Ruth Rendell - Falsa Identidad

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Un pastor anglicano se pone en contacto con el detective Wexford para investigar un caso resuelto quince años atrás. Arthur Painter, chofer y jardinero de una acaudalada dama, asesinó a su anciana patrona por dinero. Aunque el sacerdote actúa por motivos personales muy lícitos, el inspector jefe no está dispuesto a dar su brazo a torcer y ratifica que condenó al auténtico responsable del homicidio. Pero a medida que el tenaz religioso comunique al policía nuevas pesquisas y hable con distintos testigos, se irá desvelando una oscura trama de intereses económicos que apunta a uno de los miembros de la familia de la víctima como principal beneficiario de su muerte. Al final, Wexford no podrá continuar haciendo oídos sordos a las dudas que se ciernen sobre su primer caso criminal…

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Charles se sobresaltó. Archery le lanzó una mirada triunfal.

– Siempre le dan esperanzas y luego se quedan en nada -prosiguió como si tal cosa-. A su padre le pasaba exactamente lo mismo. El pobre enfermó de tuberculosis en la flor de la edad y murió sólo seis meses después. -Archery retrocedió cuando ella se volvió bruscamente hacia él-. ¿Dónde demonios se han metido esas dichosas camareras?

Una mujer vestida con un uniforme verde en cuya solapa se leía la palabra «Gerente» bordada salió de la cocina. Cuando estuvo cerca de ellos, miró a la señora Crilling con expresión de fastidio y le espetó:

– Le dije que no volviese más por aquí, señora Crilling, si no aprendía a comportarse. -Sonrió fríamente a Archery-. ¿Qué quiere tomar, señor?

– Tres cafés, si es tan amable.

– El mío solo, por favor -dijo Charles.

– ¿De qué estaba hablando?

– De su hija -le recordó Archery con optimismo.

– ¡Oh, sí! Mi nena. No me explico cómo ha tenido tan mala suene, porque cuando era pequeña todo iba miel sobre hojuelas. Verán, yo tenía una íntima amiga que adoraba a mi nena. Y estaba forrada, tenía sirvientes y de todo…

Les sirvieron los cafés, unos expresos con crema.

– Puede traerme un poco de azúcar blanco -dijo la señora Crilling con mal humor-. Esta porquería me revuelve el estómago. -La camarera se marchó furiosa, volvió con otro azucarero y lo tiró encima de la mesa. La señora Crilling soltó un pequeño chillido y, en cuanto la muchacha se alejó exclamó-: ¡Zorra estúpida!

Luego volvió al tema:

– Mi amiga era muy vieja e, indiscutiblemente, ya no estaba en su sano juicio. Senilidad, le llaman. Me solía decir, una y otra vez, que quería hacer algo por mi nena. Yo no le hacía mucho caso, desde luego, me repugnaba entrometerme en los asuntos de los demás. -Se detuvo y, acto seguido, echó cuatro cucharaditas de azúcar en su café.

– ¡Naturalmente! -dijo Charles-. Lo último que se podría decir de usted es que es una entrometida, señora Crilling.

Ella sonrió, complacida, y para regocijo de Archery, se inclinó por encima de la mesa y palmeó la mejilla de Charles.

– Es usted un sol -dijo-. Muy amable y comprensivo. -Respiró hondo y fue al grano-: No obstante, se tiene que velar por la familia. No insistí sobre la cuestión, hasta que el doctor me dijo que a mi marido sólo le quedaban seis meses de vida. Sin seguro, pensé desesperada, sin pensión. Me imaginé en la necesidad de abandonar a mi nena en la puerta de un orfanato.

Archery por su parte, era incapaz de imaginárselo. En aquel entonces, Elizabeth era una robusta niña de cinco años.

– Siga, por favor -dijo Charles-. Es muy interesante.

– «Debe hacer testamento», le aconsejé a mi amiga. «Puedo ir inmediatamente a por los documentos necesarios. Mil o dos mil libras significarían la salvación de mi nena. Ella ha sido la alegría de sus últimos años y, en cambio, ¿qué han hecho sus nietos por usted?» Malditos sean, pensé.

– Pero su amiga no llegó a hacer testamento -dijo Archery.

– ¿Qué sabe usted de eso? Déjeme que le cuente mi versión. Eso fue alrededor de una semana antes de su muerte. Yo había conseguido los impresos semanas atrás, y durante todo ese tiempo mi marido se iba debilitando, se había convertido en una sombra de lo que fue. Pero ¿cree que ella los rellenó? No, la vieja tonta. Me vi obligada a utilizar toda mi capacidad de persuasión. Cada vez que yo le decía algo esa criada chiflada ponía trabas. Entonces, la sirvienta (se llamaba Flower) cogió un buen resfriado y tuvo que guardar cama. «¿Ha vuelto a pensar en poner en orden sus asuntos?», le pregunté a mi amiga como si tal cosa. «Tal vez deba hacer algo por Lizzie», me dijo, y yo pensé: ésta es mi oportunidad.

»Atravesé la calle como un rayo. Como yo no quería firmar como testigo, ya que mi nena iba a ser la beneficiaría, llamé a la señora White, mi vecina, que vino a la casa acompañada por la señora que le ayudaba con la limpieza. Estaban encantadas. Aquello suponía un poco de emoción en sus aburridas vidas.

Archery estuvo a punto de decir: «Pero la señora Primero murió sin hacer testamento.» Pero no se atrevió. Cualquier insinuación sobre lo que él sabía quizá interrumpiese sus confesiones.

– Bueno, escribimos el testamento. Me gusta mucho leer, señor Archery, por eso pude redactarlo en los términos más correctos. «La sangre es más espesa que el agua», decía mi vieja amiga (desvariaba), sin embargo puso por escrito que sus nietos recibirían quinientas libras cada uno y le dejaría ocho mil a mi nena, que quedarían a mi cargo hasta que ella cumpliese veintiún años, y el resto era para esa mujer, Flower. Mi amiga lloraba amargamente. Creo que se dio cuenta de lo mezquino que había sido no hacerlo antes.

»Y eso es todo. Acompañé a la señora White y a la otra señora hasta la puerta: ¡qué tonta fui!, aunque no lo sabía en aquel momento. Le dije a mi amiga que pondría el testamento en un lugar seguro, y lo hice. Ella no tenía que mencionarlo a nadie. Y, ¿pueden creerlo?, una semana más tarde pasó a mejor vida.

Charles dijo inocentemente:

– ¡Vaya comienzo para su hija, señora Crilling!, fuesen cuales fuesen los infortunios que sufriera después.

El muchacho se sobresaltó cuando ella se levantó repentinamente. Su rostro estaba tan pálido como aquel día en el juzgado y sus ojos llameaban.

– Toda la ayuda que recibió -dijo en voz ahogada- vino de los familiares de su difunto padre. Era caridad, simple caridad. «Envíame las facturas de la escuela, Josie», me decía su tío. «Las pagaré directamente, y su tía la acompañará a comprar el uniforme. Si crees que necesita tratamiento para los nervios su tía la acompañará a Harley Street, también.»

– Pero ¿qué hay del testamento?

– ¡Ese maldito testamento! -gritó la señora Crilling-. No era legal. Me enteré cuando mi amiga ya estaba muerta. Lo llevé directamente a Quadrants, un gabinete de procuradores de High Street. Por aquel entonces, el viejo señor Quadrant aún vivía. «¿Quién ha hecho todos estos cambios?», me preguntó. No sabía de qué me hablaba, así que le eché un vistazo ¡y allí estaban!, la vieja estúpida había garrapateado un sinfín de notas adicionales mientras yo acompañaba a la señora White hasta la puerta principal. Había añadido algunas cosas y tachado otras. «Estos cambios lo invalidan», dijo el señor Quadrant. «Los testigos tienen que firmarlos, o codicilarlos. Podría disputarlo en los tribunales», me dijo, mirándome de arriba abajo con aprensión, pues sabía que yo no tenía dinero. «Pero no creo que tenga muchas posibilidades.»

Ante el horror de Archery la señora Crilling comenzó a soltar una sarta de obscenidades, muchas de las cuales no había oído nunca antes. La gerente se acercó y la cogió por el brazo.

– Usted se va a la calle. No podemos tolerar ese tipo de lenguaje aquí.

– ¡Dios mío! -dijo Charles, después de que la echaran. Ahora te comprendo.

– Tengo que confesar que su lenguaje me intimidó un poco.

Charles se rió.

– No está hecho para tus oídos.

– No obstante, fue muy ilustrativo. ¿Todavía quieres ir a ver a Primero?

– ¿Por qué no?

Archery tuvo que esperar un buen rato en el pasillo, frente al despacho de Wexford. Justo cuando empezaba a pensar que tendría que marcharse y volver más tarde, se abrieron las puertas de la comisaría y entró un hombre menudo de ojos alegres, acompañado por dos policías de uniforme. Evidentemente, se trataba de algún criminal habitual en aquel lugar, porque todos los presentes parecían conocerle y contemplarle con irónica diversión.

– No soporto estas chironas modernas -comentó con insolencia al sargento de la comisaría. Wexford salió en ese momento de su despacho y se acercó al mostrador, ignorando la presencia de Archery-. Prefiero las antiguas. Tengo una mente sórdida, ése es mi problema.

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