Ruth Rendell - Carretera De Odios

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El inspector Wexford regresa para enfrentarse a un caso de talante ecologista. Hasta su propia esposa ha sido tomada como rehén, mientras avanzan las obras de una nueva carretera que causará irremediables daños en el entorno natural de su pueblo. Intriga, crítica social e imprevisibles psicologías.

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El jefe de policía ocupaba un gran despacho en el torreón. La antesala aparecía llena de administrativos sentados a sus ordenadores. Una de las empleadas se levantó y lo acompañó hasta una puerta de caoba con picaportes de latón. Wexford sentía un nudo en la boca del estómago, aunque la idea de ver a Montague Ryder no le ponía nervioso en absoluto. Lo que ocurría era que todos los acontecimientos parecían ahora cargados de sentidos ominosos.

El despacho interior era enorme, como el salón de un buen hotel rural, con sillones, sofás, mesitas de café y un gran jarrón de dalias y margaritas sobre un aparador antiguo. Las ventanas, diseñadas más para contemplar el panorama que para ser abiertas y permitir la entrada de luz, daban a un hermoso paisaje de colinas verdes y valles profundos.

Montague Ryder se levantó de su mesa y se acercó a Wexford con la mano extendida.

– He hablado por teléfono con Mike Burden -empezó-. Creo que me ha puesto al corriente de casi todo. Ha hecho usted bien en titubear, pero tenemos que informar a los padres inmediatamente. Es lo único que podemos hacer.

Ryder era un hombre menudo, delgado pero de aspecto fuerte, mucho más bajo que Wexford. Una melena abundante de cabello gris claro le cubría la cabeza, y sus ojos eran del mismo matiz.

– Es terrible lo de su esposa.

– Sí, señor -asintió Wexford.

– ¿No quiere sentarse?

Se sentaron en sendos extremos de un sofá de cuero verde. A escasos metros, sobre la mesa, había una fotografía enmarcada de una hermosa mujer rubia con dos niños, uno de unos diez y el otro de unos ocho años. Wexford se dio cuenta de que no era capaz de mirar la imagen.

– Esta gente de Planeta Sagrado volverá a ponerse en contacto con nosotros hoy, aunque no sabemos dónde ni cómo -explicó.

– Sí, Burden me lo ha dicho. Ha hecho usted bien en bloquear la publicación de la noticia. Hoy mismo convocaré una rueda de prensa. No le necesitaré para eso.

– No creo que me necesite para nada, ¿verdad, señor? -aventuró Wexford tras un titubeo-. Quiero decir, después de ponerle en antecedentes. No querrá que siga en el caso.

Ryder se levantó. A todas luces, era la clase de persona que no puede estar mucho rato quieta, un hombre con demasiada energía para la vida cotidiana, un hombre al que, sin lugar a dudas, el agotamiento vencía al final de cada día.

– ¿Le apetece un café? Si quiere, pediré que nos traigan un poco -propuso por fin.

– No, gracias, señor.

– Perfecto… De todos modos, bebo demasiado café -comentó, al tiempo que se sentaba en el brazo de un sillón-. Imagino que se refiere a que lo retiraré del caso porque su mujer está implicada en él. En otras circunstancias lo haría, pero en este caso no puedo. No puedo, Reg -aseguró, empleando quizás por primera vez el nombre de pila de Wexford-. Llamaremos a la Unidad Criminal Regional, pero aun así no tengo bastantes oficiales para prescindir de usted. Quiero que usted dirija la investigación. Queda usted al mando.

La primera llamada de un periódico de ámbito nacional se recibió a las diez y media. No pierden el tiempo, se dijo Burden antes de indicar a su interlocutor y a los otros dos que llamaron al cabo de pocos minutos que se dirigieran a la jefatura de policía. Por lo que a él respectaba, cuanto antes celebraran la bendita conferencia de prensa, mejor.

¿Adónde llamarían los de Planeta Sagrado? Burden suponía que llamarían. A fin de cuentas, el correo ya había llegado, y sólo se hacía una entrega al día. Resultaría demasiado peligroso enviar un fax o correo electrónico, ya que su mera existencia proporcionaba muchas pistas sobre el remitente. Así pues, tendrían que llamar. ¿A la comisaría? ¿Al Courier ? Burden no lo creía. Tal vez a uno de esos periódicos nacionales tan insistentes, al ayuntamiento, al despacho del alcalde o incluso a la jefatura de policía. No, eso no. Llamarían al lugar más insospechado, a alguien que sin duda alguna transmitiría el mensaje…

¿A una de las hijas de Wexford?

Intentaría conseguir que intervinieran el teléfono de Wexford. Luego iría con Karen Malahyde a Savesbury House, donde vivían los Struther. Nadie había respondido al mensaje que había dejado en su casa. Con toda probabilidad no había nadie allí. No lograba imaginar la casa, pero las casas de campo grandes abundaban en aquella zona, de modo que la reconocería en cuanto la viera. Si los Struther tenían vecinos, cabía la posibilidad de que alguno de ellos hubiera visto algo.

Karen tenía aspecto de policía consagrada a su trabajo. El año anterior la habían ascendido a sargento. Era de expresión seria, ojos oscuros y firmes, pero rostro demasiado neutro y cabello demasiado corto para resultar atractiva. Eso de cuello para arriba. Por debajo poseía los atributos de una modelo de pasarela, una figura perfecta y unas piernas por las que, como había dicho en cierta ocasión John, uno de los hijos de Burden bien merecía morir. Burden no pensaba en las mujeres de aquella forma, rasgo que Wexford, tal vez con ironía, había elogiado por considerarlo políticamente muy correcto. Por su parte, Karen era casi demasiado políticamente correcta para Kingsmarkham, sobre todo en su trato con los hombres. No le importaba si caía bien a Karen o no, pero creía que así era.

La sargento era una excelente conductora, de modo que se puso al volante. En Savesbury Lane fueron detenidos por el cordón policial, pues los alguaciles seguían destrozando cabañas y desalojando a sus ocupantes. Cuando el sargento de chubasquero amarillo vio quiénes eran los ocupantes del coche, se mostró dispuesto a hacer una excepción y dejarlos pasar, pero Karen decidió dar media vuelta y tomar una ruta alternativa por el camino vecinal de Framhurst.

La aldea de Framhurst sería la más afectada del área metropolitana de Kingsmarkham. «Área metropolitana» era un término acuñado por la Oficina de la Red Viaria que a Wexford le ponía histérico, pues Framhurst no era más que una calle principal, un cruce, tres comercios y una iglesia. Hacía ya mucho tiempo que la escuela, construida en 1834, se había convertido en una casa particular que sus moradores llamaban humorísticamente «La escuela».

Los comercios eran una anticuada carnicería familiar a la que acudían clientes de toda la zona, un colmado que también vendía prensa y alquilaba vídeos, y una tetería de toldo a rayas y mesitas instaladas en la acera. Había un cruce con semáforo en el punto en que la carretera de Kingsmarkham cortaba la carretera que iba de Pomfret a Myfleet. Nadie sabía hasta qué punto sería visible la nueva carretera desde las casas que flanqueaban la calle principal, pero sin lugar a dudas se echaría a perder la vista de que se disfrutaba desde la colina a la que conducía dicha calle. El valle entero se extendía a los pies de la aldea, con el bosque, la marisma, la colina redonda y arbolada de Savesbury y el río Brede, que discurría por los campos verde claro y verde oscuro como un hilo largo y tortuoso de seda blanca.

Burden contemplaba el paisaje. Por supuesto, desde allí no se veía a ninguna de esas personas, de los peregrinos convertidos en refugiados que se desplazaban con sus hatillos a nuevos pastos. Un día no muy lejano, una carretera de tres carriles por sentido cambiaría por completo el rostro de aquel lugar como un gran vendaje blanco sobre una herida que jamás sanaría.

Les costó un poco encontrar la casa. Quedaba oculta de la calle por numerosos arbustos y árboles altos. El vecino más cercano era una casita de campo situada a las afueras de la aldea de Framhurst. Pasaron de largo, se dieron cuenta al cabo de unos instantes y dieron media vuelta. El rótulo de la entrada estaba cubierto por clemátides salvajes. Karen se vio obligada a salir del coche y apartar las hojas para distinguir el nombre: Markinch House en letras casi invisibles bajo la nueva denominación de Savesbury House.

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