Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Me he ocupado de eso. Karen y Gerry han salido para intentar localizarles. Se habrá fijado en que no hemos pasado por delante de ninguna casa al venir hacia aquí.

Wexford fue al otro lado de la mesa, vaciló, se acercó más que antes al cuerpo de Davina Flory. Su abundante cabello oscuro, veteado de blanco, se desparramaba como zarcillos manchados de sangre. El hombro de su vestido, de seda roja y ajustado a su delgada figura, tenía una enorme mancha negruzca. Tenía las manos sobre el mantel teñido de sangre en la postura de alguien que está en una sesión de espiritismo. Eran unas manos preternaturalmente largas como raras veces se ven excepto en las mujeres orientales. La edad las había deteriorado poco, o quizá la muerte ya había encogido las venas. Las manos no lucían adornos, sólo un anillo de boda de oro en la izquierda. La otra se había medio cerrado cuando los dedos se contrajeron y aferraron un puñado de damasco ensangrentado.

Con una creciente sensación de temor, Wexford había retrocedido para absorber más plenamente esta escena de horror y destrucción, cuando la puerta se abrió y entró el patólogo. Unos momentos antes Wexford había oído que se detenía un coche frente a la casa, pero había supuesto que se trataba de Gerry Hinde y Karen Malahyde que regresaban. En realidad era el doctor Basil Sumner-Quist, un hombre que era anatema para Wexford. Éste habría preferido mucho más a sir Hilary Tremlett.

– ¡Oh, Dios mío, Dios mío -exclamó Sumner-Quist-, cuan bajo han caído los poderosos!

El mal gusto, no, peor que eso, una vergonzosa falta de todo gusto caracterizaba al patólogo. En una ocasión, se había referido a una ejecución por agarrotamiento como «una pequeña y sabrosa golosina».

– ¿Supongo que ésta es ella?

Dio un golpecito a la espalda de seda manchada de sangre. La prohibición de tocar los cadáveres era aplicable a todo el mundo excepto a él.

– Eso creemos -respondió Wexford, manteniendo al mínimo el matiz desaprobador de su tono de voz. No le cabía duda de que ya había demostrado suficiente desaprobación por una noche-. Con toda probabilidad ésta es Davina Flory, el hombre de la escalera es su esposo, Harvey Copeland, y suponemos que ésta es su hija. No sé cómo se llamaba.

– ¿Ha terminado? -preguntó Sumner-Quist a Archbold.

– Puedo volver más tarde, señor.

El fotógrafo tomó una última fotografía y salió de la habitación con Archbold y los hombres de la oficina del forense. Sumner-Quist no se demoró. Levantó la cabeza agarrando la masa de cabello oscuro veteado de gris. El cuerpo del patólogo ocultaba la mitad estropeada de este rostro y apareció un perfil noble, una frente majestuosamente alta, una nariz recta, una boca ancha y curvada, todo ello surcado con mil finas líneas y mellas más profundas.

– Le gustaban jovencitos cuando le pescó, ¿no? Ella debía de tener al menos quince años más.

Wexford bajó la cabeza.

– He estado leyendo su libro, la primera parte de su autobiografía. Una vida llena de incidentes, podría decirse. La segunda parte quedará sin escribirse. De todos modos, hay demasiados libros en el mundo, en mi humilde opinión. -Sumner-Quist soltó su estridente risa-. He oído decir que todas las mujeres, cuando se hacen viejas, se convierten en cabras o monos. Ella era un mono, diría yo, ¿usted no? Ni un músculo flojo.

Wexford salió de la habitación. Era consciente de que Burden le seguía pero no se volvió. La rabia que se le había estado formando en el restaurante, que ahora fermentaba por otra causa, amenazaba con explotar.

Dijo con voz fría e inexpresiva:

– Cuando le mate, al menos será el viejo Tremlett quien le haga la autopsia.

– Jenny es una gran admiradora de sus libros -dijo Burden-, los de antropología o como quiera llamarlos. Bueno, supongo que también son políticos. Era una mujer notable. Le regalé a Jenny la autobiografía por su cumpleaños, la semana pasada.

Karen Malahyde entró en el vestíbulo. Dijo:

– No estaba segura de qué hacer, señor. Sabía que usted querría hablar con los Harrison y Gabittas antes de que fuera demasiado tarde, así que les he contado los hechos. Me ha parecido que les pillaba por sorpresa.

– Has hecho bien -dijo Wexford.

– Les he dicho que probablemente usted iría en una media hora, señor. Las casas son dos, adosadas, y están a unos dos minutos por el camino que sale del jardín trasero.

– Enséñamelo.

Ella le acompañó a la parte del ala oeste, después de la ventana rota, y señaló hacia donde el camino rodeaba el jardín y desaparecía en la oscuridad.

– ¿Dos minutos en coche o dos minutos a pie?

– Yo diría que diez minutos a pie, pero le indicaré a Donaldson dónde están.

– Puedes decírmelo a mí, iré a pie.

Donaldson iría después con Barry Vine. Wexford partió por el camino que estaba separado del jardín mediante un alto seto. Al otro lado de éste todo era bosque. Había muy poca niebla allí y brillaba la luna. Fuera del alcance de las lámparas de arco, la luz de la luna bañaba el sendero con una fosforescencia verdosa en la que las coníferas proyectaban negras sombras suaves o plumosas. También negras en contraste con el brillante cielo se veían las siluetas de árboles maravillosos, árboles de muestra plantados décadas atrás, y perceptibles incluso por la noche como fantásticos o extraños por su inmensa altura o las curiosas formaciones de sus hojas o ramas retorcidas. Las sombras que proyectaban eran como letras en hebreo escritas sobre un viejo y manchado pergamino.

Pensó en la muerte y el contraste. Pensó en la fealdad de todas las cosas que sucedían en aquel lugar tan hermoso. De la «completa perfección equivocadamente deshonrada». El recuerdo de aquella sangre salpicando la habitación y la mesa como si se hubiera derramado en ella un bote de pintura le hizo estremecer.

Allí, tan cerca, había otro mundo. El sendero tenía algo de mágico. El bosque era un lugar encantado, no real, un telón de fondo quizá de La flauta mágica o un escenario de un cuento de hadas, una ilustración, no un paisaje vivo. El silencio era total. Al caminar pisaba las agujas de los pinos y sus zapatos no hacían ningún ruido. A medida que el sendero se curvaba, aparecían nuevas vistas iluminadas por la luna: alerces sin hojas, araucarias con ramas como reptiles anclados, cipreses con agujas señalando hacia el cielo, pinos escoceses cuyas copas eran concertinos, macrocarpas densas como tapicerías, juníperos esbeltos y frondosos, abetos con las piñas del año anterior tirando de sus copetudas ramas. La luz de la luna, cobrando fuerza, iluminaba el paisaje, rielaba a través de sus senderos, estaba aquí y allí borrada por una densa barrera de ramas o troncos como retorcidas cuerdas.

La naturaleza, que debería haberse levantado y aullado, que debería haber enviado un viento que rugiera entre los bosques e hiciera protestar a las cosas, agitarse y gemir las ramas de los árboles, estaba tranquila, dulce y plácida. La quietud era casi no natural. No se movía ni una rama. Wexford rodeó una curva del sendero, lo vio desaparecer, vio despejarse el bosque ante él y aparecer un claro. Un sendero más estrecho partía de él, penetrando en una pantalla de coníferas de la clase más corriente.

Las luces de las casas relucían al final del sendero.

Barry Vine y Karen Malahyde habían subido al primero y segundo pisos para comprobar que no había más cadáveres. Curioso por saber lo que podía haber allí arriba, Burden no obstante no quiso pasar junto al cadáver de Harvey Copeland hasta que Archbold hubo anotado la posición del cuerpo, lo hubo fotografiado desde todos los ángulos y el patólogo hubo realizado su examen preliminar. Para pasar habría tenido que hacerlo por encima del brazo y mano derechos del hombre muerto. Vine y Karen lo habían hecho, pero una inhibición, una aprensión y un sentido de lo que era correcto detenían a Burden. En lugar de subir, cruzó el vestíbulo y miró en lo que resultó ser el salón.

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