acercaba y luego las retiraba como un niño que torturara a un insecto.
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