Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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– Me gustaría que me contase algo más sobre su niñez, señorita Primero…

– Oh, sí. (No llores, cielo. Tiene gases, querida.) En realidad, no recuerdo nada más de mi abuela. Mi madre volvió a casarse cuando yo tenía dieciséis años. Eso es lo que le interesa, ¿no es cierto?

– Desde luego.

– Bueno, como acabo de decir, mi madre volvió a casarse, y ella y mi padrastro querían que nos fuésemos a vivir a Australia. (¡Así es, sácalo! Bien, eso está mejor.) Pero yo no quise ir. Isabel y yo íbamos al colegio todavía, así que mí madre aguantó un par de años más y luego ella y su marido se marcharon sin nosotras. Bueno, era su vida, ¿no? Yo quería ir a una escuela superior, pero tuve que olvidarlo. Isabel y yo nos quedamos con la casa, ¿no es así, querida? Y nos pusimos a trabajar. (¿Mi chiquitín se va a echar un sueñecito?)

Era una historia bastante anodina, fragmentada y muy sucinta. Charles tuvo la impresión de que se quedaban muchas cosas en el tintero. Ella no había mencionado los apuros y las privaciones que seguramente habrían pasado. El dinero podía haber cambiado la situación de las dos hermanas, pero Ángela, al igual que su hermano, tampoco había dicho nada al respecto.

– Isabel se casó hace dos años. Su marido trabaja en Correos. Yo soy secretaria en un periódico. -Arqueó las cejas, sin sonreír-. Tendré que preguntarles si han oído hablar de usted.

– Sí, hágalo -dijo Charles con una complacencia que no sentía. Tenía que abordar el tema del dinero, pero no sabía cómo. La señora Fairest trajo una cuna de la otra habitación, acostaron al bebé y luego las dos se inclinaron sobre él y le acunaron con ternura. Aunque era casi medio día, ninguna de ellas le había ofrecido una copa o una simple taza de café. Charles pertenecía a una generación acostumbrada a tomar tentempiés a todas horas; una taza de esto, un vaso de lo otro, picar algo de la nevera… Seguramente, ellas también. Recordó entonces la hospitalidad de Roger. La señora Fairest levantó la vista y, con voz suave, dijo:

– Me encanta venir aquí. Es tan tranquilo. -Arriba, continuaba el zumbido de la aspiradora-. Mi marido y yo sólo tenemos una habitación. Es bonita y espaciosa, pero hay mucho ruido los fines de semana.

Charles sabía que era una impertinencia, pero no tenía alternativa.

– Me sorprende que su abuela no les dejara nada en herencia.

Ángela Primero se encogió de hombros. Arropó al bebé con la manta, se enderezó y, con voz áspera, dijo:

– Así es la vida.

– ¿Se lo cuento, querida? -Isabel Fairest tocó su brazo y la miró tímidamente a la cara, esperando su consejo.

– ¿Para qué? Es algo que a él no le interesa. -Miró fijamente a Charles y luego, con inteligencia, añadió-: No se pueden publicar ese tipo de cosas en un periódico. Es difamación.

¡Maldita sea! ¿Por qué no habría dicho que era de Hacienda? Si lo hubiera hecho, podría haber abordado el tema del dinero sin preámbulos.

– Pero creo que la gente debe saberlo -dijo la señora Fairest, mostrando más entereza de la que él la hubiera creído capaz-. De veras, querida, siempre he pensado así, desde que me enteré. Creo que la gente debe saber cómo se ha portado él con nosotras.

Charles guardó su cuaderno ostensiblemente.

– Esto es confidencial, señora Fairest.

– ¿Ves, querida? No va a contar nada. Aunque me da igual si lo hace. La gente debería de saber más cosas sobre Roger.

Se había ido de la lengua. Los tres respiraban entrecortadamente. Charles fue el primero en controlarse y logró sonreír con calma.

– Bueno, se lo contaré. ¡Si lo publica usted en su periódico y me mandan a la cárcel, me da lo mismo! La abuela Rose dejó diez mil libras y todos deberíamos haber recibido una parte, pero no fue así. Roger (nuestro hermano) se quedó con todo. Yo no entiendo por qué, pero Ángela lo sabe mejor. Mi madre tenía un amigo que era procurador en el mismo bufete donde trabajaba Roger, y nos dijo que podíamos intentar llevar el caso ante los tribunales, pero mamá se negó porque le parecía terrible tener que demandar a su propio hijo. Nosotras sólo éramos unas niñas y no podíamos hacer nada, desde luego. Mamá decía que Roger nos ayudaría, aunque legalmente no tuviera que hacerlo, tenía una obligación moral, pero no fue así. Él seguía aplazando su ayuda y finalmente, mamá se peleó con él. No le hemos visto desde que yo tenía diez años y Ángela once. Ahora, si le encontrase por la calle, no lo reconocería.

Era un relato enigmático. Los tres eran nietos de la señora Primero y si ella no hizo testamento, tenían el mismo derecho a heredar una parte de su dinero. Y a él le constaba que efectivamente la señora Primero no lo había hecho.

– Mire, no quiero ver todo esto publicado en su periódico -dijo Ángela Primero de repente.

«¡Qué lástima! hubiera sido una buena profesora -pensó Charles-, pues es cariñosa con los niños pequeños, y tiene carácter cuando hace falta.»

– No aparecerá nada de esto -dijo, sin faltar a la verdad.

– Verá, más vale que sea así. Nosotras, simplemente, no pudimos hacer frente a una demanda judicial. Además, no hubiésemos tenido ninguna posibilidad de ganar. Según la ley, Roger tenía derecho a quedarse con todo. La verdad es que sí mi abuela hubiese muerto un mes más tarde, hubiera sido todo muy diferente.

– No acabo de entenderlo -dijo Charles. Le costaba disimular su exaltación.

– ¿Conoce usted a mi hermano?

Charles asintió y seguidamente negó con la cabeza. Ella lo miró con recelo. Acto seguido, hizo un gesto dramático. Cogió a su hermana por los hombros y la empujó hacia delante, poniéndola frente a él.

– Él es pequeño y moreno -dijo ella-. Fíjese en Isabel, míreme a mí. No nos parecemos, ¿no es cierto? No parecemos hermanas, porque no lo somos y Roger tampoco es nuestro hermano. Aunque él es, sin duda, el hijo de mis padres y la señora Primero era su abuela. Mi madre no podía tener más hijos. Esperaron durante once años, y cuando se dieron cuenta de que era imposible, me adoptaron a mí y un año después, a Isabel.

– Pero… yo… -tartamudeó Charles-. Ustedes fueron adoptadas legalmente, ¿no es cierto?

Ángela Primero había recobrado la compostura. Rodeó con el brazo a su hermana que había empezado a llorar.

– En efecto, fuimos adoptadas legalmente. Daba lo mismo. Los hijos adoptados no pueden heredar cuando el difunto muere sin hacer testamento; o así eran las cosas en septiembre de 1950. Ahora, sí. Por aquel entonces, estaban a punto de aprobar un decreto y, el 1 de octubre de 1950, se convirtió en ley. ¡Qué mala suerte la nuestra!, ¿no le parece?

En la fotografía colocada en la ventana de la agencia inmobiliaria, Victor’s Piece aparecía engañosamente atrayente. Quizá el agente hubiese perdido ya la esperanza de venderla por un valor superior al del solar, porque cuando Archery solicitó información sobre ella, fue recibido con una aparatosidad casi servil. El clérigo salió de allí con el prospecto, las llaves de la casa y un permiso para verla cuando quisiera.

No divisó ningún autobús, así que regresó caminando a la parada que había al lado del Olive and Dove y esperó en la sombra. Al poco rato, sacó el prospecto de su bolsillo y lo ojeó. «Una espléndida propiedad con carácter -leyó- que sólo requiere un poco de imaginación por parte del propietario para darle un nuevo hálito de vida…» No se hacía mención alguna a la tragedia, ni alusión a la forma violenta en que murió su anterior propietaria.

Pasaron dos autobuses en dirección a Sewingbury y otro con destino a la estación de Kingsmarkham. Archery estaba leyendo todavía, comparando los eufemismos del agente de la inmobiliaria con la descripción de la casa que aparecía en la transcripción judicial que él tenía, cuando un coche plateado se detuvo junto al bordillo.

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