Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Era imprescindible para Archery, esencial, despertar alguna emoción detrás de esa pálida y arrugada frente. Había ensayado varios preámbulos, pero ahora se quedó mudo. En cualquier momento ella empezaría a hablar del tiempo o de cuanto le gustaría una boda por la iglesia. Pero no fue así exactamente. Había olvidado su repertorio de comentarios prácticos para empezar una conversación entre dos extraños.

– ¿Cómo fueron sus vacaciones? -preguntó Irene Kershaw.

Muy bien. Eso le serviría.

– Si no me equivoco, Forby es su pueblo natal -dijo él-. Fui a ver una tumba mientras estaba allí. Ella acarició las perlas con la palma de su mano.

– ¿Una tumba? -Por un instante, su voz sonó ronca como antes, cuando había hablado de romperse un corazón; luego, recobrando su desapasionado acento de Purley, añadió-: ¡Claro!, la señora Primero está enterrada allí, ¿no es cierto?

– La tumba que visité no era la suya. -Y, con voz suave, citó-: «Ve, pastor, y descansa en paz…»-. Dígame, ¿por qué no conservó usted sus obras?

Había esperado una reacción fuerte, incluso violenta. Estaba preparado para hacer frente a una muestra de orgullo ofendido o a esa irrecusable e insulsa respuesta tan apreciada por todas las señoras Kershaw de este mundo: «Preferiría no hablar de ello, si no le importa.» Pero no había contado con aquella mirada asustada y, al mismo tiempo llena de admiración. Ella se encogió un poco en el sillón, si es que es posible encogerse al mismo tiempo que se permanece totalmente inmóvil, con los relucientes ojos muy abiertos, fijos como los de un muerto.

Su miedo le atemorizó. Era contagioso como un bostezo. ¿Y si sufría un ataque de histeria? Con extrema cautela, Archery prosiguió:

– ¿Por qué ha ocultado sus obras? Podían haberlas publicado o representado en el teatro. Es posible incluso que él hubiera alcanzado la fama póstuma.

Ella no respondió, pero ahora ya sabía lo que debía hacer, la respuesta le llegó como un regalo del cielo. Sólo tenía que seguir hablando, suave y sugestivamente. Las palabras fluyeron con facilidad, los tópicos y los clichés, las alabanzas a unas obras que jamás había visto y que no tenía motivo para creer que le gustasen; afirmaciones y promesas infundadas que, tal vez, no pudiese cumplir jamás. Durante todo ese tiempo no apartó sus ojos de ella, como un hipnotizador, asintiendo con la cabeza cuando ella lo hacía y cuando, por fin, en los temblorosos labios de la señora Kershaw se dibujó la huella de una sonrisa, él correspondió con otra.

– ¿Podría verlas? -se atrevió a decir-. ¿Querría usted enseñarme las obras de John Grace?

Archery contuvo la respiración mientras, con tortuosa lentitud, ella se subía encima de un taburete para alcanzar la última estantería. Los escritos de Grace estaban dentro de una gran caja de cartón de una tienda de ultramarinos, que anteriormente debió contener latas de melocotón. La cogió con una extraña reverencia, tan concentrada en su valioso tesoro que dejó caer al suelo las revistas apiladas encima.

Habría una docena de semanarios, pero la mirada de Archery se quedó clavada en una de las portadas, como si le hubiesen arrojado ácido a los ojos. Dejó de mirar la fotografía de aquel hermoso rostro, con el pálido cabello semioculto bajo un sombrero adornado con rosas de junio y esperó a que la señora Kershaw hablase, sus palabras le rescataron de su turbación y su tristeza.

– Supongo que fue Tess quien se lo dijo -susurró ella-. Era nuestro secreto. -Abrió la tapa de la caja para que él pudiese leer las palabras de la primera página del manuscrito: El rebaño. Oración en forma de drama, de John Grace-. Si usted me lo hubiese pedido antes se las habría enseñado. Tess me dijo que debía mostrárselas a cualquiera que se interesase por ellas y que… que pudiese comprenderlas.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse él logró retener la mirada trémula de Irene Kershaw en la suya. Sabía que sus pensamientos se traslucían en su mirada, y ella debió leerlos, pues le tendió la caja y dijo:

– Aquí las tiene. Puede quedárselas. -Asustado y avergonzado, retiró las manos y retrocedió. De repente, entendió cuáles eran las intenciones de la señora Kershaw, le entregaba como pago la más valiosa de sus posesiones-. Pero no me haga preguntas. -Dejó salir un débil quejido-. ¡No me pregunte sobre él!

Archery se cubrió impulsivamente los ojos con las manos, la mirada de Irene Kershaw se le hacía insoportable.

– No tengo derecho a juzgarla -murmuró.

– Sí, sí… está bien. -Le tocó en el hombro con firmeza, como si hubiese recuperado las fuerzas-. Pero no me pregunte sobre él. Mi esposo me dijo que usted quería saberlo todo acerca de Painter, Bert Painter, mi primer marido. Le diré todo lo que recuerdo de él, cualquier cosa que quiera saber.

Su juez y su torturador… Era mejor una rápida puñalada certera que este atroz e interminable sufrimiento. Apretó los puños hasta sentir el dolor de su dedo herido y la miró por encima de las hojas amarillentas del poema.

– No quiero saber nada más de Painter -dijo-. No es él quien me interesa. Sólo me interesa el padre de Tess… -Ni sus sollozos ni la mano que apretaba su brazo desesperadamente pudieron detenerle-. Y desde anoche sé -prosiguió en voz baja -que Painter no pudo ser su padre.

18

… Como tendrás que responder de

tus acciones el temido día del juicio

final, cuando los secretos de todos los

corazones sean desvelados…

La solemnización del matrimonio

Ella lloraba en el suelo. Para Archery, que permanecía impotente a su lado, el verla sobrepasar todos los límites del convencionalismo hasta el punto de estar boca abajo en el suelo, sacudida por los sollozos, era la prueba de la envergadura de su desmoronamiento. Archery nunca había sentido una desesperación tan profunda. Con una ansiedad que rayaba en el pánico, se compadeció de aquella mujer que se deshacía en lágrimas, como si fuese la primera vez que llorase.

No pudo calcular cuánto tiempo podía durar su postración. En la habitación, que disponía de todo lo necesario para llevar lo que se conoce como una «vida cómoda», no había ningún reloj y él se había quitado el suyo para poder sujetar la venda del dedo a la muñeca. Cuando empezaba a creer que aquel llanto no iba a acabar nunca, ella se incorporó de pronto y luego se dejó ir como un animal apaleado.

– Señora Kershaw… -dijo él-. Señora Kershaw, perdóneme.

Ella se levantó despacio, respirando con dificultad. Su vestido de algodón estaba arrugado como un trapo viejo. Le dijo algo pero él no pudo entenderla y entonces descubrió lo que le sucedía: se había quedado sin voz.

– ¿Puedo traerle algo? ¿Un vaso de agua, un poco de brandy?

Ella movió negativamente la cabeza, como si ésta no formase parte de su cuerpo y fuese algo independiente de él que giraba sobre un pivote.

– No bebo -dijo con voz ronca.

En ese momento Archery tuvo la certeza de que nada podría atravesar aquella coraza de respetabilidad. Ella se desplomó en el sillón que había ocupado antes, dejando colgar fláccidamente los brazos a los lados. Cuando él regresó de la cocina con un vaso de agua, ella se había recuperado lo suficiente como para tomar un sorbo y secarse, con la finura de costumbre, las comisuras de los labios. Él no se atrevió a hablar.

– ¿Tendré que decírselo a ella? -Hablaba con voz grave, pero ya no ronca-. ¿Tendré que decírselo a mi Tessie?

Archery no se atrevió a confesarle que Charles se lo habría contado ya.

– Hoy día, eso no es nada -dijo, refutando las enseñanzas de dos milenios de su fe con una sola frase-. Esas cosas ya no tienen importancia. Ahora cuénteme todo lo que sabe.

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