– Buenas tardes, señor Archery -dijo Imogen Ide.
Hasta ahora él apenas había notado lo hermoso que era el día, el azul intenso del cielo, lo maravilloso que era disfrutar de un día como aquél en tus vacaciones. Ella sonrió.
– ¿Sería usted tan amable de abrir la puerta de mi coche?
Como un niño, él se apresuró a cumplir la orden. Perro, el caniche, estaba sentado en el asiento delantero, y cuando Archery puso la mano en la puerta gruñó, enseñando los dientes.
– No seas tonto -dijo ella al perro, y lo hizo pasar al asiento trasero-. Voy a llevar estas flores al cementerio de Forby. La familia de mi marido tiene una especie de panteón. Auténticamente feudal. Está en la ciudad, así que me ofrecí a hacerlo. Hay una iglesia antigua muy interesante. ¿Ha tenido usted la oportunidad de visitar la zona?
– Muy poco, me temo.
– Quizá no le interesen los trifolios, los baptisterios y ese tipo de cosas.
– ¡Muy al contrario!, se lo aseguro. Si dice usted que merece la pena visitarla, cogeré el coche y me acercaré a Forby esta tarde.
– ¿Por qué no viene ahora conmigo?
Él estaba esperando que le invitase y se sintió un tanto avergonzado por ello. No obstante, ¿por qué tenía que sentir vergüenza? Al fin y al cabo, estaba de vacaciones y en vacaciones se trataban amistades fácilmente. Él ya conocía a su marido y era una pura coincidencia que no estuviese ahí en ese momento. Si hubiese sido así, Archery hubiese aceptado sin remordimientos de conciencia. Además, en estos tiempos no se miraba con malos ojos que un hombre diese un pequeño paseo con una mujer. ¿Cuántas veces había recogido él en su coche a la señorita Baylis en Thringford para llevarla a Colchester, a hacer la compra? Había una diferencia de edad mucho mayor entre él e Imogen Ide, que la que existía respecto a la señorita Baylis. Aquélla no podía tener más de treinta años. Él podría ser su padre. De repente, deseó no haber pensado en eso, porque las cosas, vistas desde esa perspectiva, se presentaban poco agradables.
– Es usted muy amable -dijo él-. Será un placer para mí acompañarla.
Ella conducía con destreza. Por una vez a Archery no le importó no estar al volante. Era un coche precioso, un Lancia Flavia plateado, que se deslizaba casi sin ruido por las carreteras sinuosas. Todo estaba tranquilo, y sólo se cruzaron con dos coches. Los campos eran de color verde brillante o amarillo pálido donde se había cosechado el heno, y entre ellos y la franja oscura del bosque corría un arroyo de aguas relucientes.
– Ése es el Kingsbrook -dijo ella-, el mismo que pasa por debajo de High Street. ¿No le parece extraño? El hombre es capaz de hacer cualquier cosa, mover montañas, irrigar desiertos, pero no puede detener el flujo del agua. Puede construir presas, canalizarla, hacerla pasar por tuberías, construir puentes para atravesarla… Él, mientras tanto, la observaba, recordando con asombro que ella había sido modelo. Imogen tenía los labios entreabiertos y la brisa hacía ondear su cabello-. Pero el agua sigue brotando de la tierra y encontrando el camino hacia el mar.
Él no respondió y deseó que ella hubiera advertido su gesto de asentimiento. Se acercaban a un pueblo. Había una media docena de cottages y varias casas grandes alrededor de un extenso campo común, una pequeña fonda y, a través del follaje, Archery pudo distinguir el perfil de una iglesia.
Se entraba al camposanto por una verja. Él, cargado con las rosas, iba siguiendo a Imogen. El lugar era sombreado y fresco, pero estaba descuidado y algunas de las lápidas más antiguas se habían caído hacia atrás y estaban semiocultas por una maraña de ortigas y zarzas.
– Por aquí -dijo ella, tomando el camino de la izquierda-. No se debe dar la vuelta a una iglesia en sentido opuesto a las agujas del reloj. Dicen que trae mala suerte.
Tejos y encinas bordeaban el camino. El suelo era arenoso, sin embargo, estaba cubierto de musgo y delicadas matas de arenaria. Era una iglesia milenaria, construida con troncos de haya desbastados. Su belleza radicaba en su antigüedad.
– Es una de las primeras iglesias de madera del país.
– Hay una parecida en mi condado -dijo Archery-. En Greensted. Creo que se remonta al siglo ix.
– Ésta también es del siglo ix, más o menos. ¿Le gustaría ver la mirilla de los leprosos?
Se pusieron de rodillas uno al lado del otro, se inclinaron hacia delante y él miró por el pequeño hueco triangular que había al pie de la pared de troncos. Aunque no era la primera vez que había visto este tipo de rejillas en una iglesia, el clérigo se entristeció pensando en los proscritos y los impuros que habrían llegado hasta ella y habrían tenido que escuchar la misa y recibir la hostia, que según algunos es el cuerpo de Cristo, desde un lugar tan marginado. Todo esto le hizo pensar en Tess, también proscrita, condenada como el leproso a una enfermedad inmerecida. En el interior, pudo ver una pequeña nave lateral de piedra, bancos de madera y un pulpito labrado con rostros de santos. Le recorrió un escalofrío y, a su lado, sintió como ella también temblaba.
Sus cuerpos casi se tocaban bajo las ramas del tejo. Él tuvo la extraña sensación de que estaban solos en el mundo y unas fuerzas ocultas les habían empujado hasta ese lugar por avalares del destino. Archery levantó la vista y, al volverse hacia ella, tropezó con su mirada. Él había esperado ver una sonrisa, sin embargo el semblante de Imogen era grave, en él había una mezcla de asombro y de miedo. Sin analizarlo, él sintió que compartía la emoción reflejada en los ojos de ella. El perfume de las rosas era embriagador, fresco e insoportablemente dulce.
El anquilosamiento de sus rodillas apaciguó sus alborotadas emociones y le obligó a ponerse en pie. Durante un breve momento se había sentido como un niño, pero, como suele ocurrir, su cuerpo le traicionó.
– ¿Por qué no entra a echar un vistazo mientras pongo las flores en la tumba? No tardaré mucho -propuso ella con entusiasmo forzado.
Archery entró en la nave silenciosa y se paró frente al altar. Su mirada era tan fría y tan desinteresada que cualquier persona que le observase le hubiese tomado por un ateo. Volvió sobre sus pasos para examinar la modesta pila bautismal y leer las inscripciones de las placas que había en la pared, depositó dos medias coronas en el cepillo de la colecta y firmó en el libro de visitantes. Le temblaba tanto la mano que su firma parecía la de un anciano.
Cuando Archery salió de nuevo al camposanto no pudo encontrarla. Las inscripciones de las piedras sepulcrales más antiguas habían sido borradas por el paso de los años y las inclemencias del tiempo. Se dirigió a la parte nueva y empezó a leer los mensajes de despedida de los familiares a sus difuntos.
Al llegar al final del camino, donde un seto separaba el cementerio de los campos, un nombre familiar le llamó la atención. Grace, John Grace. Meditó, intentando hacer memoria. No era un nombre muy común y, hasta no hacía mucho lo había asociado con el legendario jugador de críquet. ¡Claro!, el ruego de aquel joven que yacía moribundo en la calle le había recordado a Wexford otra tragedia parecida. El inspector le contó aquel suceso en el juzgado. «Fue hace más de veinte años…»
Archery leyó la inscripción para confirmarlo.
A la sagrada memoria de John Grace
que dejó esta vida
el 16 de febrero de 1945
a la edad de veintiún años.
Ve, pastor, y descansa en paz;
tu vida ha llegado a su fin.
El cordero de Dios acoge
a los pastores en su aprisco.
«Un pensamiento hermoso», pensó Archery. Podría ser una cita, pero no la reconoció. Al volverse vio que Imogen Ide venía en su dirección. Las sombras de las hojas bailaban en su rostro y dibujaban formas en su cabello como si estuviera cubierto por un velo de encaje.
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