– En efecto -dijo Wexford-. Los dos motivos son plausibles. Y también puede ser que, cuando Liz salió de la farmacia y volvió a Glebe Road, la señora Crilling tuviese miedo de pedir otra receta y Liz, en la desesperación del síndrome de abstinencia, la estrangulase.
– ¿Puedo verla?
– Me temo que no. Empiezo a comprender lo que ella vio hace dieciséis años y lo que le contó a usted anoche.
– Después de hablar con ella fui a ver al doctor Crocker. Quiero que vea esto. -Archery le entregó la carta del coronel Plashet y le señaló en silencio la página reveladora con su dedo vendado-. Pobre Elizabeth -murmuró-. Quería regalarle a Tess uno de sus vestidos por su quinto cumpleaños. A menos que Tess haya cambiado mucho desde entonces, no creo que ese regalo hubiese significado mucho para ella.
Wexford leyó la carta, cerró brevemente los ojos y sonrió:
– Entiendo. -Dijo con calma mientras volvía a meterla en el sobre.
– Tengo razón, ¿no es cierto? ¿No estoy tergiversando las cosas, creándome falsas ilusiones? Verá, ya no me fío de mi propio juicio. Necesito la opinión de un experto en deducción. Estuve en Forby y vi la fotografía, tengo la carta y he hablado con el doctor. Si usted tuviese las mismas pistas, ¿no habría llegado a la misma conclusión?
– Es usted muy amable, señor Archery. -Wexford sonrió irónicamente-. Recibo más quejas que cumplidos. Bueno, en cuanto a las pistas y a las conclusiones, estoy de acuerdo, pero yo lo habría averiguado mucho antes.
»Mire -continuó-, todo depende de lo que uno esté buscando y, de hecho, señor, usted no sabía lo que estaba buscando. Usted estaba empeñado en desmentir algo frente a, bueno, como usted mismo ha dicho, la deducción de profesionales. Lo que ha descubierto conduce al mismo punto que teníamos. Es decir, para usted y su hijo. Pero no ha cambiado el statu quo para la justicia. Nosotros nos habríamos asegurado, desde el principio, de que sabíamos exactamente lo que estábamos buscando, es lo elemental. Cuando uno llega a este punto, importa muy poco quién ha cometido el crimen. Pero usted lo miraba a través de una lente que le venía grande.
– Una lente demasiado oscura -dijo Archery.
– No me gustaría estar en su lugar en su próxima entrevista.
– Es curioso -dijo Archery pensativamente, mientras se levantaba- que partiendo de opiniones opuestas, al final los dos tengamos la razón.
Wexford le había dicho que tendría que volver. Él procuraría que sus visitas fuesen breves, sólo abriría los ojos cuando estuviese dentro del edificio del otro lado de la calle: el juzgado, y sólo hablaría para hacer su declaración. Archery había leído historias de personas conducidas a lugares desconocidos, con los ojos vendados y en vehículos herméticos para que no pudiesen reconocer los lugares que atravesaban. En su caso, la presencia de aquellos que su fe le permitía amar legítimamente sería la que le protegería de los recuerdos: Mary, Charles y Tess serían su antifaz y su capucha. Seguramente, no volvería nunca a esta habitación. Se volvió para mirarla por última vez, pero si pensaba que habría dicho la última palabra, estaba muy equivocado.
– Ambos estábamos en lo cierto. Yo con la razón y usted con la fe -dijo Wexford, mientras le daba un suave apretón de manos. Añadió-: Después de todo, no se podría haber esperado otra cosa.
Ella les abrió la puerta con cuidado, a regañadientes, como si esperase encontrar unos gitanos o un vendedor de cepillos de una marca desconocida.
– Perdone la interrupción, señora Kershaw -dijo Archery con exagerada cordialidad-. Charles quería ver a Tess y como nos venía de camino…
Es difícil dar la bienvenida a las visitas, incluso a las inoportunas, sin esbozar una sonrisa, pero Irene Kershaw no sonrió, sino que masculló algunas frases de las que Archery pudo descifrar alguna que otra palabra como: «agradable sorpresa», «inesperada», y «muy atareada». Él y su hijo consiguieron entrar en el vestíbulo, pero casi tuvieron que empujarla para que se apartase a un lado y les dejase pasar. Las mejillas de la señora Kershaw se encendieron y, recuperando la coherencia, le dijo a Charles:
– Tess ha salido un momento a comprar unas cosas para sus vacaciones. -Archery advirtió que estaba enfadada y no encontraba la forma de expresar su cólera ante unas personas adultas y de otra clase social-. Os habéis peleado, ¿no es cierto? ¿Qué es lo que pretendes? ¿Romperle el corazón? -¡Vaya!, por fin demostraba tener emociones, pero una vez que las manifestaba, parecía incapaz de controlarlas. Se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¡Oh, querido…! no quería decir eso.
Archery se lo había explicado todo a Charles en el coche. Él debía encontrar a Tess y contárselo cuando estuvieran solos.
– Podrías bajar la cuesta. Charles, y esperar a que Tess vuelva de las tiendas. Te agradecerá que le eches una mano con los paquetes -dijo.
Charles vaciló, posiblemente porque no sabía cómo afrontar la acusación de la señora Kershaw y se resistía a volver a mencionar la expresión: «romperle el corazón». Entonces, dijo:
– Voy a casarme con su hija. Es lo que siempre he deseado.
La señora Kershaw palideció y, ahora que ya no había motivo para llorar, las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Bajo otras circunstancias, Archery se hubiera sentido incómodo. En ese momento se dio cuenta de que la disposición actual de la madre de Tess, sus lágrimas y aquel tibio resentimiento -que era probablemente la única manera que ella conocía de manifestar su pasión- la harían más receptiva a lo que él tenía que decirle. Una tigresa cansada se escondía bajo ese insulso y mediocre exterior, una hembra capaz de saltar sólo cuando sus crías estaban en peligro.
Charles salió por la puerta principal. Cuando se quedaron a solas, Archery se preguntó dónde estarían los demás niños y cuándo regresaría Kershaw. Al igual que la última vez que estuvo en compañía de aquella mujer, no encontraba palabras con que expresarse. Ella tampoco hizo nada por ayudarle, sino que permaneció de pie, rígida e inexpresiva, enjuagándose las lágrimas con la yema de los dedos.
– ¿No sería mejor que nos sentáramos? -Archery hizo un vago gesto hacia la puerta de cristal-. Me gustaría charlar con usted, aclarar las cosas, yo…
Ella se recuperaba rápidamente, refugiándose en su respetabilidad.
– ¿Puedo ofrecerle una taza de té? -preguntó.
Archery no podía permitir que se evadiese, escudada en una conversación banal ante una taza de té.
– No, gracias. No, de verdad… -respondió.
La siguió al salón. Allí estaban los libros, los Reader’s Digest, los diccionarios y las obras sobre pesca de altura. El retrato de Jill colocado sobre el caballete ya estaba acabado, pero Kershaw había incurrido en el error de aficionado de no saber cuándo detenerse, y había arruinado el parecido con los últimos retoques. En el jardín, que se extendía ante él tan irreal como un tapiz bordado en colores chillones, los geranios Crampel tenían un color tan vivo que le deslumbraban.
La señora Kershaw se sentó protocolariamente y se plisó la falda sobre las rodillas. Llevaba un vestido de algodón, a pesar de que había vuelto a hacer frío. Archery pensó que ella era de ese tipo de mujeres que hasta que no están seguras de que ha llegado el buen tiempo siguen vistiendo ropa de invierno y, cuando empieza a hacer menos calor y amenaza tormenta, aún sacan el vestido fino, cuidadosamente planchado.
Había vuelto a enhebrar las perlas. Levantó la mano y enseguida la volvió a bajar, sin ceder a la tentación de tocarlas. Sus miradas se cruzaron y ella dejó escapar una risita nerviosa, tal vez consciente de que había delatado su pequeño vicio. Él suspiró para sus adentros, pues su rostro ya no mostraba signos de la turbación anterior, sino el natural desconcierto de una anfitriona que ignora el propósito de una visita y es demasiado discreta para peguntarlo.
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